En torno a la ciudad perdida

Cuidado con conformarnos con llorar sobre el patrimonio derribado y descartar toda reconstrucción. Eso es precisamente lo que las tiranías quieren

La ciudad trasciende a sus grandes monumentos y las vidas individuales que contiene. La ciudad es más resiliente de lo que creemos

No estudié ni enseñé en la Ciudad Universitaria de Caracas, pero comparto al menos una parte de la conmoción por el derrumbe del techo de uno de los pasos cubiertos. Yo también la usé, como tanta gente en Caracas, porque a diferencia de cualquier otro campus en el país, ese es un lugar abierto, con un importante hospital dentro, y mucha gente puede tener muchas razones para entrar a ella. Es realmente una ciudad dentro de otra, pero una ciudad civil, hecha para pensar, para crear, para enseñar, para curar; si Fuerte Tiuna es una ciudadela militar dentro de una urbe, como un Kremlin perezjimenista, la Ciudad Universitaria es la Acrópolis. 

De hecho está en el corazón geográfico de Caracas, y uno puede atravesarla como un atajo maravilloso —lleno de ocasiones para distraerse con esa arquitectura que aún en el estado en que está es conmovedora— para saltar el obstáculo de la autopista Fajardo y pasar entre Plaza Venezuela y el paseo Los Símbolos. 

Uno puede ir a la Ciudad Universitaria a comprar películas piratas, a ver un concierto o un partido, a tratarse en el Hospital Clínico Universitario. Pero esa apertura que la convierte en espacio público, la hace también más vulnerable a la delincuencia y el tráfico de la urbe que la rodea. No era la idea, por supuesto. El arquitecto Enrique Larrañaga dice que cuando se proyectó la Ciudad Universitaria la discusión era sobre por qué debía estar tan alejada; Caracas estaba mucho más al oeste; se extendió al este y al sur justo mientras la Ciudad Universitaria se erigía, y sobre todo después de que se inauguró. La relación entre ambas ciudades, la proyectada por Carlos Raúl Villanueva y la que hemos hecho todos los demás caraqueños, cambió mucho entre los años cincuenta y el presente. De hecho, dice Enrique, el plan piloto hecho por exigencia de la Unesco contempla crear una fachada hacia Los Ilustres, porque hoy el acceso hacia la plaza Las Tres Gracias es la entrada que más se usa, y es la espalda de la CUC.

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Ver ese techo doblado contra el suelo, como si la hubieran pisado, fue como cuando vimos arder una de las torres de Parque Central, o cuando colapsó el viaducto en la autopista hacia La Guaira. Pero esto es más valioso, en términos intangibles, que un edificio ministerial o un puente, esto es la Ciudad Universitaria, Patrimonio de la Humanidad, símbolo de lo que hemos tratado de ser y no hemos podido.

Ver ese paseo cubierto sucumbir a algo tan normal en Caracas como un palo de agua era un golpe al corazón, que duele más porque lo tenemos resentido de tanto carajazo. Al punto de que nos hemos acostumbrado a lamentarnos en coro, a relatar eventos como la caída de ese techo en la Ciudad Universitaria como una letanía creciente de pérdidas irreparables.

Justamente porque llevamos demasiado tiempo ya en una interminable cadena de derrotas y de despojos, estamos pegados en el “bueno, y ahora qué pasó”, en el “otra vaina más”. Se apodera de nosotros una sensación que no nos podemos sacar de adentro: de que nos mataron Caracas, Valencia, Maracaibo, Mérida, de que nos mataron el país. Incorporamos un registro apocalíptico a todo y nos cuesta mucho salir de él. Porque estamos tan habituados a perder cosas que se nos olvida pensar que algunas de ellas se pueden restituir.

Sobre todo quienes tenemos más edad y de paso vivimos fuera: porque para nosotros es más fácil caer en la tentación de ver Venezuela como algo que quedó atrás, como algo que era bueno antes y ahora ni siquiera existe. Damos por perdida la vida que teníamos en esos lugares, el modo en que nos hacían sentir. Y tal vez para aliviar la espera por un reencuentro o una reconstrucción que no tendremos tiempo de ver, les damos la espalda, lo pasamos todo a la columna del pasado, de lo irrecuperable. Aunque allá todavía haya gente, aunque la destrucción —que sin duda ha sido enorme— no haya sido total. Hemos empezado a hablar de Caracas como si fuera La Habana o Alepo.

Sin duda que estamos llevando pérdidas importantes, incuantificables. Pero a diferencia de las vidas humanas que estamos perdiendo por culpa de la ampliación de nuestra ecuación de vulnerabilidad (ante las enfermedades que han vuelto, ante la desnutrición, ante la falta de agua limpia, ante la violencia dentro y fuera de casa, dentro y fuera del país), los edificios se pueden reconstruir, si no se han derrumbado del todo, y las ciudades son paisajes cambiantes por naturaleza, aunque nos duela, aunque nos indigne ver cómo el plan de la avenida Bolívar, abandonado e interrumpido por distintos gobiernos desde los años cuarenta, sufrió un golpe aparentemente definitivo con los edificios de la misión Vivienda. 

Caracas no está perdida. Nos perdió a algunos de nosotros, pero eso es otra cosa. Aunque no podamos ya volver a la vida que tuvimos, la ciudad sigue viviendo, en horribles condiciones, pero viviendo. Esta historia no se ha acabado. Ni la del país, ni la de su capital, ni la de la Ciudad Universitaria de Villanueva.

Las ciudades son universos vivos, la suma de las vidas que contienen, que afectan y que las afectan, y como esas vidas, no pueden permanecer inmóviles. No podemos pedirles que lo hagan, como maquetas en urnas de cristal.

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Supongo que le pasa a todo el mundo: uno identifica ciertos símbolos con un lugar, y verlos caer tiene más impacto en la mentalidad que ver cualquier casa siendo demolida. Por eso el cine está lleno de momentos en los que un apocalipsis se representa con la destrucción de la estatua de la Libertad, la torre Eiffel o el Coliseo; por eso todavía se recuerda el incendio de la biblioteca de Alejandría o la caída de Tenochtitlán.

Pero nuestros paisajes contienen muchas más cosas. No son un juego de memoria con un número limitado de imágenes que recordar. Cuando veamos uno de esos símbolos caer, tengamos cuidado de no confundir una parte con el todo. Es indudable que la Ciudad Universitaria está en una situación deplorable e inadmisible, pero alrededor del techo caído, sigue ahí. 

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Hay muchos responsables de lo que les pasa a las ciudades. 

Ahora es fácil señalar al régimen de Maduro, el villano perfecto porque es suficientemente cruel e incapaz como para que cualquier culpa que le atribuyamos sea muy probablemente cierta. Y claro que es muy probable que no se hubiera quemado la biblioteca de la UDO ni se hubiera caído ese techo en la Ciudad Universitaria si tuviéramos, en vez de una dictadura que nos trata como un territorio enemigo, a un gobierno responsable.

Pero que no se nos olvide que la Ciudad Universitaria merecía mejor trato ya antes de Maduro y de Chávez. Lo mismo que el resto del país. Ni que todos usamos las ciudades y todos contribuimos, de una u otra manera, al estado en que están. Igual que las playas, las montañas o las selvas. 

De nuevo, se trata de no perder las perspectivas, de ver el problema completo. Cuando culpamos de todo a Maduro, tendemos a hacernos los locos con las culpas de otros gobiernos, y con las nuestras. Cuando damos nuestros lugares por perdidos, los estamos desahuciando, negándonos a la posibilidad de su reconstrucción y a nuestro posible rol en ella. 

Además, Caracas es más resiliente de lo que pensamos. Varias veces estuvo a punto de desaparecer, entre los ataques indígenas y piratas, los terremotos como el de 1812 o el de 1967, la invasión de Boves y la emigración a Oriente, la violencia de casi siempre. Y ahí está. 

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Es una impresión, un pálpito, no una certeza: ahora hay más preocupación por el patrimonio, entre ciertas personas. Uno lo ve en varias cuentas en las redes, en su mayoría meramente nostálgicas pero en algunos casos proactivas; en iniciativas dispersas como los tours o los proyectos de rescate de la noche o de reconciliación en el espacio urbano que habían avanzado antes de la pandemia y los apagones. 

Ese techo de la Ciudad Universitaria se puede reconstruir. Aunque ya no vuelvan a ser las mismas, las ciudades pueden erigirse de nuevo. No podemos esperar que no nos duela y que no nos desespere, pero también hay que hacerse la pregunta sin la cual no hay renacimiento: cuando hablamos de la ciudad perdida, ¿cuán perdida está?