El mito del plomo detrás del “Venezuela se arregló”

Aunque generan investigaciones internacionales, las ejecuciones y las operaciones contra las bandas son un tremendo recurso propagandístico para muchos estratos sociales. Pero ¿han servido para reducir el crimen?

Viejas prácticas de los cuerpos de seguridad produjeron un nuevo lenguaje de la violencia en la era de las redes sociales y la democracia secuestrada

Foto: Cinco8

Una de las pocas cosas en la que los venezolanos parecen estar más o menos de acuerdo hoy es que el crimen violento ha descendido, en comparación con las primeras dos décadas del siglo XXI. La inseguridad ha ido cayendo entre las preocupaciones principales de la gente, según muchos sondeos de opinión en los últimos años, desplazada por el pésimo funcionamiento de los servicios públicos y el abrumador costo de la vida.

En Cinco8 hicimos una pequeña encuesta al respecto, sólo entre gente que vive en Venezuela en este momento. Respondieron 478 personas de todas las regiones salvo Amazonas. Predomina la opinión de que el país está menos inseguro que hace diez años, cuando Nicolás Maduro inició su mandato, pero con matices: la inseguridad varía según el lugar.

 

Pero más allá de lo que percibimos, ¿qué sabemos sobre la evolución del crimen en los últimos diez años, en ausencia de indicadores confiables? Se dice que las bandas se han ido a las minas, otras han emigrado por el colapso económico o se han dedicado a otras cosas. Y se ha asentado una creencia de que el crimen no sólo descendió, sino que lo hizo gracias a las operaciones de fuerza y las ejecuciones extrajudiciales. Creencia que, de acuerdo al menos con nuestra encuesta, no es para nada compartida por el conjunto de la población.

Sin embargo, el gobierno insiste en difundir la idea de que es su trabajo el que está reduciendo la sensación de inseguridad. Basta observar la conducta del gobierno de Maduro, que acaba de anunciar la recuperación de varios de los grandes penales del país en una serie de procedimientos en los que los pranes como alias El Niño Guerrero y alias Richardi abandonan Tocorón y Tocuyito, respectivamente, al parecer libres e ilesos. 

Que eso tenga el efecto comunicacional que ellos quieren, ya es otra cosa.

Las autoridades de seguridad han ido construyendo un relato de pacificación armada para contradecir la sensación que había diez años atrás: de que las bandas eran las que mandaban. Pero en ese relato que atribuye a la acción gubernamental la disminución del crimen se juntan viejas prácticas como la ejecución de jóvenes en los barrios, aplaudida antes y ahora por cierta gente en Venezuela, para la cual la inseguridad se resuelve así, y objeto de investigación por organismos internacionales de derechos humanos y la mismísima Corte Penal Internacional. 

Detrás de esta suerte de “Venezuela se arregló, y a punta de plomo”, hay propaganda y una cultura de la violencia oficial que trasciende al chavismo, pero que en las actuales condiciones sociales e institucionales del país ha adquirido otros niveles y un notable (aunque no total) éxito en materia de percepción pública.

De la ley de vagos y maleantes a la necropolítica

“El cristiano” no era malandro, pero era negro y un negro no puede echar a correr cuando se prende una balacera en el barrio, porque alguna bala se le pega. Eso fue lo que le pasó el 31 de marzo de 2023, durante un operativo del CICPC en el sector La Pajarera de La Invasión, en el barrio petareño San Blas. Al cristiano lo mataron tan rápido que ni pudo perdonar a su asesino.

En el mismo operativo, los funcionarios mataron a otros ocho. Dicen que eran gariteros de la banda “Gatico Negro”, que cobraba vacunas a los comerciantes y secuestraba en La Invasión. “Los malandros malandros se salvaron toditos”, dijo Gladys (nombre ficticio), vecina del sector La Chicharronera. “Ese es un lugar que, lamentablemente, se ha prestado para albergar delincuentes. Ahí siempre atacan duro, porque todos los delincuentes que están huyendo de otras zonas de la ciudad se enconchan allí”.

Las ejecuciones extrajudiciales no son nada nuevo. Siempre hay que recordar que en la década de los 80 se hicieron más frecuentes para reprimir la delincuencia. Allí en Petare y en toda Venezuela la policía cometió abusos y detenciones, asesinó a malandros y a todo aquel que a los agentes les pareciera que podía ser uno: moreno, pelo malo, joven y pobre, bajo la vieja idea de “dispara primero y averigua después”. A fin de cuentas, esos muchachos, tan solo por su raza y condición socioeconómica, ya eran “peligrosos” según quien interpretara la Ley de vagos y maleantes, cuya amplia discrecionalidad se aprovechó para justificar innumerables detenciones y asesinatos por parte de cuerpos de seguridad. Durante esa década se calculaba más de un muerto diario por abuso policial y se discutía en el Congreso nacional el proyecto de Ley sobre libertad provisional por causas de justificación, que pretendía alegar legítima defensa y cumplimiento de funciones para eximir de responsabilidad a los funcionarios.

De manera que la aceptación de aquellos asesinatos generalizados de la PM, la PTJ, la DISIP y las fuerzas armadas fue lo que también mató al cristiano. Lo que hoy hacen los cuerpos de seguridad de los gobiernos chavistas es una extensión de lo que hacían sus predecesores. Lo que cambia, y mucho, son los números. Pero durante décadas, el país se acostumbró a aceptar, justificar e incluso aplaudir esas prácticas, que tanto se intensificaron en los días del Caracazo y luego tras los deslaves de 1999. 

Dejar pasar aquellos asesinatos, porque “eso pasa en los barrios nada más” o porque eran la “estrategia para disminuir los delitos” fue propiciar la impunidad.

En los primeros años del siglo XXI, se denunciaba en los medios la existencia de “grupos de exterminio” en muchas policías regionales. Luego vino el crecimiento de las bandas y el experimento fallido de las Zonas de Paz. Con la llamada Operación de Liberación y Protección del Pueblo (OLP) se elevó el número de personas asesinadas por policías y militares. Según la exfiscal general Luisa Ortega Díaz, entre 2015 y 2017 hubo 8.000 ejecuciones extrajudiciales.

De acuerdo con el Observatorio Venezolano de Violencia, entre 2016 y 2019, la policía venezolana mató 40 veces más que la policía de los Estados Unidos. Según el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela, si en 2010 el 4% del total de homicidios en el país eran muertes de civiles a manos de los cuerpos de seguridad, este mismo porcentaje subió a 33% en 2018. Es decir, un tercio de los asesinatos en Venezuela estaba siendo cometido entonces por la policía. La letalidad de los operativos evidencian el fracaso de aquella reforma policial emprendida y luego interrumpida en 2006, y de un Ministerio de Justicia dirigido por militares. 

Una de las principales investigadoras de esta historia, Verónica Zubillaga, explicó ya a Cinco8 que las OLP iniciaron un nuevo tipo de poder en Venezuela: una política de la muerte, una necropolítica, en la que el propio Estado declara como enemigo interno a una parte de la población y se dedica a matar sistemáticamente. En efecto, el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela calcula que entre los ejecutados por los uniformados 98,9% de las víctimas son hombres, 58% son jóvenes con una edad promedio de 27 años, y 75% era de tez morena”.

Desde ahí, a un grado que trasciende la costumbre de los gobiernos de la democracia de tener a un general de la Guardia Nacional como jefe de la Policía Metropolitana, se militariza la gestión de seguridad en Venezuela. Voceros del gobierno como el ex policía Freddy Bernal llamaron a ciertas zonas como la Cota 905, al suroeste de Caracas, “corredores de la muerte”, por la época en que se difundieron las fotografías de agentes de las FAES usando máscaras de esqueleto. Como ha planteado Verónica Zubillaga en artículos con otros investigadores, el régimen chavista dejó atrás la idea histórica de que al delincuente se le castiga lanzándolo a una cárcel infernal. Ahora había que matar en masa.

Otras siglas, números menores, la misma cultura

Las denuncias –más la represión por las olas de protesta y los presos políticos– condujeron a que Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional iniciaran sus pesquisas sobre las violaciones de derechos humanos del régimen de Nicolás Maduro. Ahora, cuando PM es PNB, PTJ es CICPC y DISIP es SEBIN, la política de represión es generalizada y sistemática, es decir, las ejecuciones extrajudiciales en Venezuela ya son políticas de Estado, por lo tanto son crímenes de lesa humanidad, que también podrían ser investigados por la CPI.

Pero con la presión de las investigaciones internacionales ni se disolvieron del todo las FAES, que dejaron de existir sólo en papel, ni cesaron del todo las ejecuciones extrajudiciales. En la práctica, las OLP no acaban. 

Aunque lo que era FAES ahora se llama DAET, los funcionarios siguen administrando la pena de muerte sin juicios ni pichirrez sólo porque se es sospechoso. Tampoco acaba el mito de que la limpieza y control social deben hacerse en los barrios, a los que se sigue viendo como los lugares donde nace y se promueve la delincuencia.

Ciertamente, hasta donde sabemos, las cifras no son las mismas que hace unos pocos años. De acuerdo con la organización Lupa por la Vida, en 2021 disminuyeron los operativos en 50% con respecto al 2020, principalmente por los informes de Bachelet y de la Misión de Determinación de los Hechos sobre Venezuela. 

Disminuyeron los operativos, pero los hubo: la masacre de La Vega dejó 23 muertos (cifra de Lupa por la Vida), la de San Juan de Unare dejó 17 y la del sector Los Robles en El Valle dejó 12.

Dicho por COFAVIC, entre abril y diciembre de 2022 se ejecutaron más de ocho operaciones Trueno, dejando 72 muertos. El reciente informe de Lupa por la Vida revela el reguero que dejaron policías y militares en Venezuela durante el año pasado: 824 muertos.

“A pesar de que se anunció una reestructuración de las FAES de la PNB que, supuestamente, iba orientada a garantizar una actuación respetuosa de los derechos humanos, fue la policía más letal de todas las policías”, lamenta el abogado Marino Alvarado, coordinador de PROVEA.

La mano dura todavía pega

Que las ejecuciones han reducido la inseguridad, porque “están limpiando los barrios”, es la sensación de mucha gente clase media para arriba, sobre todo gente a la que las FAES no le ha matado un hijo o un hermano. 

El activista Raúl Cubas, cofundador de Provea, recuerda que cuando la organización empezó a denunciar las ejecuciones extrajudiciales por parte de las FAES, la mayoría de la gente estaba de acuerdo con la “mano dura”, hasta que mataron al de al lado o a un familiar que pasaba por ahí o estaba viendo televisión.

Explica el historiador Tomás Straka: “Durante toda la democracia, desde el primer boom de inseguridad tras la caída de Pérez Jiménez, siempre hubo quien invocara la mano dura y anhelara los buenos tiempos en los que se podía ‘dormir con la puerta abierta’. La verdad, la democracia fracasó con el manejo de la inseguridad, porque no logró frenarla ni revertirla: a partir de la década de 1970 comenzó a volverse un problema importante y aunque en todas las campañas electorales se habló de eso, y se hicieron reformas como el hampoducto de Betancourt para El Dorado o crear la Policía Metropolitana en los 70 y las municipales en los 90, el hecho es que cada vez fue peor”.

Ahora son muchos los que tienen algún muerto que seguir lamentando, sobre todo porque los “enfrentamientos” no son tales. Como afirma Yexemary Medina, madre de Douglas Escalante, asesinado por el CICPC en 2016: “Los inventan ellos [los policías] para lavarse las manos. Simplemente les dio la gana de ejecutar al muchacho y ya, de un solo tiro en el pecho”. 

Sin embargo, tanto en estos años como antes del chavismo, se suele decir que los muertos son delincuentes y que sólo los familiares de las víctimas dicen que no lo eran. El Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela sostiene que, de acuerdo con los datos de varios años que ha analizado, de cada 100 muertos por los cuerpos policiales sólo uno estaba involucrado en delitos de homicidio y 70% no tenía antecedentes policiales.  

Por qué matan

En materia de combate al crimen siempre es difícil determinar relaciones entre causas y efectos, en Venezuela y en cualquier parte. Así que más allá de la percepción entre la gente dentro y fuera de las comunidades populares o las grandes ciudades, no es nada fácil determinar si las ejecuciones extrajudiciales reducen o no la delincuencia. La inseguridad no es sólo un asunto de números.

Hay numerosos, delicados matices en cómo las comunidades populares, mucho más cerca de la violencia que las urbanizaciones de clase media y alta, perciben las ejecuciones extrajudiciales

Foto: Cinco8

Un ex jefe de un cuerpo de seguridad dice que no hay duda de que el crimen violento ha bajado, pese a la ausencia de cifras, pero que eso no tiene nada que ver con ninguna política de seguridad ni con los operativos en los barrios, sino con el colapso económico: “Por razones obvias tiene que haber una disminución notable en la comisión de delitos comunes que antes de la diáspora eran de cotidiana ejecución. Se autoimpuso un toque de queda social. No queda dinero para otra cosa que no sea la alimentación, los lujos desaparecieron como por arte de magia, y eso toca a la clase delincuencial, la cual se ve imposibilitada de mantener los ingresos de hace 7 u 8 años y toma la determinación de emigrar como parte importante de la diáspora, traspolando el fenómeno delictivo de nuestro país a los circunvecinos”. 

Este antiguo funcionario alega que el “cierre casi total de la actividad bancaria” hizo desaparecer de un plumazo a los famosos motobanquistas y la enorme cantidad de delitos conexos como el secuestro, y encerró en sus casas a un montón de gente hoy sin empleo. Lo mismo pasó cuando se apagó el parque industrial “y desapareció esa clase social remunerada que era presa potencial de la delincuencia en delitos contra las personas”. Para él, el encierro de tanta gente ha estimulado, de hecho, otros delitos: maltrato y abuso, feminicidio, estafas informáticas o telefónicas. “Las operaciones policiales en los barrios son espasmódicas y no tienen efectividad para combatir la delincuencia, sino parte de un esfuerzo propagandístico del gobierno para atribuirse la disminución de los índices delictivos”. La clase trabajadora del obrero al que asaltaban cuando volvía de la licorería, que de paso han cerrado muchas, desapareció. 

“Quien diga que las políticas de Estado tienen que ver con la disminución de ciertos delitos está viviendo en otro país”, dice este antiguo funcionario.

La periodista de investigación Ronna Rísquez ha descrito en numerosos informes, así como en su reciente libro sobre el Tren de Aragua, que las grandes organizaciones criminales han desplazado su actividad hacia las fronteras, los pueblos costeros o las minas de Guayana, persiguiendo negocios mucho más complejos y lucrativos como la exportación de drogas y el tráfico de minerales y migrantes, dejando para las ciudades la extorsión telefónica y el comercio menudo de drogas. Eso mientras se desarrollaba el fenómeno de la migración masiva, y mientras varios pranes caían en guerras entre bandas o con los cuerpos de seguridad, como alias El Picure, alias Wilmito, alias El Conejo y alias El Koki, este último muerto por la policía en las montañas de Aragua poco tiempo después de protagonizar una batalla con los cuerpos de seguridad en la Cota 905 que paralizó media ciudad. 

De hecho, como dijimos antes, la presión contra estos conocidos delincuentes es un tema recurrente en el discurso oficial y en los contenidos que en las redes sociales respaldan a los cuerpos de seguridad. Es en nombre del combate al narco o a las bandas que se hacen los operativos. Pero ¿hasta qué punto la violencia policial tiene que ver con el combate a las megabandas? 

Otro ex funcionario de seguridad comenta que la presión contra las megabandas tiene que ver con cuáles son útiles para el gobierno (para ayudar a reprimir, por ejemplo) y cuáles le estorban o hasta lo combaten, y por tanto son reducidas. “Ya en los barrios no hay plata suficiente para mantener una megabanda, de manera que pueda defender su plaza. Desde que las fuerzas de seguridad arrasaron la Cota 905 o dieron de baja a alias El Picure o El Koki, quedan bandas en los barrios que hacen microtráfico, o participan de un narcotráfico pesado que es otra lógica. Es la economía la que alteró los patrones de delincuencia. Pero las ejecuciones van a continuar, porque las mismas poblaciones que se ven sometidas por los líderes negativos las aprueban. Aunque el gobierno, y los mismos malandros, hoy tienen otras prioridades”. 

Este segundo ex funcionario explica que la violencia policial es un lenguaje de poder en los barrios, que forma parte de la cultura de los cuerpos de seguridad desde hace mucho tiempo: matan para mostrar fuerza, para mostrar quién manda. La lógica de las redes sociales también tiene mucho que ver (sobre todo en tiempos en que tanta gente en el mundo admira los discursos y las prácticas de “mano dura” de gobiernos en Filipinas o El Salvador). 

“Como no hay combate a la guerrilla ni a la oposición en este momento”, dice este ex oficial de seguridad, “el gobierno tiene que crear el efecto psicológico de que tiene el control mediante estos operativos, y así le da uso a sus fuerzas especiales. Pero eso no tiene un efecto en la reducción del delito”. 

Sigue: “El delito se redujo porque se redujo la población, sobre todo en la región centro norte. Pero aún así el gobierno sigue haciendo, porque cuando se viraliza un video en el que se atribuye la eliminación de una banda, eso reafirma su imagen de poder, de capacidad de ejercerlo”.

Un tercer funcionario, pero activo, miembro de un equipo que ha participado en operaciones de fuerza, coincide en que las OLP o las demás “operaciones tácticas de limpieza” no han tenido un impacto claro en la reducción de crímenes violentos. La economía criminal ha cambiado principalmente porque cambió la economía del país y el hampa tuvo que desplazarse hacia donde estaban los ingresos. “Hemos llevado a cabo muchas operaciones para básicamente dar de baja a malandros previamente señalados por nuestra inteligencia como líderes negativos o jefes de bandas. Antes, dos años atrás, podíamos dar de baja 10 o 15 miembros de una banda en un operativo. Pero hoy ya no enfrentan tanto, son más selectivos y no alumbran tanto (no llaman tanto la atención) como lo hicieron el Koki, el Vampi, o el Conejo”. 

Dice que las megabandas se han desplazado a países vecinos donde tomaron a sus gobiernos desprevenidos, lo cual aprovechó el gobierno de Maduro para retomar territorios matando a los jefes delincuenciales que habían quedado atrás: “Eso ayudó a bajar crímenes violentos, pero lo otro fue la situación económica. No había plata en la calle, muchos de los referentes en los barrios estaban muertos o siendo perseguidos, y en los años 2021 y 2022 les dimos duro al hampa. Pero también los patrones delictivos han cambiado. El hampa seria se dedicó al narcomenudeo y el comercio de oro, diamantes y armas para el sur”.

El Estado ejerce un grado de control sobre las áreas populares con más violencia, pero de una naturaleza distinta a lo que dice su propaganda y a lo que el público general tiende a pensar

Foto: Cinco8

Sigue habiendo violencia en los barrios, entre los delincuentes que aún viven y que no emigraron, que compiten entre sí, y entre ellos y los cuerpos de seguridad. “Cada dos semanas les caemos nosotros con lista y todo para terminarlos”, cuenta este funcionario activo. “Pero entiende, hermano, que el que no veas atracos en Las Mercedes no quiere decir que hay una reducción del malandraje, sino que cambiaron el modus operandi y están en otra movida. Ahora los choros serios no quieren problemas en Las Mercedes ni en Altamira porque allí hacen negocios”. 

En el barrio

Otras son las percepciones en el terreno. No es lo mismo vivir fuera del barrio que vivir en sus entrañas, claro está. Ni es igual que maten a un buen vecino a que maten a un delincuente y, si es a un delincuente, una cosa es un “delincuente bueno” y otra es un “delincuente malo”. 

“Soy activista y defensora de derechos humanos ―dice Gladys (nombre ficticio), del sector San Blas de Petare― , pero soy del barrio y yo he visto cómo delincuentes han matado gente… Hubo una época en la que a nosotros nos mataban los vecinos, nuestros familiares, nuestros panas… Es muy jodido cuando uno está en medio de la violencia y le han matado lo suyo. Entonces, que venga alguien y mate a alguien que estaba dañando la comunidad, uno respira y dice: por fin vamos a vivir tranquilos… Hasta la mamá descansa, porque son las mamás las que cargan el peo, alcahuetean, persiguen a los hijos para que no sean delincuentes… Esto es muy complejo”.

Agrega María (nombre ficticio), también del sector San Blas: “Nadie tiene derecho a quitarle la vida a nadie, pero cuando una persona mata y mata, y viene un policía y lo mata, ¿ahí sí vamos a aplicar derechos humanos? ¿Y cuando esa persona dejó a varias madres solas, tristes o hijos solos, o a la familia desvanecida, quién ve eso?” Para María, los operativos sí funcionan, pero un ratico nada más. Y esa sensación de mejoría, así sea dejando a una comunidad temerosa y sumisa durante unos días o semanas, acaba siendo una forma de orden y tranquilidad con la que pueden seguir viviendo.

Algo similar ocurrió en enero de 2022 en Barrancas del Orinoco. Durante el conflicto, uno de los testigos repudió la letalidad de la actuación policial y militar. Más de un año después, el mismo testigo relata: “Limpiaron esto aquí… Aquí estuvieron varios cuerpos policiales por varios meses. Hasta que no dieron con ellos [las bandas delictivas] no se quedaron tranquilos. Primero fueron por el Sindicato de Barrancas. Quedaron Los pata e goma y también fueron corridos, porque aquí los cuerpos policiales no permiten nada de eso. Esto ahorita quedó libre. Aquí no hay ningún tipo de violencia. Las cosas están tranquilas”.

“Las ejecuciones extrajudiciales sí disminuyen la inseguridad ―afirma el policía Rodrigo (nombre ficticio)―, porque se reprime al antisocial… Sabemos que es una vida humana, pero hay que cortar la mata de raíz, porque si el ciudadano se aprehende varias veces por un mismo delito y tú le sigues dando el beneficio de libertad, él va a continuar”. Para Rodrigo, cuando se ejecuta a alguien es porque “se hace un trabajo de seguimiento de las denuncias que son reiteradas, del entorno de ellos, si tienen relación con los delitos mencionados”.

Claro que no es fácil denunciar cuando se quiere vivir, porque el protector y el asesino pueden ser los mismos. Como dice Gladys: “Son los órganos del Estado los que tienen las armas y en el caso de los delincuentes, si uno mató a alguien de la comunidad, muy poco la gente denuncia por miedo a que al delincuente lo agarren, salga libre y asesine a la familia completa”. 

Así que, a diferencia de Barrancas, en otros lugares sí hay delincuencia, porque la violencia policial no siempre la mata, sino que la transforma.  

Desde Catia, explica Ivonne Parra, madre de Guillermo Rueda, asesinado por las FAES en 2017: “¿Los operativos acabaron con el malandraje? No, todo lo contrario. Estamos viendo el malandrero que sale de la cárcel con uniforme del CICPC… Zapatos rotos y feos, pero con chaleco antibala, credencial y tremenda pistola. Ahora los malandros tienen más poder. Los llaman acreditados. De hecho, aquí, en un centro de los colectivos que se llama Waraira Repano están formando en tres meses a supuestos oficiales”.

Los viernes o los días de quincena, de acuerdo con Ivonne, los acreditados se despliegan en el bulevar de Catia con la colaboración del CICPC y de la PNB para robarle los morrales a los muchachos que pasan o mandan a robar el celular que les dé la gana. “Cuando ellos [los funcionarios] quedan mamando y locos, vuelven otra vez a fastidiar. Eso es lo que ahorita están haciendo: matraquear”, dice Lina Rivera, madre de Jesús Rivera, asesinado por las FAES en 2018.

En La Pajarera basta con mostrar “los verdes” a quien los pida y dejan vivir en libertad. Así pasó: a los “malandros malandros” que agarraron cuando mataron al cristiano, los soltaron cuando ellos soltaron los verdes. Algo así puede estar sucediendo: los funcionarios detienen a los delincuentes y les piden $500 a cada uno en vez de abrirles su proceso penal, porque seguir el proceso es que otro funcionario les pida $1.000 y si los delincuentes sueltan la platica, salen libres, con lo que los funcionarios pueden irle quitando plata cada vez que les venga en gana.

Agrega el policía Rodrigo: “Igual, si usted los lleva a tribunales, le mojan la mano al fiscal para que le pongan un delito menor y ellos van a salir del problema en que se metieron. Entonces, para que esa plata le quede al fiscal, me la quedo yo… Créame, hay un punto en el que no llegamos a ningún lado, porque nos damos cuenta de que ellos ya no sirven a la sociedad y el sistema tampoco”.

Habría que preguntarse en el barrio y en cualquier zona del país: ¿Los vecinos se sienten seguros caminando de noche en sus zonas? ¿Disminuyeron los hurtos? ¿Y la organización criminal? ¿Los ciudadanos confían en la policía local? ¿Y en el sistema judicial del país? ¿Y en el gobierno nacional? Si las respuestas son “no” es porque no ha mejorado la percepción de seguridad del país y tampoco la aceptación hacia quienes lo gobiernan. Venezuela se arregló sólo para quienes pueden montar rejas y guachimanes. Las tragedias siguen siendo cotidianas.

“¿Que cómo se arregla esto? Recuperando las vías de ayuda para que los antisociales busquen darle sentido a la vida, porque no es del todo cierto que todos son personas perdidas. Yo sí conozco personas ‘nueva conducta’ que ahora ayudan a la comunidad… Pero, claro, esta vaina es muy difícil”, piensa el policía Rodrigo.

Son estas muertes que pudieron evitarse las que más duelen y dan mayor vergüenza, pero lo que más angustia es la indiferencia, ni siquiera de los gobernantes, sino de la gente, aun sabiendo que la muerte ronda y acosa: “Hace como un mes y medio, venía uno de mis hijos y los policías lo rodearon, pidiéndole cédula y como él está chiquito, él no carga la cédula. Él que es negrito, llegó blanco como un papel [a la casa] y me dijo:  Mamá, yo pensé que me iban a matar”.