Otro fin del mundo en Maracaibo

Bajo la cuarentena por el COVID-19, la segunda ciudad de Venezuela vuelve a sentir que ahora sí, esto se acabó

Los maracuchos están convencidos de que la cuarentena no es sino una tapadera para la escasez de gasolina

Foto: Antonio Matheus

El sábado pasado, un amigo que tengo en Houston me preguntó cómo estaba mi ciudad. Obviamente quería tener una visión de Maracaibo dentro de la locura por la pandemia que se apoderó del mundo. Le tuve que decir que, “honestamente, todo se ve igualito”. Claro que eso no significa “normal”; en ningún sentido Maracaibo está funcionando a plena capacidad desde el apagón nacional de hace un año. Tal vez lo mejor sería comenzar diciendo que la capital zuliana ya había dejado de ser funcional antes del colapso eléctrico.

Cuando le dije a mi amigo que todo estaba igual, me refería a colas de varios kilómetros para surtirse de gasolina, aderezadas con cortes de luz y fluctuaciones eléctricas, además de suministro de agua menos de la mitad de los días de la semana. El coronavirus (como todo el mundo le dice, al margen de la falta de precisión en el término) no estaba entre las preocupaciones. Es decir, todo el mundo hablaba de eso, pero era solo un tema más, no algo que sintiéramos que nos afectara.   

Cuando salí el domingo a mi vuelta habitual en bicicleta volví a ver lo mismo. Las largas colas donde la gente me veía con envidia, como si yo estuviera paseándome en una limusina. Vi a uno de mis vecinos en su carro, esperando en el mismo sitio donde estaba en la tarde del viernes. Llevaba 48 horas allí, como a un kilómetro de la bomba. 

Pero cuando terminé mi recorrido, las cosas habían cambiado.

Maduro acababa de anunciar la cuarentena en seis estados, Zulia entre ellos. Se extendió inmediatamente la sensación de que esta decisión no tenía nada que ver con la extensión del COVID-19, sino con la disponibilidad de gasolina.

Parecía obvio, en un país donde nadie le cree nada a la autoridad. Ni siquiera el hecho de que buena parte del mundo estuviera poniendo ciudades y regiones en cuarentena le daban credibilidad al mensaje de Maduro. La mayoría de los ciudadanos están ya en un punto en el que si Maduro anuncia que está lloviendo, y ellos sienten las gotas caer, terminan acordando que alguien les está escupiendo encima, no que llueve.   

En la mañana del lunes, esta sospecha generalizada fue confirmada por el anuncio de que la gasolina no sería distribuida en el estado durante la cuarentena. Y la ciudad a media máquina se paró por completo. Las colas desaparecieron. Mi vecino y cientos de personas más que habían perdido tres días esperando por combustible se devolvieron a su casa con los tanques vacíos, otra vez. Ahora solo hay una estación de servicio abierta en toda la ciudad, sólo para uso oficial. Pero puedes encontrar gasolina, si tienes cómo gastar unos $30 por 25 litros, un margen considerable si consideramos que la gasolina en Venezuela sigue siendo (inexplicablemente) gratis. 

Un domingo intranquilo

Mi vuelta en bici de ese lunes terminaría siendo muy distinta. En términos de gente en las calles y de tráfico, parecía un domingo, pero un domingo intranquilo, con una sensación como de desastre inminente. Está bien, yo sé que esa sensación de que algo horrible va a pasar es totalmente subjetiva (incluso cuando hay tantos hechos y experiencia que la alimenten), pero es muy palpable, y eso es lo que cuenta.

En este contexto fue que hizo su entrada triunfal la mascarilla. De las pocas personas que vi en la calle, un alto porcentaje la llevaba puesta. Muchos de ellos en sus carros y con la ventana cerrada, claro indicio de que hay gente que no se entera de nada. Llevar un tapabocas si no tienes síntomas es por lo menos inútil, y en el peor de los casos contraproducente. Una persona asintomática con mascarilla que no tiene a nadie alrededor es como alguien que se pone un trajebaño para meterse en una piscina sin agua. Pero las mascarillas están de moda. Es como estar en Carnaval y que el tema de la comparsa este año es el disfraz de médico.  

Las tiendas de comida estaban abiertas en su mayoría, sobre todo las panaderías, más algunos restaurantes e incluso una que otra licorería. Pero la cantidad de clientes era inusualmente baja. Quiero decir, no había ambiente de compras nerviosas. No había colas para comprar víveres, lo cual debe tener más que ver con que la gente no quería gastar la gasolina que le quedaba, que con la tranquilidad de la población. Las panaderías más grandes tenían más clientes, pero no estaban abarrotadas. El porte de mascarillas parecía ser obligatorio entre los empleados en esos establecimientos, pero muy distinto era entre las docenas (quizás cientos) de bodegas que estaban todavía abiertas. No vi ahí muchos tapabocas, y manejar víveres estando en contacto permanente con clientela es algo muy diferente a estar manejando solo en un carro con las ventanas cerradas.    

En los barrios, la gente estaba sentada frente a sus viviendas conversando como de costumbre, pero había menos que el día anterior. También estaban algunos de los indigentes que suelo ver; para ellos, era un día como cualquier otro.

Los más vulnerables en esta ciudad están ya en una situación tan precaria que una pandemia no cambia mucho las cosas para ellos, cada día tienen que lidiar con su propio apocalipsis inminente: cómo voy a comer hoy.

Hubo un gran ausente en mi vuelta en bici de 30 km, y no era la cola de gasolina. El número total de efectivos de la policía o las fuerzas armadas que vi en el camino era un retumbante cero. Ninguno. Ni una sola persona en uniforme, ni una patrulla, nada. Ni en las mejores zonas de la ciudad, ni en los barrios más pobres. Yo hasta iba preparado para que me pararan en una alcabala, pero la única autoridad que me encontré fue un muchachito que cuando me vio me gritó “¡epa, señor, si no lleva tapaboca lo van a meter preso!”. Eso fue lo mejor de la tarde. 

La fuerza pública vuelve a desaparecer de la capital zuliana, donde la población tiene que ver sola cómo hace

Foto: Antonio Matheus

Con todo, ahora tengo muchas más preguntas que respuestas. “Más preguntas que respuestas” es algo habitual con este régimen. La pregunta principal: ¿cuántos de estos domingos intranquilos podemos aguantar? ¿Podemos tirarnos 45 días así seguidos? ¿Qué va a pasar cuando escasee la comida? ¿Cómo va a llegar la comida si no hay gasolina? 

Todo esto te lleva a la mente la palabra “catástrofe”.

Puedes leer esta nota en inglés en Caracas Chronicles y compartirla con tus amigos angloparlantes para que vean cómo son las cosas en Maracaibo hoy.