Mérida: una economía gomecista en 2020

Más preocupados por sobrevivir que de la política, productores, transportistas y consumidores se abocan al trueque o al soborno, mientras ruegan que no los afecte demasiado la pandemia

En los 90, Mérida era un polo científico y turístico, además de agropecuario. Ahora vive casi como en 1920

Foto: Miguel Zambrano

Cada martes a las cinco de la tarde, un camión pasa por mi calle en Mérida con una grabación a todo volumen: “¡Llegó el platanero! ¡Llegó el platanero! Para el que no tenga plata se lo cambio por alimento. ¡Llegó el platanero! Vendiendo todo a precio baratero”. 

Su eco resuena entre las casas, habitualmente ya sin electricidad a esa hora. Al mismo tiempo, un pregonero con tapabocas y un megáfono anuncia su nuevo de método de trueque: “Por un kilo de arroz le damos tres de plátano. Y ahora traemos lechosa, por un kilo de arroz le damos dos kilos de lechosa”. Mis vecinos esperan desde las puertas de sus casas para hacer el cambio y llaman a los hombres del camión, que intentan mantener una distancia prudente a la hora de hacer la compra. Todo luce como una especie de delivery de emergencia directo del campo, con métodos de pago de la Venezuela gomecista

La dinámica de producción, siembra y cría de animales dentro del estado Mérida ha cambiado drásticamente desde hace más de una década. Ahora la pandemia de covid-19 agrega el reto del control sanitario en las haciendas, y la falta de gasolina hace más difícil de lo que ya era transportar los alimentos a sus mercados.

Mérida está cerca de la frontera con Colombia, por lo que es un posible epicentro para un brote del coronavirus.

Miles de emigrantes que regresan de Colombia, Perú o Ecuador se quedan en la región andina antes que internarse al centro o al norte del país. María Camacho (no es su nombre real), doctora que trabaja en las alcabalas de control en el municipio Alberto Adriani, dice que a los transportistas de verdura y frutas sólo se le practica el proceso de desinfección con hipoclorito y un “cuestionario de sí o no”. “Más allá de preguntarles de dónde vienen, no se les realiza ni la prueba rápida de covid-19. Hace unas semanas visitamos una finca por los caños del sur del Lago, donde estaba trabajando gente que había entrado al país por las trochas sin pasar por ningún control sanitario. Ya tenían días ahí. La comunidad fue la que denunció, si no, ni pendiente. Este caso también se repitió hace unas semanas en el poblado de El Morro. Una finca de fresas que anteriormente no contaba con trabajadores, ahora tiene. Están volviendo demasiados inmigrantes sin revisión médica”.

El precio de la pimpina

A pesar de que los agricultores en los Pueblos del Sur, el páramo y El Vigía hacen lo que pueden para que Mérida no muera de hambre, se han encontrado con la imposibilidad de llevar sus cosechas a otros estados. Quienes tienen siembras independientes en estas zonas no pueden mover sus camiones a ninguna otra parte; algunos hasta usan caballos y mulas para vender su mercancía en los caseríos cercanos.

Pablo Rojas, de 49 años, le hace el transporte a un compadre que trabaja con plátanos y lechosas en El Vigía. Nos cuenta que conseguir gasolina sólo es posible si, para llenar el tanque, los transportistas están dispuestos a hacer largas colas con los camiones llenos de mercancía. “Si se tiene el contacto, o algún salvoconducto por la alcaldía, también se puede. Sin embargo, no todos logran este beneficio, por el que hay que pagar. En algunas fincas de El Vigía, las plataneras están regalando a precio de gallina flaca sus cosechas, porque se están perdiendo. Nosotros preferimos cambiarlos por cosas que necesitemos o podamos revender”.

No obstante, la escasez no ha impedido que se siga contrabandeando combustible hacia Colombia. Víctor Quintero tiene 22 años y es contrabandista de gasolina en la frontera tachirense. “El litro tradicionalmente vale sus 5.000 pesos colombianos, pero justo ahora varía según quien la venda. En Mérida se vende clandestinamente a un precio estimado de 2 a 3 dólares el litro. En la frontera, veinte litros de gasolina valen 83.000 pesos colombianos ($ 17), cada persona debe cancelar aparte el peaje por la trocha”. 

Otra manera de conseguir gasolina es a través de los salvoconductos para trabajadores públicos y personal médico que brinda el estado. Jonathan (no es su nombre real), de 38 años, explica que un salvoconducto para obtener gasolina se está vendiendo en la calle alrededor de los 5 a 10 dólares y se vence en una semana. “La otra forma es pagando 35 dólares por llenar el tanque full. Esto a través de un contacto en las gasolineras”. 

Cada pollito a un dólar 

Según los productores, en los últimos dos meses se ha disparado el precio de los insumos para el mantenimiento de haciendas y sembradíos. Uno de los principales factores es el aumento del costo del soborno en dinero o productos para poder pasar algunas alcabalas. Marcos Osma, dueño de una finca de producción de lácteos en Chiguará, en los Pueblos del Sur, se ha encontrado directamente afectado por la situación. “Nada más la sal animal costaba el mes pasado 275.000 bolívares (1,5 dólares) el kilo, ahora está casi en 800.000 bolívares (4.5 dólares). Sin uno poder movilizarse le toca comprar lo primero que consiga”. Comenta que la producción con animales ha disminuido porque ya no se encuentran vacunas, sales minerales, alimento concentrado ni productos de mantenimiento. “El cuajo tiene ahora el precio en dólares. El Vixa (marca del cuajo que se utiliza para la elaboración del queso) ya cuesta 12 dólares y va en aumento. Hace un mes estaba en menos de un dólar. El transporte se ha reducido casi a cero y los pequeños productores utilizan las motos para transportar la leche y el queso para que no se dañe”.

La práctica de criar gallinas también ha cambiado. Ya casi no hay nadie en el pueblo que tenga pollos u otros animales como cerdos o conejos.

“Hace un mes 20 pollitos estaban en 75.000 (8 dólares) y el concentrado para ellos estaba en 850-900 (5 dólares). Seis semanas después cada pollito vale un dólar y el bulto de alimento está en 2.000 (12 dólares)”, dice Marcos. Nada más para comenzar a criar esa cantidad de pollitos se necesitan unos cinco bultos de alimento.

Dulce Jiménez es una vendedora en el mercado popular Los Rosales en Ejido. Su pequeño puesto tiene variedad de verduras. “Por fortuna, mi familia es dueña de una finca hacia el páramo, de donde puedo traer todo lo que procuro vender. A las verduras y vegetales les subí el precio, ya que para estar en movimiento necesitamos comprar gasolina. Además es un riesgo para nuestra salud estar en la calle. Últimamente casi no genero ingresos, porque la gente compra lo que esté de cosecha ya que es más barato. Pero yo cambio por comida: harina, arroz o así”.

Para los merideños la cuarentena es un privilegio que solo pueden permitirse pocas personas. El ambiente que hay en las calles de mi ciudad es una mezcla de pragmatismo frente al desastre —que impulsa a todos a gestionar los pocos recursos que hay para sobrevivir— y la tensión y el miedo permanente a que, de un momento a otro, termine de estallarnos la bomba del covid-19 en la cara. 

La gente poco habla de política: en las calles andinas no importa mucho el Macutazo, las historias de espías o las explicaciones online de porqué quitaron una señal de televisión. Salen por la mañana a intercambiar lo mejor que tiene en los mercados populares (usando las medidas de protección que pueden permitirse) y regresa al mediodía antes que quiten la luz y comience a patrullar al finalizar la tarde la policía. Por la noche, encienden la luz del celular y se sientan a esperar que al siguiente día aparezcan los camiones de comida, rezando para que las voces de pregoneros no dejen de sonar en el barrio.