Las cosas por su nombre

La emigración adquiere otras capas cuando ocurre en una ciudad que, pese a sus abusos de ayer y de hoy (o más bien a causa de ellos), es capaz de revelar a una mujer venezolana lo que es verdaderamente vivir con dignidad

En pantalla se ve a una mujer de cuarenta y tantos años hablando de su experiencia como inmigrante. Intenta ser articulada, aunque a veces hace una pausa incómoda. Está buscando una palabra que le falta en esa lengua que empezó a hablar hace apenas cinco años. Se siente frustrada. En su lengua ella hubiera explicado eso facilito. Pero ahí va.

La escena es parte de una serie documental titulada Le vrai nouveau monde, conducida por Gregory Charles, superestrella de la música y del espectáculo que ha conducido varios programas de televisión, tiene un montón de discos y tocó piano con Céline Dion (Céline Dios, por estos lados). Charles es también hijo de Len, originario de Trinidad. “Me preocupa lo que está pasando,” dice fuera de cámara. “Quiero mostrar que los inmigrantes son gente buena, honesta, inteligente. Que vienen aquí a trabajar y que han pasado por mucho para llegar aquí”. 

 

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Vivo en el Plateau Mont-Royal, uno de los barrios más conocidos de Montreal, la segunda ciudad más poblada de Canadá. En el edificio donde alquilamos apartamento hace casi tres años, un lugar que por fin se siente como “casa”, viven franceses, belgas, mexicanos, quebequenses y nosotros. En esta ciudad, la inmigración es un tema. La ves en la calle, la escuchas en el metro, la encuentras en los anaqueles de los supermercados, llenos de productos provenientes de todas partes. Algunos que nunca te imaginaste que serían “normales” aquí.

Pero no te confundas: esto no es una torre de Babel. Montreal es una ciudad de Quebec, la provincia francófona de Canadá. Aquí on parle français. Aunque en algunas zonas de la ciudad predomine el inglés, aunque en el centro te saluden con un “bonjour, hi” (que hace poco fue motivo de polémica), si realmente pretendes adaptarte aquí tienes que conocer la lengua de Molière. Puede que termines trabajando y haciendo tu vida en inglés, pero es mejor que al menos sepas decir “mais, oui”. 

Hay muchas maneras de lograrlo. Puedes hacer cursos financiados por la provincia o privados, puedes apuntarte como voluntario en muchísimas cosas. Puedes tener hijos en las escuelas públicas, porque como inmigrante tienes la obligación de que tus hijos se eduquen en francés. Tu esfuerzo por aprender suele ser bien apreciado. Tus progresos también. Y aunque para ti no baste (para un inmigrante casi nunca basta), hasta puede pasar que terminen entrevistándote en la tele, como a esa mujer de la que hablo al principio. Preguntándote sobre tu vida. Hurgando en tus corotos. Queriendo saber todo de ti, que eres al mismo tiempo invisible e interesantísimo. Como si pertenecieras a una especie en extinción. 

 

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Los viajes, también estos que tienen solo boleto de ida, comienzan en la cabeza: un empujón que mueve todo lo demás. A nosotros nos llegó hace casi diez años, en mi cama, mirando la televisión. “Hay que irse”. Buscando información, fuimos a una charlas de esos abogados que te ayudan a armar tu expediente para migrar a Canadá. En ese momento el país de la hoja de arce se sentía como algo literalmente frío y lejano. Pero teníamos amigos viviendo aquí y pensamos que con nuestro perfil era un buen destino. 

La abogada, una colombiana muy simpática, destacó las ventajas del país y sus principales ciudades. Y consideró oportuno aclararnos esto: “A las damas les digo: no vayan a estar esperando que en Canadá les vayan a silbar o a piropear en la calle. Es una de las cosas que una extraña. Puedes pasar por una construcción llena de obreros y nada. Como si fueras invisible”. Recuerdo que la gente se rió y yo me quedé pensando: “¿Cómo se sentirá?”. No le di demasiada importancia entonces, pero ahí se me quedó. La idea de ser invisible.

Yo soy ese tipo de gente que lleva mal el piropo. Que no sabe qué cara poner, cómo responder. A veces digo lo que no toca y me pongo roja. Pero una cosa es el halago y otra el acoso. Y en el momento de aquella charla yo no lo sabía. Porque para una todo entraba en el mismo saco. 

Quiero explicarte una cosa. Cumplido es algo que te hace sentir bien. Puede que como yo, no sepas reaccionar, pero sabes que allá en el fondo se trata de un buen gesto. Acoso es cuando te sientes incómoda. Cuando lo que te está diciendo el otro no es lo que tú querías que te dijeran. Al menos no él, quien se invitó a decírtelo. Cuando te toca ver algo que no quieres ver, y menos a la edad en la que a veces te toca. Cuando te tocan, a ti, a tu cuerpo, sin querer o queriendo, da igual. Todo eso es acoso. Yo lo viví de tantas maneras y en tantas etapas de mi vida, desde niña, que me parecía normal. Lo odiaba, lo sentía asqueroso e invasivo. Pero como nunca supe reaccionar a los piropos, pensaba que era todo parte de lo mismo. Y no. Vine a entenderlo hace no mucho, en parte gracias a este lugar.

Porque aquí puedes ser invisible. Para bien y para mal.

Para mal, porque como inmigrante, como minoría, vas en desventaja y es bueno que lo asumas. Te va a costar más convencer al otro, no hay título, experiencia, contactos. Es deber tuyo hacerte ver. Para bien, porque como mujer ahora siento que la gente me está oyendo. No hay más esa mirada, esa sonrisita, esa condescendencia, esa explicación que yo no pedí. No hay más comentarios sobre la ropa que me puse y qué mensaje manda. No hay miradas indiscretas al escote, comentarios sobre que me hace falta una playita, o si engordé o estoy más flaca. Mi cuerpo parece volver a pertenecerme sólo a mí y no a los otros. Y eso me encanta.

No solo por mí, soy mamá de una niña. Y me dirás que ya nadie me mira porque no soy joven, pero es que a las jóvenes tampoco las están acosando. Aquí las mujeres de cualquier edad van al parque a tomar el sol en verano. En bikini, al parque de la esquina. Y si alguien piensa que son bellas o están demasiado blancas, tiene que ahorrarse el comentario, porque no va a ser bien recibido. Porque el cuerpo es de ellas y ellas no solo lo habitan: ellas deciden sobre él.

Hay a quien no le parece que eso esté bien y decide entrar en una universidad y balear a las mujeres. Solo mujeres. Este 6 de diciembre hacen 30 dolorosos años del tiroteo en la École Polytechnique, donde fueron asesinadas 14 mujeres, y hubo 13 personas heridas. Hace poco la ciudad corrigió una placa conmemorativa aclarando que aquel fue un crimen dirigido contra las mujeres, solo por el hecho de serlo. Y aunque “una placa no es gran cosa”, sí lo es el gesto de reconocer ante la sociedad que estas cosas pasan. Reconocer es el primer paso para entender, no olvidar y enfrentar.

Esta plaza «pretende recordar los valores fundamentales de respeto e igualdad, y condenar todas las formas de violencia ante las mujeres»

Foto: Rafael Osío Cabrices

Aquí las cosas se llaman por su nombre. A los niños se les enseñan algunas palabras (“vulva”, “pene”) aunque algunos padres protesten. Se les dice que esas palabras definen partes que son suyas y nadie más tiene derecho sobre sus cuerpos, excepto ellos. Aquí las niñas, las mujeres, tienen eso que se llama derechos sexuales y reproductivos. Son reconocidos desde hace tanto tiempo que esto no es un tema del que se hable. Hay cosas mucho más importantes: la nieve (y todos los estados del agua, que son más de los que piensas), el hockey, el metro que está retrasado o el nuevo disco que Céline Dion lanzó rodeada de Drag Queens. Aquí los niños pueden tener una hora del cuento con una Drag Queen. En la biblioteca pública más grande y más bonita de la ciudad. Muchos padres llevan a sus niños a la marcha del orgullo gay, porque se entiende como una fiesta para todos y una estupenda oportunidad para conversar y entender. 

Aquí a las niñas se les permite ser niñas, siempre que quieran. Una compañera de clases de mi hija en maternal nació varón, pero hasta hoy se viste como niña y para todos es una niña, aunque tenga nombre de varón. No importa si tienes 15 o 16 años, puedes ponerte un disfraz y salir a pedir caramelos en Halloween o unos cuernos de reno para aplaudir a Santa en su desfile. Los varones de cualquier edad pueden maquillarse, pintarse las uñas, vestirse como mujeres y seguir teniendo barba y bigote. A veces te toca responder las preguntas de tus hijos en el autobús, pero eso aquí, lejos de ser una incomodidad, es una oportunidad. Al menos así lo veo yo. Porque para mí todo esto es manifestación de lo que vine a buscar aquí, y que sentí que estaba perdiendo allá: unos derechos.

Derecho a ser, decir, pensar, vestirme, moverme, sentarme, sentirme como quiera. Derecho a que mi cuerpo sea mío, más allá de las intenciones (“buenas” o no) de los demás, y a que sea yo la única que puede decidir sobre él. Incluso si tuviera que tomar la última decisión. Todo eso existe y se respeta.

No son derechos que al menos yo dé por sentado, ojo. Si algo aprendí en estos últimos 20 años de transformación, es que nada debe darse por sentado, que todo derecho adquirido es también una lucha continua. Cuando me hice ciudadana de este país, gané no solo un pasaporte, sino también el derecho a defender mis derechos como ciudadana. Y eso pretendo hacer.

La mujer en pantalla habla de esos derechos. Le dice a la gente de aquí que los cuiden, que valoren lo que tienen.

Ella viene de un lugar donde muchas cosas se perdieron y no quiere que eso siga pasando. Habla de este lugar y dice que siente que fue la ciudad quien la eligió.

Esta isla con nombre de montaña que habla francés, come croissants, bagels y poutine, fuma (demasiado para el gusto de ella) y no deja pasar un día de sol, aunque haga frío, para volcarse a la calle a vivir. 

La cuna de Leonard Cohen, el garage de Arcade Fire, el hogar de Lhasa de Sela, la sede de una exposición universal y unas olimpiadas que siempre le habrán costado demasiado caras, pero le dejaron uno de sus símbolos más conspicuos: la torre inclinada más alta del mundo, la del Parc Olympique. Una ciudad en torno a una montaña, el Mont-Royal, sobre la que brilla una cruz tan grande que puede verse desde hasta 80 kilómetros en un día despejado. Pero que también decidió hace rato y lo más tranquilamente que pudo que la iglesia y el estado están mejor cada quien por su lado.  

La mujer de la pantalla, ya sabrás, es la misma que firma esta nota. El fin de semana que viene sale al aire ese documental del que formó parte y que fue una experiencia muy rara y muy interesante. 

Esta ciudad le ha dado la oportunidad de ser visible e invisible a ratos, a veces incluso a voluntad. Pero sobre todo le ha mostrado que más allá de que puedan verla o no, lo que realmente le interesa que estén bien a la vista son sus derechos. Como ciudadana, como mujer. Como gente. Que las cosas se llamen por su nombre y tratemos de estar claros en ellas, para entendernos mejor.

Más allá de la visibilidad está la dignidad. Y a esta ciudad le agradezco que me la trajera de vuelta.