Lo que emigrar me ha enseñado (hasta ahora)

En cinco años y medio es mucho lo que se puede aprender. Pero la intensidad del aprendizaje se multiplica con la experiencia migratoria, que es entrenarte de nuevo para la vida, en un mundo siempre diferente

Un árbol aguanta la inminencia del invierno sobre el Champ de Mars, en el Vieux Montréal

Foto: Rafael Osío Cabrices

Hay que poner atención a todo. Leer bien todo lo que hay que firmar. Entender el significado de las señales viales. Abrir los ojos.

Si puedes, vuelve a andar en bicicleta. O aprende a hacerlo. Te conectará más rápido a ese lugar y te hará muchísimo bien, no solo al cuerpo, sino también al espíritu: no desestimes los beneficios de sentir la brisa contra tu cara bajando en bici por una calle, como cuando eras chamo.

En tu vida de inmigrante conoces nuevas versiones del dolor, otras voces de la angustia, que no habías experimentado. 

Cuando te despiden de un trabajo por primera vez, tienes la oportunidad de castigarte y decirte que es culpa tuya y que no estás dando la talla, o de comprender sin drama que por ahí no era y que tienes que buscar otro camino. 

Los amigos son esenciales. Haz amigos y trata de conservar los que ya tenías antes de irte. No lo lograrás con todos, pero inténtalo.

La gente es la gente. Existen las idiosincracias, como patrones de conducta prevalecientes en una sociedad, y existen las tradiciones o las mentalidades que justifican esas conductas, pero más allá de esas diferencias contextuales, en general, tanto en un país como Venezuela como en un país como Canadá, las personas tratan de saltarse las normas, piensan mucho más en términos individuales que en el bien común, tienden a ser consumistas, a desconfiar de lo que no conocen y de quien viene de otro lugar. A la gente, en Caracas y en Montreal, hay que presionarla y rodearla de multas para que no bote tanta basura en la calle, no se salte el torniquete del metro o no cruce con el semáforo en rojo. Lo que hace la diferencia son las instituciones. Cuando son de verdad, cuando son sólidas, se vigilan entre sí para hacer cumplir las leyes, y se organizan de manera tal que la gente que trabaja en ellas tiene más estímulos para seguir las normas que para violarlas. Y sí, ayuda mucho que en la idiosincracia de esa sociedad, o al menos en la formación de quienes lideran las instituciones, haya conocimiento histórico y que la sensatez, el sentido común, se vean como un valor. Pero lo que llamamos subdesarrollo no solamente es pobreza, sino instituciones débiles, que no están por encima de los abusadores, sino al revés.

Lavar baños ajenos por dinero es obviamente desagradable, pero te demuestra que cuando hay que hacer algo necesario pero indeseable, se hace, y te conecta con millones de personas en el mundo que tienen que hacerlo a diario para sobrevivir. Lo cual es una dosis de humildad que hace bien.

La culpa del sobreviviente es real, pero puedes aprender a vivir con ella de modo que no te estorbe tanto, y usar un poco de su presión para prestar atención a las necesidades de quienes dejaste atrás.

Lo mejor es reconciliarse con los placeres sencillos y atender a lo importante. ¿Qué es lo importante? Para la oreja, que la vida de inmigrante no va a tardar en mostrártelo.

Puede que te hayas criado muy patriótico y muy republicano, pero un día te puede tocar tener que jurar legalmente, con la mano levantada, que serás leal a una reina que ni siquiera habla español, y a sus herederos. 

Emigrar es una experiencia tan transformadora como tener hijos o casarte. No volverás a ser la misma persona nunca más. Uno siempre está cambiando, por supuesto, pero al emigrar cambias de golpe, en unos pocos meses: cuando recuerdas la persona que eras antes de irte, ves la diferencia y te asombras de cuán inocente eras, cuán desinformado.

Pasar tanto tiempo sin ver a gente que amas produce una especie de vértigo, sobre todo cuando piensas en el tiempo separados que nunca podrán recuperar. 

Una rama de albahaca pasará de crujiente verde botella a negro aguado en 15 minutos si te vas caminando desde el supermercado a veinte grados bajo cero. 

Ya sé lo que es una democracia de verdad, con lo cual quiero decir: una sociedad tan democrática como —siendo realista— creo que algunas pueden llegar a serlo. El Estado se dedica a incrementar las posibilidades de que exista cierta justicia, cierta protección de la desgracia y cierta seguridad. Y no se meterá contigo, siempre y cuando no ignores las leyes. Pero eso no significa que no haya muchas cosas por resolver, que no haya desigualdad, que no haya crimen, que no haya extremismos y que no haya conflictos. Hay de todo eso, pero en unas proporciones que no fracturan el día a día, y que se mantienen lo suficientemente a raya para que la violencia sea rara.   

Respeta a la gente del lugar al que llegaste. Ellos saben de ese sitio mucho pero mucho más que tú. Pregunta. Escucha. Entiende esta vaina: tú no eres mejor que ellos, solo eres diferente, y hasta cierto punto.

Al menos en mi caso, es esencial para mí preservar la memoria espacial del mundo que dejé atrás. Repaso Chacao, Los Palos Grandes, El Trigal en la oscuridad, calle a calle. Sigo ciertas cuentas de Instagram solo para ver mis ciudades. 

Vivo en una ciudad sin trabajar en ella: todo lo que hago es a distancia y de una u otra manera está relacionado con Venezuela. Lo que sé hacer lo sé hacer solo en inglés y en español: no puedo escribir, editar ni traducir en francés, la lengua de la ciudad en que vivo pero en la que no trabajo. Estoy en Montreal como quien está en una fiesta pero sin bailar, pegado a una pared, con una sonrisa tonta y un trago en la mano. He sido invitado, pero no conozco a casi nadie, ni sé bailar lo que están bailando, y no sé en qué momento me voy a ir. Esto no es culpa de nadie más sino mía; es mi problema que mi francés sea tan malo y no tengo derecho a quejarme porque aquí sean tan celosos para defender esa lengua en medio de una inmensidad angloparlante. Es cierto que el francés también es una pared y un instrumento de discriminación, pero es mi responsabilidad no haber sido capaz de superar esa pared: estas son las normas aquí en Quebec y es asunto mío ceñirme a ellas. Aquí el extraño soy yo, y soy yo el que tiene que adaptarse.

Trato el ají dulce seco y el ron como un tesoro: cada gramo, cada gota valen demasiado.

Para emigrar hay que mirar el presente: no voltees demasiado hacia el pasado pero tampoco te obsesiones con el futuro. ¿Estarás siempre en ese sitio? ¿Volverás a Venezuela? Esas preguntas no se responden fácilmente de antemano. Concéntrate en lo que debes hacer en este momento y en hacerlo bien. 

En tu nuevo país de acogida o de tránsito, también debes cuidarte: come bien, haz ejercicio, trata de dormir bien.

Si eres un lector, trata de llevarte contigo al menos un libro que necesites releer, como un embajador de la biblioteca que dejas atrás. 

Venezuela nunca fue perfecta. Canadá tampoco lo es. No existe el país perfecto. Esto debería ser obvio, pero a uno se le olvida.

Una vez en otro país, y resueltos el techo y la alimentación y las necesidades básicas de los tuyos, verás que tienes más razones para ser finalmente lo que siempre quisiste ser y que por una razón u otra no podías ser en Venezuela. Me refiero tanto a una vocación como a una orientación sexual o una ambición insatisfecha. Y no hablo de lograr determinadas cosas, sino de emprender un camino que no habías podido abordar antes. 

Es mucho más fácil que tú entiendas lo que siente, vive, sufre, espera la gente que dejaste en Venezuela, que al revés. Tú sabes lo que es estar viviendo fuera y recuerdas lo que era vivir allá; ellos, por lo general, solo conocen lo segundo. 

Por muy arduo que sea el clima, uno no debe quedarse entre cuatro paredes. Es preciso salir a la calle. Tomar sol. 

Aprovecha la oportunidad de leer sobre el país en que vives ahora, de comprenderlo. Aprovecha esa nueva perspectiva de la distancia, que es valiosísima, para entender mejor el país del que vienes. 

Nuestros chamos merecen usar todas las oportunidades que se presenten para adaptarse a su nuevo país y a aprender su idioma y sus costumbres. Ellos están creciendo ahí. Pero también merecen preservar su español venezolano, y todo lo bueno de Venezuela que les puedas enseñar. Pueden tener dos idiomas y dos culturas sin problemas: no te preocupes por eso. Preocúpate más bien por no negarles parte de su herencia: el hermoso idioma de sus padres. 

Me he tenido que preguntar muchas veces quién soy. O qué soy. Te pasará también a ti: es natural, y no es malo. No es malo hacerse preguntas. 

Uno no está traicionando nada ni a nadie si prueba otras cosas, hace amigos de muchas partes, incorpora cambios relevantes en su identidad personal, cambia maneras de ver. Se trata de nuestra vida y la de la gente que uno tiene a cargo, y nada más. Uno no está abandonando a Venezuela; el país sigue su rumbo sin uno. Es un país lleno de gente, no una mascota, ni una planta, ni un hijo. 

No importa cuánto la escuche: desde que me fui, “Natalia” de Antonio Lauro, siempre me hace llorar.