La culpa del sobreviviente

Unos cuantos venezolanos que emigraron experimentan tristeza y hasta vergüenza porque están viviendo bien. La razón: los suyos en Venezuela no pueden disfrutar de ese bienestar

Matías Toro: de la serie Píxeles

Foto: Daniel Benaim, GBG ARTS

 

Es la materia oscura en el cosmos de la experiencia migratoria venezolana. Una cosa opaca que nos despierta en la noche, que le saca el sabor a la comida y que nos sube las lágrimas a los ojos. Está esparcida entre esos otros fenómenos fulgurantes como nebulosas que todos podemos ver hasta desde lejos: las olas de xenofobia contra venezolanos en pueblos andinos, las tragedias en las aguas de Aruba o Trinidad, y sobre todo los caídos en la guerra desigual que pelea la dictadura contra la gente de Venezuela. 

Casi no hablamos de esto porque casi no lo conocemos, y porque su misma naturaleza presiona para que lo escondamos como un secreto incómodo hasta que al tercer ron ya no lo podemos contener, o hasta que un interlocutor calificado nos hace entender lo que nos pasa.

Pero es real. Está presente en muchísimos de quienes nos fuimos. Está casi siempre ahí, absorbiendo el brillo de nuestros logros afuera, enturbiándonos la imaginación del futuro.

Es la culpa por habernos ido, y sobre todo, por haber cruzado las difíciles etapas iniciales de la migración hasta llegar al punto en que estamos bien, y ya tenemos agua, luz, Internet, comida y seguridad mientras los nuestros en Venezuela viven como viven. 

Es la culpa del sobreviviente. 

Los psiquiatras no lo ven como una condición específica sino como un tipo de síndrome de estrés postraumático, que justo empezó a definirse con soldados que regresaban de Vietnam sin sus compañeros. Podemos asomarnos a su complejidad en la magnífica trilogía de Auschwitz, del físico italiano Primo Levi (aún se discute si su muerte, en 1987, fue un suicidio) o en los libros sobre el síndrome de estrés postraumático y la depresión del militar quebequense Roméo Dallaire, escrita tras su periodo como oficial de las fuerzas de la ONU en Ruanda, donde no pudo hacer nada para evitar el genocidio en 1994. 

En los emigrados venezolanos, la culpa del sobreviviente tiene mucho en común con la que puede afectar a quienes salieron vivos de un súbito evento trágico, como un accidente de tránsito o en la tragedia de Vargas. Aunque los factores del colapso venían acumulándose por años, las condiciones de vida en Venezuela se derrumbaron en un periodo relativamente breve, entre 2014 y 2018. La velocidad con que se desplomaron el valor de nuestra moneda y los indicadores de salud y calidad de vida, y la violencia con que se desmontó —a plomo— lo que quedaba de nuestra democracia, fueron la de una nación entera precipitándose por un barranco. 

En otro sentido, nuestra culpa del sobreviviente es también parte de un duelo compartido. Nosotros hemos experimentado una pérdida irreparable como un fallecimiento, porque Venezuela no volverá a ser la misma, por más que se recupere económicamente respecto a lo que es en este momento. El detalle es que nosotros no podemos empezar a transitar las etapas que eventualmente conduzcan a la superación de ese duelo porque el evento que lo produjo no ha quedado atrás. 

De hecho, sigue ocurriendo todos los días, así que nuestra culpa de sobrevivientes no deja de ser alimentada porque cada vez que vemos noticias en una pantalla o hablamos con los nuestros allá comprobamos que el desastre se prolonga bajo la hiperinflación, la devaluación, el racionamiento de energía y agua, la represión. Todos los días sentimos que nuestra gente en Venezuela está peor. Tratamos de ayudar, pero siempre nos quedamos atrás, atrapados entre las presiones económicas de la migración y la necesidad de integrarnos al lugar donde llegamos, y entre la demanda de más ayuda desde Venezuela. 

Entonces nos desespera la impotencia de comprobar que es muy poco lo que podemos hacer para resolver problemas a distancia, porque ninguno de nosotros es como el personaje de Bruce Willis en Unbreakable, que fue el único en quedar vivo de un descarrilamiento, pero porque resultaba ser un super héroe.

Y nos da vergüenza hablarlo con los que se quedaron atrás, porque ¿qué es la culpa del sobreviviente frente a lo que ellos tienen que manejar a diario, como la incertidumbre total sobre si vas a tener luz o si se te va a volver a dañar la nevera, o de si te va a alcanzar lo que te queda en la cuenta bancaria cuando salgas a comprar algo de comer? 

A mí me pasa todo el tiempo. ¿Cómo les explico a los que me quedan allá que cuando llevo a mi hija al parque o la dejo en la escuela, no puedo evitar pensar en que los chamos como ella no pueden hoy aspirar a esa infancia de cosas sencillas pero que no tienen precio, en el país en que ella nació? ¿Cómo les explico a los míos que siempre pienso en ellos cuando voy al supermercado o a la farmacia, o cuando me ha visto un médico, y ni hablar de cuando camino por la ciudad, con mi mujer y mi hija, sin miedo a las once de la noche? Y en la ruta contraria también hay obstáculos a la transmisión de la experiencia. ¿Cómo le hago entender a mi hija, cuando no quiere terminar su cena balanceada y con proteína, que millones de niños en Venezuela tienen hambre en ese momento y no pueden tener delante el plato que está dejando ella?

No he dejado de pensar en esto durante los últimos cinco años, aunque es un callejón sin salida: la culpa no sirve para nada. Por sí misma es un sentimiento estéril, es solo dolor. Uno puede sentirse culpable por algo que hizo y sacar provecho del error al comprender sus daños y usar ese aprendizaje para mejorar como persona; si la falta ha hecho daños irreparables, pues hay que vivir con las consecuencias, o tratar de compensar el daño. Pero ¿qué puede hacer uno con la culpa del superviviente? 

Lo que he visto a mi alrededor es a esa culpa traduciéndose en solidaridad. En cajas de medicinas y de insumos, en fuentes de trabajo allá. Es impensable que la emergencia humanitaria compleja pueda compensarse a punta de remesas y paquetes, pero algo se puede hacer para que sean menos las víctimas y más los sobrevivientes. 

Y también podemos convertir eso en compromiso con la reconstrucción. En compartir allá lo que hemos aprendido y hasta en invertir, en lo que Miguel Ángel Santos ha llamado “el largo regreso a Ítaca”. A mí me ayuda hacer cada día con mis compañeros Cinco8 y Caracas Chronicles; quisiera encontrar la manera de poder contribuir muchísimo más. Seguramente, muchos de los que hoy tenemos a esa materia oscura ahí, apelotonándose en el espacio interior, podemos aprender a moldearla para construir algo que muestre que el habernos ido valió la pena no solo para quienes trajimos con nosotros, sino para quienes se quedaron allá.