Tendría yo unos seis o siete años. Afuera sonaban los triquitraquis mezclados con las gaitas, y de vez en cuando los colores de los fuegos artificiales interrumpían altaneros el negro de la noche caraqueña. Desde mi casa no veíamos la cruz del Ávila, sino las lucecitas del barrio vecino (entonces había luces), que inevitablemente recordaban un nacimiento como el que mis padres habían montado en casa: cajas de cartón apiladas simulando una montaña y papel periódico pintado con spray y coronado con musgo que vivía cayéndose y había que acomodar a cada rato.
Yo pasaba horas contemplando esas casitas desde la ventana y muchas veces me he preguntado si mi manía de querer conocer las historias ajenas no tendrá su origen en ese voyeurismo infantil.
Esa noche no era la excepción. Me interesaba ver cómo celebraban los demás. Mi papá me llamó: “Quítate de la ventana, que es peligroso”. Como siempre, me parecía que exageraba, pero sí era cierto que de vez en cuando entre los petardos venía coleado un tiro. Había gente que tenía la costumbre de disparar al cielo para festejar y las historias de balas perdidas entrando en las casas eran frecuentes en la zona.
La noche del 24 siempre era rara. Teníamos la costumbre de esperar las doce, “vestidos y alborotados”, con algún canal de televisión transmitiendo sus horrendos mensajes navideños en los que el señor serísimo que narraba las noticias aparecía “bailandito”, cosa que ya a esa edad me producía mucha disonancia.
Mi familia no sabe de fiestas. No ponían música, no invitaban a nadie. Entonces estábamos ahí sentados, medio viéndonos las caras, medio viendo lo que pasaban en la tele, esperando. Para mí todo tenía sentido porque podría abrir lo que me traería el Niño Jesús y jugar en plena madrugada, así que lo demás me importaba más bien poco. Aquella noche era magia pura y eso me bastaba.
Mi distracción principal era pellizcar lo que hubiera en la mesa. Porque no me lo comía todo, nada que ver, en esa época yo era bien picky, como la mayoría de los niños, con un paladar sin el desarrollo suficiente para entender un pan de jamón o una hallaca, e iba apartando en los bordes del plato todo lo que no me gustaba. Es algo que hoy me parece impresentable, aunque conozco adultos que hacen lo mismo, y respiro profundo.
En ese entonces era posible una mesa navideña. Una familia como la mía podía permitirse el menú de rigor y añadir ciertas excentricidades como turrón, nueces y avellanas (por fin podías usar el cascanueces), panettone, chocolates… Y también estaba el jamón.
Muchos recordarán ese comercial de Plumrose en el que una niñita iba a buscar el jamón a última hora de la noche, íngrima y sola; de hecho me daba angustia que le pasara algo regresando a su casa. No lo encontraba, pero, milagro de Navidad por medio, más tarde tocaban la puerta de su casa (no era la madrugada, eso sí), para traerle su jamón venezolano (y no un pernil ruso) y todos celebraban en torno a la mesa. Yo lo recuerdo porque aunque ese comercial salió al aire cuando ya yo estaba más grande, y la niñita se parecía un poco a mí cuando tenía esa edad. En lo físico y en el amor por el puerco decembrino, sobre todo en esa forma redonda, melosa, adornada e imposible que es el jamón de Navidad.
Creo que la única cosa “salada” de la cena navideña que me hacía ilusión, era ese jamón.
Verlo llegar a casa en su caja como de regalo, abrirlo, contemplar el brillo de aquel pegoste que traía encima, las piñitas, las cerecitas…
Hoy sé que aquel jamón imposible no era sino la versión industrial de los jamones Ferry’s glaseados a punta de plancha (de allí que a aquello lo llamáramos “jamón planchado”), que fueron tradición de las mesas navideñas venezolanas durante las décadas de bonanza de los cincuenta y sesenta. Pero como yo crecí en los ochenta, este de la caja es mi referencia.
Mi papá se quejaba porque cada año estaba más chiquito que el anterior (y más caro, desde luego), aunque yo lo veía enorme. Sacaban aquel cuchillo eléctrico reservado solo para platos especiales y lo rebanaban exhibiendo todo su color rosado, mientras yo esperaba con mi plato en la mano para devorarlo junto con las orillitas de masa de hallaca que le martillaba a mis padres (ya te digo, un paladar impresentable) y un pelín de ensalada de gallina a la que también le sacaba un montón de vainas.
Recuerdo en especial esa noche. Mi papá me llamó a la cocina y, cuchillo en mano, se puso a darle a una rebanada de mi amado jamón la forma de un muñequito. Obviamente, la tarea tardó lo suyo y con ello logró mantenerme distraída el tiempo suficiente para que en la sala sucediera la operación Niño Jesús. Todavía tengo nítida esa sensación de salir de la cocina mordisqueando mi muñequito de jamón, para descubrir los regalos bajo el arbolito. Era única esa emoción de tener contacto con la magia, de ver cómo se materializaban los juguetes ahí donde antes no había nada. Pasaba una sola noche al año, pero valía la espera.
Hoy sé que me acuerdo particularmente de esa noche porque fue la última visita del Niño Jesús.
En enero una muchachita en la escuela me preguntaría asombrada si yo “todavía creía en eso”, para luego explicarme, con condescendencia, que eran los papás los que ponían los regalos. Llegué ese día a casa queriendo hacer fact checking de aquello (la niña no era santo de mi devoción, mucho menos una fuente confiable) y le pedí a mi mamá su versión. Sin levantar la cabeza de la ropa que lavaba, mi mamá terminó confirmándome que en efecto, eran ellos. Me ofreció como consuelo la moneda, que entonces encontré más bien chimba, de la madurez: ya yo era suficientemente grande para entender la verdad y ahora podría continuar la tradición con mi hermanita, que acababa de nacer.
Recuerdo que me fui a mi cuarto con los ojos aguados y un poco de “penita”: si ella pensaba que yo era grande, yo no iba a llorar en frente de ella. Mi hermanita dormía en su cuna y yo envidié por un momento su edad, su inocencia, los años de ilusión que tenía por delante.
Como mamá, hoy tiemblo ante la idea de que este puede ser el último diciembre de Santa, a quien le enviamos una carta hace un par de semanas al Polo Norte y nos respondió, todo en español. El correo canadiense es nuestro cómplice y a mí me parece la cosa más bonita. “Santa habla todos los idiomas”, le dije a mi hija, aferrada como estoy a esos años de magia, todavía vivos. Para ella tiene todo el sentido del mundo porque si ella ya conoce tres lenguas y Santa es tan viejo como el mundo, habrá tenido tiempo de aprenderlas todas. Y aunque ella no haya visto el jamón redondo con rodajas de piña, y tampoco entienda todavía cómo se come una hallaca ni un pan de jamón, la Navidad sigue siendo un evento mágico que espera todo el año. A Santa le dejamos galletas y leche, y zanahorias para los renos. Y mi hija delira la mañana del 25 al encontrar las miguitas en el plato y las zanahorias mordisqueadas.
Para mí hoy en día la Navidad se trata de mantener viva esa magia para ella, de no dejarme vencer por la nostalgia, que en esta época se vuelve más fuerte, y de recordar lo importante que es estar cerca de quienes amas. Porque al final, con o sin jamón, es eso lo que hace que la magia ocurra: estar entre los tuyos y encargarte de hacerla posible.