La aventura venezolana de un billete de 20 dólares

Imaginar la ruta que puede hacer en nuestra economía un billetico de la divisa más poderosa del mundo revela la imposibilidad del aislamiento total

Los dólares entran al país por vías legales e ilegales, y luego pueden volver a salir

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Quedan atrás los chasquidos de las imprentas y son suplantados por los rumores de los camiones y los fríos susurros de las bóvedas. Un billete de 20 dólares de Estados Unidos, compuesto de algodón, lino y varios materiales para hacerles las cosas más difíciles a los falsificadores, ha salido de producción en el Bureau of Engraving and Printing en Forth Worth y ahora está en las entrañas de un cajero automático en una agencia bancaria en Houston. Ha sido hecho para durar unos siete años. Lleva todavía el rostro de Andrew Jackson, quien fue dueño de esclavos y responsable de la muerte de muchos indígenas, pero la polémica sobre su efigie no concierne a nuestra historia.

 

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J. vive en Valencia pero trabaja para una empresa venezolano-americana con sede en Houston, que aprecia su considerable experiencia gerencial en lo que fue el parque industrial venezolano. Las funciones de J. le hacen viajar con frecuencia a muchos países donde esa empresa tiene operaciones, y también le permiten seguir viviendo en Valencia, donde tiene vínculos familiares. Cuando pasa por Estados Unidos, antes de volver a Venezuela (y siempre vuelve, no quiere dejar el país), siempre recuerda sacar dólares en efectivo de un cajero automático. 

Ese fresh and crisp billete de 20 dólares se va bien escondido en el equipaje de J., vía Miami y Panamá, hasta Valencia. Ahí empieza su aventura como la moneda más apreciada en un Estado que la criminaliza y la promueve al mismo tiempo. Pocas semanas después de llegar a Valencia, J. tiene que llenar de gasolina el tanque del carro de su esposa y consigue por WhatsApp a alguien que puede hacerlo por 40 dólares, con lo que J. se salva de tener que hacer dos días y una noche de cola ante una estación de servicio. 

J. va a una casa en el sur de la ciudad y el billete pasa a manos de W., quien hasta el año pasado trabajaba en Pdvsa. Ahora es un bachaquero del que debe ser el combustible más barato del mundo, en términos nominales, pero que en el mercado negro del que él forma parte ya se vende a precios internacionales. J. está gastando al menos 300 dólares mensuales en combustible, pero no tiene otra opción; W., el nuevo dueño del billete, lo sabe muy bien: el cuello de botella que lleva a gente como J. hasta gente como él, como W., es su modelo de negocio.

 

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Sin otra fuente de ingreso, W. y su esposa están tratando de vender toda la gasolina que pueden, aunque no está fácil conseguir un margen de ganancia entre el combustible (importado, por cierto) que les venden a ellos los tipos que lo extraen de los camiones de Pdvsa, y el precio que los conductores pueden pagar, pues en realidad hay pocos como J., que tiene lo que sería un buen salario en casi cualquier parte. La actividad en la casa es frenética y atrae a un par de policías, a los que hay que pasarles gasolina para que no hagan nada. Un domingo en la mañana, la esposa de W. empieza a sentirse muy mal, con dolores de cabeza insoportables y vómitos: parece estar intoxicada de tanto trasegar gasolina. Por más que escupe, algo de combustible va quedando en ella luego de aspirar una manguera para hacer salir el líquido de un bidón y meterlo en el carro de un cliente. Es lo que le dice el médico en la clínica, a ella y a W., pocas horas después. Eso y que ya ha tratado varios casos similares, y que deben pagar el tratamiento, que es urgente, en dólares en efectivo.

El billete de 20 dólares que J. había sacado de una máquina en Houston, ahora con un leve olor a gasolina, pasa de las manos de W. a las de una secretaria en la clínica.

 

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Cinco días después, la clínica tiene que comprar insumos. El billete de 20 dólares llega a Z., una vendedora de inyectadoras chinas que forma parte de una red de funcionarios del ministerio de Salud, miembros de consejos comunales y colectivos, que sacan insumos de la red hospitalaria y los revenden en el mercado negro.

Z. mete el billete en un manojo de otros más de 20 y 50 dólares y en la noche, en su apartamento en Guacara, se pone a contar. Al billete de 20 que trajo J. a Venezuela ahora Z. le pone una marca con bolígrafo, una X que en su muy personal sistema de contabilidad quiere decir mil.

Tres días más tarde, Z. quiere pagar un kilo de queso llanero con ese billete en una panadería, pero se lo rechazan por culpa de la X. Al salir de ahí, la misma empleada que le había devuelto el billete la aborda para decirle que su hermano le aceptará el billete y de paso le vende el queso más barato. Unos pocos mensajes de WhatsApp más adelante, en Los Guayos, Z. pasa el billete con la X a las manos olorosas a suero de F.

 

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Si ese billete tuviera sentidos y conciencia, se desconcertaría con sus tropezones de los días siguientes. 

El quesero F. lo usa para pagar un bulto de harina de maíz a una cuñada bachaquera, Y., quien al día siguiente pasa el billete a una gran tienda de ropa en un mall de Maracay. Una semana más tarde, la tienda debe pagar nómina, parte en bolívares fuertes electrónicos, parte en dólares en efectivo, y el billete con la X llega a la cartera de un joven contador que en sus noches se pone a minar criptomonedas en casa, hasta que una falla eléctrica le daña la tarjeta madre del computador, por lo que el contador debe comprar una nueva, que un técnico que conoce le vende, usada, al día siguiente.

El técnico se llama G. y no gasta en Maracay ese billete, sino que lo guarda, porque está decidido a irse. Junto con varios otros billetes de 10, 20, 50 y 100 dólares, que ha reunido durante meses, se va con su novia al terminal de autobuses, con la cabeza llena de preguntas y las divisas repartidas en distintos escondites. Al billete con la X la casualidad lo esconde en un bolsillo durante varios días: sus compañeros se van yendo entre Maracay y Cúcuta entre pasajes, comida y sobornos. Pero su vida junto a G. se acaba en territorio colombiano, cuando G. lo cambia por pesos antes de remontar la sierra vía Bogotá.

 

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Sin embargo, las peripecias en Venezuela de ese billete de 20 dólares no han terminado. Un cambista cucuteño lo vende a un vendedor tachirense de víveres producidos en Colombia, y el billete se va con él a Mérida, donde se convierte en parte de la vacuna a un guardia nacional de una alcabala en la carretera panamericana. El militar lo suelta en una arepera en Caracas, al término de una concentración del régimen donde se juró una defensa numantina frente al imperialismo. El billete de 20 dólares, aturtido por el viaje y las consignas, y mucho menos crujiente que cuando salió del cajero en Houston, pasa de la arepera a un taxista, del taxista a una peluquera, de la peluquera a la enfermera que cuida a una abuela con Alzheimer, y de la enfermera a su hijo que también se va, pero por Brasil, con la intención de llegar a Buenos Aires. 

Este chamo está dejando a medio camino los estudios universitarios que su mamá tanto quiso que tuviera, pero tanto él como su mamá saben que ya no tiene sentido. Él se llama J. también, como el primer personaje de esta fábula, aunque a diferencia de él no tiene trabajo ni hijos ni ha salido nunca de Venezuela. Muerto de miedo, emprende el viaje al sur junto con dos amigas de la universidad. El billete con la X está arrugado al fondo de un morral. Una de sus esquinas se está rompiendo. 

En la segunda noche de la travesía hacia la frontera con Brasil, el paso del billete se detiene. Una banda intercepta al autobús en una carretera en el norte de Bolívar. Los despojan a todos de lo que pueden cargar de valor. 

J. no puede impedir que sus dos compañeras sean apartadas por los delincuentes del resto del grupo. Nunca más las volverá a ver.

Uno de los hampones rompe con un cuchillo el morral de J., quien yace inconsciente sobre el asfalto, con la cabeza rota por un culatazo. Los últimos billetes del muchacho son liberados de su escondite. Sopla un viento caliente, pero el ladrón, secuestrador y tratante de migrantes logra quedarse con todos los billetes, menos uno.

Unas horas después, cuando un amanecer de rosa pálido como la carne de un laulau se derrama sobre la sabana vacía, el billete de 20 dólares sigue andando pero sin nadie alrededor. Ahora es solo un trozo de papel sucio, al que el viento eterno empuja contra las ramas secas de un samán y de ahí al cauce de un río que lleva al Orinoco y al laberinto del Delta y al Atlántico. Se borrarán su X, las cejas como de nube de Jackson el genocida, las columnas del pórtico de la Casa Blanca. Ha perdido su valor y su sentido. Mientras, el mundo en el que su vida útil terminó entra en ese nuevo día para continuar su propio viaje de transformaciones, sin número de serie ni fecha de caducidad.