Energía natural

Nuestra memoria escolar está marcada por el calor… y por el efecto de una malta fría en un mediodía venezolano, tan fuerte que hasta resurge en los chamos de la diáspora

Pocos países aman la malta como nosotros

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

El hijo de tu amiga llegó a la casa ese día cansado. Su mamá lo tenía paseando por Montreal, entre algunos lugares que a él le parecieron cool y otros que francamente le fastidiaban, como esos cafés en los que ustedes habían pasado horas hablando, poniéndose al día tras todos esos meses que se vuelven años y años que se vuelven décadas que han pasado sin verse, sin hablar, sin saber de los demás. 

Es curioso lo que pasa cuando te mudas de país. Cómo hay unas cosas que extrañas intensamente y otras que ni recuerdas, cómo los afectos se mueven también de lugar y de pronto te reencuentras con amistades que se quedaron en pausa y se reactivan así nada más, como si hubieran estado esperándote. Y ahí están ella y tú otra vez, como en el kinder, cuando jugaban durante el recreo, compartiendo una rosquita grasienta y un refresco. Porque el refresco siempre estuvo, al menos en aquella época en la que no sabíamos tantas cosas.

Esa tarde de verano, el hijo de tu amiga llegó cansado y dejó caer en el sofá todo su peso de preadolescente que se está estirando pero tiene todavía la cara y la voz de un niñito. Y te dijo: “¿Me puedes dar un vaso de agua, porfa?”. Y tú, que lo habías oído durante todo el viaje preguntar dónde se conseguían en Montreal las chuches venezolanas, los cachitos, los tequeños, las empanadas, tuviste una mejor idea. Buscaste en la nevera aquella botellita ambarina que quedó allí, no olvidada sino reservada siempre “para una mejor ocasión”, desde la vez que vino tu suegra y preparó su famoso asado negro. Le dijiste, con voz de tía (porque cuando uno emigra, las amigas de tu mamá se convierten en tus tías) “te tengo algo mejor”. La destapaste encaletada, debajo de la barra de la cocina, mientras él se acercaba con el brillo en los ojos de quien intuye que nos estamos entendiendo, que tú sabes ya lo que a mí me gusta y por eso tal vez te deje ser mi tía por un rato. 

Y entonces se la diste: una malta. No, una malta no, una Maltín Polar. Esa bebida dulce que apareció en la vida de los venezolanos en el año 1951 y que al principio se llamaba malta nada más, pero luego se llamó Maltín Polar, con nombre y apellido, y eso le dio la identidad que hoy tantos venezolanos, dentro y fuera del país, asociamos con sus propiedades (verdaderas o no, poco importa), como decía aquel slogan: “Energía natural; energía de muy buena fuente”.

Al sobrino prestado se le alegró la cara, hizo como que se desmayaba y se la tomó con gusto, como solo un niño de su edad puede hacer. Y aunque su mamá te contó que se había tomado un pocotón de maltines hace no mucho, la emoción era la de quien prueba ese elixir, si no por primera vez, al menos por primera vez en mucho tiempo. Era eso, la “energía natural” en todo su esplendor. 

Y te hizo recordar lo que se sentía. Destapar una Maltín bien fría. Con cuidado de que no estuviera batida “porque eso mancha y después la que lava esa camisa soy yo”, decía tu mamá, pero la verdad es que no querías que se te escapara el genio de la botella en forma de espuma, tú querías tomarte hasta el último traguito. 

Destapar una Maltín Polar bien fría, específicamente en el restorancito detrás de la iglesia de La Pastora, donde te reunías con tus panas del bachillerato después de haber recorrido en cambote la Calle Real, por donde bajaban en manada bulliciosa (o en jauría, dependiendo de si estaban o no ciertos compañeros del salón) hablando de lo que se hablaba en esa época: del nuevo disco de Aerosmith, de si pertenecías al team “Woperó” o si se te daba por bailar lambada, de quién se empató o terminó con quién y de a qué mamá citaron en el colegio, porque su hija “siempre tuvo la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta”, como la canción de Sabina, y eso en un colegio de curas no estaba permitido.

Tampoco lo estaba “permanecer a las afueras de las instalaciones escolares después de la hora de salida”, como recordaban los papelitos en las carteleras y por eso te ibas con el cambote a esa vieja barra de madera, que quedaba fuera del alcance del ojo de los curas, a gastar en “los frescos” lo que te había quedado de la platica de la merienda. 

Tú siempre pedías lo mismo: “Una Maltín bien fría”. Especificabas porque siempre has sido bien clara en lo que te gusta y no soportabas la otra marca, pero ni en pintura. Y porque tal vez sin saberlo estabas practicando para lo que pedirías más adelante, ya en los años universitarios, cuando El Trébol, El León o El Naturista sustituyeran el cafetincito detrás de la iglesia y tú preferirías a la prima mayor y más atrevida de Maltín,  la Polarcita.

Pero no nos adelantemos en el tiempo. Estamos hablando de aquellos años tan raros del bachillerato. En los que no sabías muy bien quién ibas siendo, ni a qué grupo te parecías más. Vivir la adolescencia en La Pastora a finales de los ochenta, te confrontaba constantemente con esa idea: a quién te parecías. Porque a alguien te tenías que parecer, ¿no?

Vivir la adolescencia en La Pastora a finales de los ochenta, te confrontaba constantemente con esa idea: a quién te parecías. Porque a alguien te tenías que parecer, ¿no?

Ir al colegio te ponía a prueba en muchos sentidos. Querías rendir en lo académico y también querías ser aceptada por tus compañeros. Querías tener amigos, pero todo era nuevo y muy distinto de lo que habías vivido hasta entonces, protegida como habías estado por la escuela, las amigas que eran también vecinas, tu maestra. 

Ahora tenías no sé cuántos profesores y un montón de compañeros nuevos. Unas muchachas maquilladas y con uñas largas, que parecían tener 18, sentadas a tu lado, al lado de esa niña de 13 que eras tú, que todavía jugaba con muñecas cuando nadie veía y que soñaba con un walkman amarillo en lugar de con un novio. Todos hablaban un idioma que no conocías y que no te atrevías a aprender. Y tú en realidad no te parecías a nadie. No te querías parecer. Pero entonces no sabías que eso estaba bien también.

De grande te has dado cuenta de que esto de emigrar es igualito a lo de ser una adolescente galla en una escuela nueva, en la que todos parecen ir a millón mientras tú tratas de entender quién eres tú. 

Terminarías adaptándote, eso sí, y siendo parte de ese ritual de la salida: el de los frescos. Ese receso entre el control de los curas del colegio y el de tus padres en casa, esa cápsula de poder ser tú misma, más relajada ya con tus amigos, al menos por un ratico.

Y allí sabías lo que iba a pasar. Ibas a pedir una Maltín bien fría, que siempre había. Ibas a ver cómo te la destapaba el señor de la barra, ibas a pagar con las monedas que llevabas guardadas en el bolsillo de la camisa azul, que más tarde sería beige. Verías salir ese hilito de vapor que se escapa de una botella de gaseosa cuando la destapas y te sumergirías por un ratito en lo dulce, lo tostado, lo ambarino, lo helado. Y todo iba a a estar bien. 

Esa misma imagen viste en la cara del hijo de tu amiga esa tarde de verano en Montreal, mientras jugabas a ser la señora detrás de la barra y le destapabas su Maltín bien fría. Y él se recomponía sabiendo: todo va a estar bien. 

Te sentiste una verdadera tía cuando le diste la maravilla del genio en esa botellita a ese chamo, un venezolano que está creciendo en la helada Toronto (la que sí es un lugar y no un chocolate), pendiente siempre de dónde están las chuches de nuestra tierra.  Y entendiste que eso que uno se trae y pasa a los que vienen después es también, después de todo, la energía natural. De muy buena fuente.