La santa en el desierto

Luz blanca, tierra amarilla, un océano gris. La populosa capital peruana está hecha de capas opacas de realidad que debes aprender a apartar, ganándote el derecho de pertenecer día a día

Si quieres un abrazo, aquí no es. 

En Caracas aprendí a defenderme porque no hay otra forma de sobrevivir, pero Lima ha forjado mi carácter con exigencia de institutriz.

Anclada en un risco sobre el mar, Lima es la segunda ciudad más grande del mundo que funciona en un desierto. La primera es El Cairo. Si te mueves dos pasos hacia el sur o hacia el norte, el sol brilla sobre un cielo azulísimo, pero en los límites geográficos de esta capital latinoamericana la luz es siempre blanca. 

Las nubes parecen un cielorraso ministerial, excepto a eso de las seis de la tarde, cuando la garganta del Pacífico se traga la puesta de sol y el horizonte es una ráfaga violeta. Entonces miras a los lados, maravillada, buscando otros testigos, pero estás sola y entiendes que acá, incluso la belleza es un privilegio que no puedes asir. Se escapa entre las manos, como una figura de arena. 

Como vengo de Caracas tengo los sentidos llenos de obviedades. Los colores de las guacamayas, la vista amarilla de Bello Monte desde la autopista sobre un mototaxi, los maniquíes de tetas operadas en Sabana Grande, el olor de la ciudad cuando va a llover; pero emigrar es recalibrar la percepción, y en Lima he tenido que entrenarla ya no para lo diferente, sino para lo inadvertido. 

Mientras los turistas descubren que la ciudad huele a pollo a la brasa y ajíes hervidos, a dos cuadras de mi casa hay una cerca de lirios blancos que los colibríes vienen a probar. He escuchado a Bach en una camionetica. He hecho amigos. Nada es como se espera pero, de manera providencial, es justo lo que se necesita.

He tenido que replantear mis nociones caraqueñocentristas de norte/Ávila – sur/Valle-Coche, no solo porque la ciudad es plana y las inclinaciones son un accidente, sino porque el mar no funciona como eje referencial: la mayoría de los limeños le dan la espalda a la costa.

Esto ha sido muy difícil de entender. Tengo casi tres años viviendo en una ciudad con mar y la misma cantidad de tiempo sin ir a una playa donde la brisa es fría. Supongo que cuando el 85 % del aire que respiras es agua, no importa demasiado si estás dentro o fuera del mar. Excepto para los surfistas, esas aves de élite que colman un tramo de la Costa Verde, como drones suspendidos sobre las olas, registrando la opinión del océano sobre esta ciudad que no lo mira de vuelta. 

Las branquias han sido otros de los tantos regalos imprevistos de la adaptación. Debajo de mis lóbulos hay una hendidura que reconozco como la marca de nacimiento de mi emigración. Para vivir aquí necesitas aprender a respirar bajo el agua, en todos los ambientes. Percibir el hedor de la pituquería más rancia en los cafés miraflorinos, los olores de las combis en verano y los perfumes de las frutas salvajes que llegan del norte abiertas todo el año, generosas.  

También respiras los acentos de miles de migrantes, no solo de otros países sino de las regiones. En Lima conviven las jergas de la selva, la sierra, y el resto de la costa peruana, convirtiéndola en una ciudad más plural de lo que parece, pero menos integrada de lo que debería.   

La veo crecer hacia el norte y hacia los lados, como una matrona de caderas anchas que en lugar de decir te extrañé, pregunta si ya comiste. En esta ciudad los afectos son hechos fácticos o no son. 

Ese exceso de practicidad se mezcla con un regodeo casi enfermizo en la idea del sacrificio. Si no cuesta, no vale, parece decir la ciudad en su lenguaje de arena. La misma Santa Rosa de Lima fue una mujer muy hermosa que, para consagrar su vida al deber religioso, decidió cortar su pelo, ocultar su rostro y llevar una vincha con puntas de clavos de silicio. No se me ocurre una metáfora más perfecta de esta ciudad donde la voluntad es un criterio estético. 

O quizá sí. Las cabezas danzantes de los limeños en el transporte público, dormidos, chocando contra el cristal con la boca un poco abierta. Extenuados por las distancias, el tráfico, el clima o todo a la vez. Parecen dormir profundamente, pero en el fondo están alertas. No deja de asombrarme cómo se despiertan justo dos minutos antes de llegar a su destino. 

Todo esto está cambiando siempre, claro: Lima es una ciudad sísmica. Cada dos meses hacemos simulacros de terremotos y todos fingimos estar muy preocupados, pero, en el fondo, sabemos que si la ciudad hubiera querido hace rato habría acabado con nosotros.

Algunas noches cuando me quedo trabajando hasta tarde en el sofá, siento a la tierra desperezarse con un leve crujido. He integrado ese movimiento como un llamado de atención. Es la institutriz diciéndome, no te relajes, ni te confíes, por qué estás tan a gusto aquí, si este temblor no es lo que parece y aún te falta mucho por aprender.