Antonio López Ortega: “Nos hemos quedado aislados de nuestra historia”

A propósito de Kingwood, su nuevo libro de relatos publicado por la editorial española Pre-Textos, el escritor y gerente cultural venezolano habla del oficio de narrar cuando los destinos se tuercen

"La gran ficción narrativa, la de los autores a los que siempre volvemos, no tiene nada que ver con ideas, juicios o posiciones"

Foto: Ángela Bonadies

Antonio López Ortega nació en Punta Cardón, Falcón, en 1957. Es pues un hombre de penínsulas y últimamente de islas. Vivió, estudió y trabajó en Caracas, La Haya, París, Iowa City, Bellagio, Maracaibo, Lagunillas y Bachaquero. Desde hace dos años reside en Santa Cruz de Tenerife y antes estuvo seis en Margarita.

Es escritor (narrador y ensayista), crítico literario, editor y un gestor cultural al que Venezuela debe mucho. Primero, por su gran esfuerzo para profesionalizar la gestión cultural en Venezuela desde los años noventa. Segundo, porque gracias a su trabajo junto a Manuel Borrás, director de la editorial Pre-Textos, se empezaron a conocer en Iberoamérica los poetas más importantes de nuestro país. Así llegaron a España Rafael Cadenas, Yolanda Pantin, Igor Barreto, Guillermo Sucre, Alejandro Oliveros, Luis Pérez Oramas, Adalber Salas y ahora, con la antología Rasgos Comunes (edición de Gina Saraceni, Miguel Gomes y el propio Antonio), una importante muestra de nuestros poetas más significativos del siglo XX.

Como gestor cultural, Antonio representa para mí lo civilizado. Es un trabajador incansable que se concentra en hablar decentemente con quien toque hablar y hacer decentemente lo que toque hacer, para lograr objetivos significativos y realistas que contribuyan al bienestar de la comunidad a la que pertenece. 

Hablar y hacer decentemente: se dice fácil, pero no lo es. Requiere muchas formas y mucho oficio y esas dos cosas, formas y oficio, es lo que encontré en Kingwood, su último libro de relatos sobre el que va esta entrevista, publicado por Pre-Textos en 2019 y que es el segundo de Antonio López Ortega en la editorial (en 2014 salió La sombra inmóvil).

Antonio, al final de Kingwood, justo antes de los agradecimientos, te refieres a los dos lugares en los que escribiste estos relatos. El primero es Margarita, el segundo es Tenerife. Dos islas. Son tiempos que, creo, marcan de una manera muy importante los dos grupos de relatos que veo en este libro. Quisiera que me dijeras por qué creíste que debías mencionar esos lugares y fechas para cerrar el volumen y cómo se relacionan ambas cosas con lo que narras.

La única vez que he puesto antes fechas en mis libros de creación fue en ocasión de mi novela Ajena, publicada en 2002. Como había sido escrita en al menos cuatro localidades y durante un período muy largo, necesitaba fijarla a tierra. En el caso de Kingwood ha ocurrido algo semejante, pero la fijación ha sido más geografía que temporal, quizás porque nunca imaginé que el salto sería de una isla a otra. En 2011 yo decidí dejar Caracas y radicarme en Margarita, pero el salto a Tenerife nunca lo pude prever. Escribir entre islas es también como escribir entre parcelas, memorias o parentescos. Esa condición isleña no me ha sorprendido tanto: hacia 1910 mi abuelo materno saltó de La Palma a Cuba, y luego en los años 50 todos mis tíos maternos abandonaron el archipiélago canario para recalar en Venezuela, llamada por ellos “la octava isla”. A la historia personal se agrega la condición actual de Venezuela, que para mí es muy insular. Es decir, nos hemos quedado aislados de nuestra historia, de nuestra cultura, de nuestras tradiciones, de nuestros sistemas políticos, de nuestros afectos. El país parece secuestrado por fuerzas que no tienen nada que ver con la lenta construcción republicana, que comenzó en 1830. Los que se han hecho del poder no parecen venezolanos, sino advenedizos, extraterrestres, vampiros. Ninguno de ellos podría pronunciar el nombre de Andrés Bello, que para nosotros es sinónimo de cultura, lengua, leyes o sistema universitario. Pero volviendo a Kingwood, la condicionante insular quizás tenga que ver con que, en los relatos, la subjetividad es más importante que la voz coral, la soledad más protagónica que el diálogo, el dolor más real que la esperanza, la pesadilla más recurrente que la vigilia. Definitivamente, la mayoría de los personajes son solitarios, o acaso grupos compactos (como el que vemos en el relato “Rostros de cal”) que no terminan de entender lo que les acaece.

En un grupo de los relatos que componen el libro, reaparece un tema muy presente en nuestra literatura contemporánea que es imposible evadir: la destrucción, la desaparición de una época y un contexto y el advenimiento de algo extraño que se va desplegando ante nuestros ojos. Tú has tratado este asunto de una manera que me parece notable: no desde el juicio sino desde la sorpresa, no desde la rabia sino desde una tristeza muy contenida. Tampoco son aleccionadores. Esos relatos no parecen un alegato a favor de determinadas ideas o posición, y por ello conmueven mucho. ¿Crees que eso tiene algo que ver con tu carácter o más bien con una concepción de lo que es la literatura y lo que esta hace con la vida?

Yo creo que la gran ficción narrativa, la de los autores a los que siempre volvemos, no tiene nada que ver con ideas, juicios o posiciones, sino más bien con emociones, con ese arqueo profundo y a veces inconsciente de lo que es la realidad, o quizás la misma condición humana. Para mí la vida sigue siendo el milagro, o tal vez el gran misterio, porque es incomprensible, y en esa incomprensión no deja de haber belleza. Quevedo decía que “la postrera sombra” nos llevará algún día, pero se llevará a un ser enamorado. Es decir, ante la objetividad extrema, postulamos nuestra conciencia, aunque sea trémula, porque es nuestra apuesta en el mundo, nuestra razón de ser. Es posible que en su narrativa Borges haya tenido una concepción circular del tiempo, o que Onetti haya creído que el humano siempre es víctima de otras fuerzas, o que Platón haya sostenido que el alma queda cuando el cuerpo muere, pero éstas no son imposiciones o ideas fijas, sino posturas, visiones o elementos para entender el misterio. En Kingwood sí creo que hay tristeza y hasta desolación, pero esto es más consecuencia que propósito. Nunca sabemos hacia dónde va una historia o cuál es el destino de un personaje, porque, por más que un autor lo preconciba, la escritura misma lo va cambiando. Que me digas que las historias del libro conmueven ya es motivación suficiente. Un buen autor no impone ni se impone; sencillamente el lector pasa por su trama y se lleva de ella lo que más le interesa, o lo que más siente: belleza, nostalgia, dolor, revelaciones… 

Cuando tú narras me parece que te mantienes ante el mundo como un observador asombrado. Eso es algo que te acerca al filósofo y también al pintor. Veo ambas cosas en tus escritos y lo he ido descubriendo como un rasgo de tu personalidad. Lo segundo, lo de pintar, te lo había dicho una vez al referirme a cómo has “retratado”, por ejemplo, a Victoria de Stefano o a Rafael López Pedraza. Lo segundo, el asombro, lo descubro ahora. En este libro se manifiesta en imágenes muy potentes como los saqueadores de “Rostros de cal”, las tragedias paralelas en “Freedomland”, las situaciones extrañas que empieza a percibir el narrador de “Los rusos”, lo que observa el narrador de “Kingwood”. Me gustaría que me hablaras un poco sobre eso.

Me gusta lo del asombro porque la vida misma no es más que eso: asombro permanente. Y sí, me doy cuenta de que todo me distrae, o más bien me retrae, desde la planta más insignificante, pasando por la corriente de un río, hasta el rostro de un niño. En los aviones busco las ventanillas para admirar las nubes, y en los trenes me sumerjo en todas las viñetas que se van haciendo o desapareciendo. Si esa pulsión la llevo a retratos humanos, trato de profundizar mucho, como si la fachada fuera el pretexto para ir hacia adentro, para adivinar lo que sostiene a esos ojos, o a esa comisura o al sonido de las palabras. Me parece que en narrativa siempre tenemos el reto de describir mucho con pocas palabras. La eficiencia estaría en qué tanto podemos decir de algo, incluyendo sus interioridades, con la menor cantidad de elementos. Hay una frase de Díaz Solís que describe el sonido ventoso de una piedra cuando un niño la levanta en una playa, y en Onetti hay otra que describe el sonido que hacen las rodillas al caminar bajo la falda de una mujer. Ambas son soberbias, inolvidables. Pues yo creo que un escritor debe ir hasta ese nivel de detalle, de precisión. En los relatos que mencionas, y también en otros del libro, la exigencia narrativa para estar a la altura de las circunstancias era alta, pero esos retos son los que emocionan, los que te llevan a planos mayores. La escritura no deja de ser una carrera de obstáculos, pero sin ellos no creces. La angustia también es catalizadora, porque como lo recordaba el poeta Sánchez Peláez la escritura es una “angustiosa cosecha”.

«La escritura no deja de ser una carrera de obstáculos, pero sin ellos no creces. La angustia también es catalizadora»

Foto: Ángela Bonadies

El otro grupo de relatos del libro, creo que está centrado en la memoria. Es como si de pronto algo permitiera descansar y recordar. De nuevo me gusta que no sea la queja o la amargura por las pérdidas —las que también corresponden a cambiar, madurar y envejecer en este caso— lo que toma la escritura. De nuevo hay aquí algo que es como observar, valorar, retratar y cierta melancolía en algunos casos. Pero mi pregunta es, ¿qué dirías que le ha traído a tu escritura esta nueva etapa de tu vida?

Es cierto que hay otro grupo de relatos que pueden pasar por memoriosos: balances de vida, personajes que se aíslan para hacer un recuento, relaciones amorosas que se recuperan en el recuerdo. Yo creo que la memoria se justifica en buena parte de los que escribimos ahora porque la destrucción ha sido muy grande, y como no podemos recordar en el plano físico (mucho de lo que podría ser memorable está en ruinas), entonces nos vamos al metafísico, que viene a ser como el mejor resguardo. El escritor venezolano, por otro lado, ha perdido el poco espacio público que tenía; lo que por reacción nos obliga a trabajar en un plano más privado: esto podría explicar, por ejemplo, la buena salud de los diarios literarios. Muchos de los personajes de este libro están haciendo recuentos, están valorando lo que han vivido; enumeran sus pérdidas, recrean sus postraciones. Sus discursos pueden ser lacerantes, pero nunca olvidados, pues para ello tienen la escritura… Y pasando a la otra parte de tu pregunta, yo creo que lo que esta nueva etapa de vida le ha brindado a mi escritura es mayor sentido del oficio, mayor compromiso. En etapas previas, siempre me tenía que dividir en varias personas o actores, porque muchas veces el gestor cultural lo exigía, pero nunca como ahora he sentido que el escritor lo abarca todo. Narrar se me ha convertido en el mayor de los mandatos, o de las obsesiones, al punto de ver la existencia misma como una materia exclusivamente narrable.   

Yo no pude dejar de ver en tus funcionarios gubernamentales un aire de funcionarios rusos. Me recordaron, por ejemplo, cuentos de Gogol como “El capote” o a “La nariz”. Y no pude dejar de ver tampoco en tus perros, tus protestas o tus rusos algo que me recuerda a J. M. Coetzee. Pero esas son referencias literarias mías, así que quería que me hablaras de tus maestros en la narrativa venezolana y universal. 

Gogol y aún más Coetzee son autores muy cercanos, y podría admitir esas influencias hasta de manera inconsciente. Son apenas dos grandes de ese numeroso listado de maestros que podríamos enumerar. Yo a mis quince años leí a Rulfo, Arreola, Vargas Llosa, Sábato, Carpentier y Quiroga, gracias a una inolvidable profesora de tercer año que nos recomendaba libros que no estaban en el programa. Luego llegaron Borges, Cortázar, Bioy Casares, Onetti, Fuentes, Donoso, García Márquez, Cabrera Infante, Álvaro Mutis y autores extraños como Felisberto Hernández. Del post-boom me interesaron mucho Severo Sarduy, Salvador Elizondo, José Agustín, Julio Ramón Ribeyro, Julieta Campos. Luego, en plan de estudios, pasé a nombres mayores: Paz, Lezama Lima, Picón Salas, Henríquez Ureña, Rodríguez Monegal. En paralelo iba leyendo mucha poesía, sobre todo a los surrealistas y a los grandes hispanoamericanos. En Francia leí mucha novela francesa, de Balzac a Tournier o Sarraute, además de poesía, y estudié a fondo a los autores del Siglo de Oro español. Hacia los años ochenta comencé a leer a los cuentistas norteamericanos, desde Poe o Bierce hasta Carver o Cheever. Y de los venezolanos cuentistas siempre me han interesado Uslar Pietri, Díaz Solís, Márquez Salas, Armas Alfonzo, Salvador Garmendia, José Balza y Ednodio Quintero. Es un resumen atropellado, por supuesto, donde se dejan nombres muy importantes, como los de Alice Munro o Jhumpa Lahiri, que he leído con admiración en años más recientes… Y sobre la descripción de funcionarios que mencionas, quizás te estés refiriendo sobre todo al relato “La luz”, con el que quise describir a un diplomático corrupto que se roba las obras de las embajadas en las que trabaja, sin sospechar que esas obras, por razones incomprensibles, lo comienzan a cambiar a él.         

A ese relato me refiero, sí, que sabes que me gustó muchísimo. Pero vamos ahora a “Kingwood”, que es el nombre de una historia muy misteriosa que de nuevo te revela como un observador asombroso. Diría que su centro no es ni la memoria ni la pérdida, más bien me parece una visión. Me gustaría que hablaras de por qué lo eliges para darle nombre al volumen, y de ese lugar y esas historias entrecruzadas.

Es el relato que menos entiendo, y por eso me asusta un poco. Siento que la carga de onirismo que tiene lo determina todo, y de allí su extrañeza. Recuerdo que, al terminarlo, me quedé con una sensación de incompletud muy honda, que ha ido pasando en función de los comentarios que me han hecho. En dos de las presentaciones del libro que hice en España, tanto Antonio Muñoz Molina como Nuria Amat, autores que aprecio mucho, hablaron de él en muy buenos términos. La gestación de ese relato fue muy intuitiva, y estuvo animada por dos imágenes muy fuertes, y quizás opuestas, que en el transcurso del relato se van acercando hasta fundirse. El final es muy abierto, y se presta a muchas interpretaciones. El título me vino de la necesidad de nombrar un espacio absolutamente irreal que, pensaba yo, ni siquiera debía escribirse en lengua castellana. Por otro lado, no estoy muy seguro de que el relato no responda a referentes como pérdida o memoria. Quizás sí los está aludiendo, pero de manera distinta al resto. A mí el personaje masculino me parece un perfecto desmemoriado, que además parece extraviado porque le cuesta llegar a ese paraje reconcentrado de verdor llamado Kingwood. Quizás esas mismas constantes, aunque veladas, me permitieron pensar que el título del relato también me servía como título del libro, pues la mayoría de los relatos postulan una suerte de desplazamiento cuyo fin no se vislumbra o es interrumpido por un accidente.