Una todera en medio del mar

Emigrar también es dejarse llevar por el viento... a donde hay trabajo. Esta historia comienza con un duelo en Trujillo, pero le crecen nuevos brotes sobre la arena negra

Yo no tenía la intención de ser una migrante. 

Vivía tranquila, participaba en marchas y concentraciones, trabajaba en radio, producía y grababa cuñas, conducía mi programa, cantaba, salía a tomar café con amigos, hacía cenas o almuerzos —con lo que se conseguía— con otros amigos. De vez en cuando, un viernes, íbamos al Buenos Aires, o a La Nueva Ola, los bares emblemáticos de Trujillo. Tres veces a la semana hacía yoga en el piso de posgrado de la ULA. Disfrutaba de mi casa y escuchaba los pajaritos cuando se arrejuntan en el árbol, o veía llegar las mariposas amarillas posarse en el patio. Era feliz cuando llovía y todo quedaba en armonía perfecta para meditar, o mirar el celular, o espantar los zancudos, porque ya no se conseguía repelente y la mezcla de aceite y vitamina B12 no funcionaba. Porque donde está mi casa convivo con el dengue. O convivía: hoy en día no sé qué es un zancudo, ni su zumbido ni su picada.

¿Qué pasó? Digamos que me quedé sola. En solo ocho meses tuve dos pérdidas: mi madre y mi hermano. Mi hijo, desde los 16 (ahora tiene 24) vive en Lübeck, Alemania. Es músico académico. 

A pesar de tener frente a mí una inmensa montaña, sentía que necesitaba volver a respirar aire nuevo. O mejor, tener una aventura, arriesgarme. Hice lo que hacen muchos otros: probar con Florida.

Luego de dos meses y medio en Orlando, donde estuve trabajando en un hotel, o regresaba al país con los dólares ahorrados —y una maleta llena de champú, jabón, crema dental y toallas sanitarias— o cruzaba otro charco. Ya que había dado el primer paso, ¿qué me retenía en Venezuela? 

Me acordé de Tenerife. Había venido en el 2009, para olvidarme de un amor. Y, después de Italia, era mi siguiente referencia europea. Ahí estaría más cerca de mi hijo y yo tenía pasaporte italiano. Italia no era atractiva para mí, sin embargo, porque ahí no tengo a más nadie. En Alemania, donde viven mi hijo y su tía, está ese idioma que rebota en mis oídos. En Canarias, en cambio, tenía una de mis amigas de infancia, conectada con los hoteles porque es DJ, y podría tenderme una mano. Ahí podía llegar para dar más tarde otro paso, pasarme a cualquier otra ciudad de la península. 

Podía empezar de nuevo, dejar el bendito pasado atrás, y afrontaría lo que me caería encima, entre ellas la arena del Sahara con la calima que te paraliza la respiración y 40 grados en el verano. 

 

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Ahora vivo en un archipiélago y no me gusta la playa. Pero me gusta ver el mar.

Aquí estoy más cerca de África que de Europa, envuelta en un paisaje que descubro cada vez más cuando vienen amigos y visitamos Anaga, un macizo con una vegetación impresionante; o la playa de Benijo, adonde van los nudistas, o a pasear por los pueblos del Norte, como Icod de Los Vinos, donde se encuentra el Drago; por La Laguna, Patrimonio de la Humanidad, a ver las tiendas, las librerías, tomarse un café frente a la Catedral del Cristo y regresar a casa en mi nuevo medio de transporte: el tranvía.

Si sales a caminar en una tarde noche de primavera y verano, sientes una temperatura como la de Caracas o Mérida, y recuerdas que en las Canarias a Venezuela la llamaban “la octava isla”, antes de que La Graciosa se apoderara del título. 

 

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Al llegar aquí y ver que no era fácil conseguir trabajo como en Estados Unidos, por muy comunitaria que fuese, me tomé unas vacaciones. Regresé a La Orotava, admiré el Teide, visité museos, fui a conciertos, busqué en cuanta página hay una habitación —y la encontré—, presenté mi currículo en todas partes, del mismo modo en que en Venezuela, cuidé mucho mis euros y llegué al punto en que me dije “o le echas, o te vas, o te regresas”. 

Fue una difícil encrucijada que me llevó a volverme más mística y religiosa de lo que ya era, a entrar en las iglesias, a rezar lo que no había rezado en mi vida, a decirle a Dios: prometo portarme bien, no tener malos pensamientos, sonreír más, ser #optimistapositivaopenmind, con tal que me caiga del cielo un trabajo, el que sea, el más fácil si es posible… O sea: limpiar. 

¿Qué más puedo hacer si salí por tres meses, solo con la compañía del pasaporte de la República Italiana? El resto de los papeles —apostillados, legalizados, traducidos, timbrados, manoseados, sobornados, cuidados— no los tengo. ¿Para qué? Mis planes eran otros.  

Lo único que sé es dar clases, trabajar en radio, grabar cuñas, cantar boleros, y reunirme con mis amigos. ¡Y, por suerte, tender las camas muy bien! 

Aquí fue que entendí lo que mi madre me decía: aprenda un oficio, porque nunca se sabe. 

 

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Mi primer trabajo, en el que me gané 60 euros, fue cantando en un hotel. Una sola noche. Yo lo que canto son boleros, pero quise ampliar mi repertorio con dos piezas en italiano, por si acaso, y “My way” y “Summertime”, para dármelas de jazzista.  

Mi segundo trabajo: traductora de un método para enseñar español a los italianos. El fulano quería que lo hiciera en quince días y yo me tardé tres meses. Me gané 200 euros y regateando.

El tercero, como profesora de español de una niña alemana. Una de las experiencias más bonitas en este nuevo andar. Me contaba, entre otras historias, que su nombre venía de la canción “Copacabana”, que interpretaba Barry Manilow en 1978. Lo más difícil fue hacerle entender la diferencia entre ser y estar. Menos mal que también soy profe de Castellano.

También hice una pasantía en un grupo coral. Rondallas se llaman, pero no como la nuestra, aunque el objetivo sea el mismo: aquí se hace un concurso antes del Carnaval, que es uno de los más importantes del mundo, con estas agrupaciones profesionales de voces y cuerdas (laúdes, guitarras, bandurrias, pero sin bajo), que se disfrazan tipo comparsa y tienen un repertorio de tres piezas, dos temas líricos, arias o zarzuelas, y una tercera, libre. La presentación es en el famoso Auditorio de Tenerife Adam Martin. 

A medida que pasaba el tiempo, crecía la preocupación, hasta que en uno de esos grupos de WhatsApp para ofertas laborales, me llegó una de un hotel. Encajaba perfecto con mi nueva experiencia laboral: limpiar.  

 

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En eso ando desde casi dos años. Soy todera. Aprendí a hacer café, me acostumbré a manejar pasaportes de los Emiratos Árabes Unidos o de Corea del Norte, a conocer las distintas psicologías de los clientes, a usar TPV (punto de venta), a quedarme encargada de la posada, a ser la mano derecha de la jefa, a organizar eventos, a servir una mesa, a ponerme hasta siete copas en una sola mano, a ser tolerante y paciente con los jefes tanto como ellos lo son conmigo, a vestir de negro mientras trabajo. 

También aprendí a vivir en un espacio reducido, a andar solo con zapatos de goma y dejar los tacones, a caminar, a descubrir cada día una calle nueva o un nuevo paisaje que me oxigena, a que vestirme bien y maquillarme queda para los conciertos, a conocer mejor los vinos y los quesos, a cazar cursos interesantes en la página de empleo oficiales, a probar el almogrote pero sin dejar de añorar el queso duro de los Andes y el plátano frito… y a comer cambures “diuno”, porque Canarias es famosa por sus “plátanos”, esos que nosotros llamamos cambures (a nuestros plátanos, los canarios los llaman “macho”). 

Más cerca de África que de Europa, pero igual más al alcance de un ser querido que en Venezuela

Foto: Anny Cauz

En conclusión: aprendí a saborear. A saborear la vida, que viene de todos lados. Que va por ahí con lágrimas y suspiros. 

Pero tiene la libertad del aire, ese que se describe al principio de esta crónica. El que me hace descubrir nuevas sensaciones y convertirlas en recuerdos como lo hizo mi madre inmigrante hasta su último día. 

Y yo que tanto la criticaba…