Salsa en la nieve

Me arrullaron con Maelo. Aprendí sobre historia de mi continente con Rubén Blades. Entendí Caracas con La Dimensión Latina. Y ahora no suelto la música que otros emigrantes como yo crearon para defenderse del invierno

Lo que nació en el acetato sobrevive en digital y así lo acompaña a uno en la distancia

La nieve no es más que agua en diversos grados de congelación, así que nunca es la misma nieve: el sonido que hace cuando hundes tu bota en ella varía según la cantidad, la humedad, la temperatura del aire. A veces es un crunch, a veces un slosh, y a veces un frrt como de hielo de raspado justo antes de que le pongan la colita y la leche condensada.  

Pero en cualquier caso, la nieve crea un extraño diálogo sonoro con la percusión de una orquesta de salsa o de latin jazz. En cada paso que doy sobre una acera congelada o un parque cubierto por la nieve acumulada durante cuatro, cinco meses de invierno, se atraviesa su sonido entre los golpes del cencerro o hasta murmura bajo el trueno de timbales que viene de mis audífonos. 

Cambia el tempo en “Vámonos pa’l monte” u ocurre esa pausa en “Se le ve” de Batacumbele cuando viene el estribillo de “yo tengo, azuquita en la cintura”, y ahí, chaz, suena la nieve. Es como la voz de alguien tratando de participar en una conversación cuyo tema y tono no comprende. 

Pero me he ido acostumbrando. Ya para mí es parte de la experiencia de escuchar salsa en la nieve, porque lo hago cada invierno en Montreal, más y más. Necesito caminar sobre la ciudad congelada con esa música en los oídos. Lo hago para conjurar el peligro de la oscuridad interior del invierno en contacto directo con su oscuridad exterior, porque lo mejor para evitar que el invierno se meta dentro de ti es salir y meterte tú dentro de él. 

Solo que no lo hago solo: cuando no estoy con mi familia, estoy con mi música. 

 

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No deja de ser extraño. Escuchar salsa mientras atravieso Montreal es como transitar por un doble paisaje: ante mis ojos la ciudad gris y marrón veteada de blanco, con el maderamen de sus arces desnudos meneándose bajo la brisa ártica, con carámbanos colgando de las cornisas y carros con las ruedas atrapadas en charcos de hielo; y a la vez se vierte en mis oídos un mundo recordado, idealizado, soñado, donde las palmeras rebanan la blancura del sol, los pájaros no tienen que huir, el mar siempre está cerca y los dedos de tus manos nunca se duermen ni cambian de color. 

Es uno de esos hábitos de apego a lo que dejé y de desapego con lo que tengo ahora que impiden que, en casi seis años de emigración, desaparezca ese reflejo de ver a mi alrededor y decirme “qué bolas que vivo aquí”. 

 

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Miro a los demás, con sus audífonos escuchando trap, rap, pop en francés e inglés, o a quienes vienen de un lugar parecido al mío pero solo oyen reguetón, y me pregunto cómo es vivir sin salsa. Sin esta relación tan íntima con el propio cuerpo, que no es la que debe tener la gente que baila salsa aquí como una serie de acrobacias que se aprenden de memoria, sin entender la letra ni distinguir entre salsa, son, mambo, charanga, bomba, plena o latin jazz

Sobre todo, sin ese rango de emociones tan específico de la salsa, que te da tantas ganas de bailar algo que puede ser tan triste, esa cosa tan sabia que tiene de poder resumir la complejidad humana en una sola canción capaz de convocar en el mismo instante muchas emociones aparentemente contradictorias y mutuamente excluyentes. 

Yo sé que cada género tiene sus temas y sus registros emocionales, fuera de los temas universales de amor y nostalgia que abundan en todos, pero la salsa tiene algo que es como una plenitud teñida de tristeza, como una tarde sobre la playa.

Eso, una tarde sobre la playa.

 

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Debe ser por eso que la salsa nació en una ciudad con invierno, enorme, donde uno se siente perdido y aplastado. Se inventó cerca de aquí, de hecho, en Nueva York, cuando todos esos puertorriqueños y cubanos empezaron a juntar sus nostalgias. Me imagino que eran gente que como yo intentaba recordar la sensación exacta del calor sobre la piel, de unas cervezas con los amigos en una finquita, de la voz de una mujer que amaste pero con la que ya no puedes vivir, pues «con el silencio se marchó sin contestar».

La salsa fue inventada por gente como yo, que intentaba defender su espíritu del frío invocando las músicas de sus orígenes. Y al hacerlo, desataron una maravilla tan compleja y diversa que a su vez creó su propia geografía, porque desde la inicial Nueva York surgieron otras ciudades de la salsa: Caracas, Cali, Lima, La Habana, San Juan de Puerto Rico, Barranquilla y tal vez ahora Miami también. Ni hablar de su amplitud musical, desde el jazz de Tito Puente o Eddie Palmieri, hasta por ejemplo la fusión con el cuatro venezolano con la que C4 Trío y Luis Enrique ganaron dos Latin Grammy. Porque aunque sigue sin superarse el esplendor conceptual y expresivo de la época de oro de los setenta y los ochenta, y aunque tanta gente en nuestro continente desconoce cuán rica es, la salsa no ha dejado de crecer.

Nosotros los venezolanos deberíamos tenerlo muy claro: hasta donde sé no hay un libro más completo sobre el tema que el de César Miguel Rondón y el aporte de músicos nuestros al género es notable. La salsa es realmente parte de nuestra cultura, no solo de nuestro consumo cultural. Sin la salsa, Caracas sería otra ciudad, otra su voz, su carácter. 

En estos días una amiga mexicana me decía, para mi sorpresa, que ella pensaba que la salsa había nacido en Venezuela.

 

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Acabo de leer un artículo en 1843 que no solo menciona los riesgos a la salud auditiva que implica el uso permanente de audífonos y a alto volumen, sino también –y sobre todo– dice que los dispositivos pueden estar contribuyendo a destejer la sociedad al aislarnos de los demás mientras usamos el espacio público. Y es verdad: en esta ciudad nos valemos de los audífonos para ignorar a quien pregunta una dirección o nos pide dinero en la acera. Pero el inglés que escribió esa nota tal vez desconoce la avidez que puedes sentir por volver a ciertas regiones de tu memoria sonora cuando estás viviendo en una ciudad que te es extraña (y para mí Montreal lo sigue siendo, porque nunca seré de aquí como soy de Caracas y de Valencia), y cómo puedes necesitar esos audífonos para disolver la espesa angustia del desplazamiento con el tres de Yomo Toro en “Mi sueño” o el solo de trompeta en “El nazareno”.     

Muchos artistas se quejan de Spotify, de lo poco que esa y otras plataformas les pagan por cada vez que uno escucha sus canciones. Y es verdad: un cantautor brillante y popular como Pierre Lapointe reclamó en una ceremonia de premios a la cultura en Quebec que en todo un año había percibido solo 500 dólares canadienses por las escuchas de su música en Spotify. Pero él no sabe lo que es sentirse sobreviviente de un mundo perdido y de pronto encontrarse con que en Spotify están Alfredo Naranjo y El Guajeo, Alberto Naranjo y El Trabuco Venezolano, Oscar d’León y La Dimensión Latina, Caribe de Soledad Bravo y todo Fania y sus alrededores. Toda la salsa que conoces y la que no habías tenido oportunidad de conocer, además de una inmensidad de música venezolana y de todas partes.  

Spotify será injusto con los artistas, posiblemente, y eso es una discusión válida. Pero para náufragos como yo, es una cueva en la que refugiarse, repleta de tesoros.

 

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He tenido sueños en los que estoy en una enorme casa y hay una fiesta en la que está toda mi gente y podemos bailar hasta que amanece, sin molestar a los vecinos. En esos sueños a veces es de noche y a veces de día, pero nunca es ese extenso crepúsculo salmón de la temprana tarde invernal.

Luego despierto y es aún de noche porque el sol no sale sino hasta después de las siete. La sensación térmica puede ser de 28 grados bajo cero. A medida que pienso en las posibilidades de que ese sueño se convierta en realidad, el invierno atraviesa el aislante, las ventanas, mis cuatro capas de ropa, y me llega como radioactividad. 

Veinte minutos más tarde, sin embargo, estoy escuchando “Nadie se salva de la rumba”, Ray Barreto parece que va a prender esas congas en candela, y Celia exclama “¡ay Dios mío pero quién me habrá metido en esto!”. Aunque estoy en la calle, volviendo de llevar a mi hija a la escuela, el calor regresa a mi cuerpo. La música tiene el efecto de un trago de ron sin hielo. El sol por fin se levanta y recuerdo que este invierno pasará. Y ya no me parece tan imposible esa fiesta. Si no con todos, al menos será con varios de los que quiero tener ahí. Y si ahora no se puede, tal vez más tarde se podrá. 

Mientras tanto hay mucha salsa para escuchar y una hija a la que enseñar a bailar.