Postales de la ciudad perdida y recobrada

Las redes sociales hierven de imágenes que muestran la mejor cara de nuestras ciudades, un gesto de arraigo, de reconciliación con el lugar y de resistencia

Caracas de cerca, sin el efecto hipnótico de la montaña sagrada

Foto: Gaby Mesones Rojo

He empezado a preguntarme si me estoy volviendo adicto a ver imágenes de Caracas y Valencia en las redes sociales. 

Ya no sé cuántos minutos gasto cada día en ver panorámicas de mis ciudades bajo sus montañas en Instagram y Twitter, los dibujos de la sombra de los árboles en el Parque del Este o en el Parque Fernando Peñalver, y hasta videos de recorridos por lugares específicos que yo mismo intento reconstruir cuadra a cuadra en mi memoria —para no olvidarlos, para no perder de vista de dónde vengo y por tanto quién soy.

Hago un esfuerzo casi físico por no dejarme absorber por esos telescopios ajenos a un mundo que no está a mi alcance. Hay muchas más cosas que debería estar haciendo en vez de eso, y también debo mirar más a mi alrededor, a la ciudad donde vivo y no a las que dejé atrás, ¿no es lo lógico? Mi aquí y mi ahora es Montreal. ¿No debería estar más bien tomando fotos de esta ciudad, en vez de estar consumiendo tantas de las que dejé, de paso voluntariamente?

Pero no lo logro. Tengo más de un año que no piso Caracas y casi cinco sin pisar Valencia: es enero, cae una tormenta de nieve mientras escribo esto, y la nostalgia me está comiendo vivo. 

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Las postales son anteriores a la fotografía: imágenes que comprabas para  ver un lugar que no podías visitar. Antes eran para soñar con la metrópoli porque vivías en un pueblo; o para recordar un viaje; para que alguien te muestre que en ese sitio pensó en ti. 

Ahora las nuevas postales en las redes sociales tienen muchos más propósitos, son algo mucho más complejo y mucho más significativo. Otra capa de esta vida nuestra como sociedad partida entre los de adentro y los de afuera. 

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Claro que no me dejo engañar por la idealización que contiene toda nostalgia. Yo sé que esas imágenes son en parte documento, en parte espejismo. Yo sé que en esas postales digitales no salen las alcabalas de las FAES ni los andenes agobiantes del Metro ni la basura sin recoger pudriéndose en las aceras rotas. Yo sé que muestran la mejor cara de esas ciudades, que deliberadamente tienden a mirar solo las joyas arquitectónicas o las áreas más privilegiadas (salvo en otras cuentas que también sigo, como la de nuestra Gaby Mesones Rojo). Pero al fin y al cabo eso es lo que pasa con todas las ciudades: no vas a ver en las redes muchas fotos de la banlieue problemática de París, sino de Saint-Germain-des-Prés y la torre. 

En varios casos se podrá decir que esa fotografía espontánea, emocional, hasta impulsada por ciertas modas, puede ser aún frívola en algunos casos, puede estar ignorando el drama del país deshecho. Es incluso parte de lo problemática que es la relación de los venezolanos con ese mismo paisaje que están celebrando: nos encanta hablar de lo bella que es la ciudad que maltratamos, que no cuidamos, que ayudamos a destruir.

Pero tampoco uno puede venir a decir desde aquí afuera que quienes hacen esas fotos allá adentro no saben lo que está pasando, porque son ellos los que se calan el desastre todos los días. Son ellos los que están levantándose todos los días en dictadura y en hiperinflación, no nosotros, los que nos quitamos los guantes para pasar el dedo por la pantalla de un celular del año, en plena calle y con una señal 4G. 

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Es una obviedad: es la era de la producción en masa de imágenes y hacemos fotos del sitio donde vivimos como hacemos fotos de nosotros mismos. Hoy todos estamos tentados y hasta presionados por la industria tecnológica y de las redes sociales para producir imágenes y para publicarlas. 

Pero yo no veo que los montrealeses, por ejemplo, se relacionen con las fotos de Montreal del mismo modo que nosotros con las de Caracas o Maracaibo o Valencia o Pampatar. Y Montreal es una ciudad francamente fotogénica, donde además nadie te va a arrebatar el celular si lo sacas para hacer una foto, y donde siempre tendrás señal para postear de inmediato en tus redes. 

No; me parece que lo que estamos haciendo es algo más.

Me da la impresión que quienes hacen esas fotos del cielo de enero sobre Chacao, que por lo general viven allá pero también son emigrados que van de visita, tratan de reconciliarse con el sitio, de recordarse a sí mismos que sigue habiendo belleza y prodigio en la capital de la peor economía del mundo. Son fotos que te dicen: yo me quedé pero a cambio tengo este crepúsculo. 

El chavismo lo sabe y, como hacen muchas alcaldías en el mundo, interviene el espacio para intentar conducir una representación que favorezca su discurso de que allá todo está bien y no está pasando nada salvo el acoso del enemigo ideológico; para eso gasta en las luces del Guaire, los paraguas del casco histórico de Caracas o el murciélago del cerro de El Trigal, porque quiere que eso sea reproducido en Instagram y se extienda la idea de que la «guerra económica» fue derrotada. Sin embargo no alcanza a controlar lo que la gente quiere decir con los lentes de sus teléfonos. 

También puede que los venezolanos allá estén reaccionando a toda esa representación local y global de Venezuela que hacemos en los medios, en la que la represión, el colapso económico y la emergencia humanitaria compleja son los temas predominantes; creo que todos podemos entender que queramos retratar y ver que la realidad venezolana no son solo pacientes en salas paupérrimas de hospitales sin insumos y blindados embistiendo manifestantes. Son fotos que te dicen: somos más que chavismo y devastación. 

Esto pasa hasta con corresponsales extranjeros que están allá, y que en sus cuentas personales se preocupan por mostrar las bondades del lugar que no caben en lo que dicen sus despachos periodísticos. Al hacerlo, se conectan con una antigua tradición de extranjeros documentando el espacio venezolano, que viene casi desde la invención de la fotografía, con los viajeros europeos que pasaron con Venezuela con sus cámaras en la segunda mitad del siglo XIX, como el húngaro Pal Rosti.

Así como las guacamayas simbolizan esa naturaleza que sobrevuela sobre la conflictividad y, pase lo que pase, bajan a tu balcón a comer fruta, los crepúsculos sobre el valle de Caracas (y de Mérida, Valencia, Barquisimeto) son el testimonio visible de que la belleza de siempre sigue ahí. De que la devastación roja no ha podido con los colores del paisaje natural. 

Y desde afuera, uno necesita saber eso, recordarlo. Porque uno tiende a pensar que todo eso se perdió.

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¿Son entonces postales de la ciudad perdida? 

Muchas cuentas en Twitter lo que tienen es eso: imágenes de un pasado irrecuperable. Yo también las sigo, las de Caracas, las de Valencia y las de Montreal, por mi interés de siempre en la perspectiva histórica y mi antigua obsesión por las mecánicas del cambio. 

Pero las fotos del presente hablan de decadencia urbana, de depredación del espacio público, y también de ciudades que aguantan esta pela, que son capaces de trascender el horror de las pérdidas y la frustración ante la hasta ahora imposibilidad de solucionar las crisis.  

Son postales de la ciudad recobrada, arrancadas de las manos del apocalipsis, del exilio, de la derrota definitiva. 

Son una galería colectiva en la que nosotros los emigrados, y ustedes los que están allá, queremos ponernos de acuerdo en que esas ciudades siguen siendo nuestras. 

Por supuesto que las ciudades no son de nadie, ni de sus alcaldes, ni de sus ejércitos, ni de sus delincuentes, ni de sus poderosos, pero uno siente que son de uno, uno se aferra a la ilusión de que la pertenencia es bilateral, mutua, que así como uno es de una ciudad (yo soy de Caracas y de Valencia), ella también es de uno. 

Y ver en esa pantalla que esas ciudades nuestras están ahí, que todavía son capaces de albergar milagro y asombro, que todavía pueden provocar la emoción que una ciudad debe provocar para llamarse tal —ganas de visitarla—, es como darnos cuenta de que no las hemos perdido.

Han cambiado, pero no han muerto. Han sufrido, pero no han sucumbido. Nuestras ciudades no han caído, no han sido derribadas.

Cada uno deberá ver si, aun cuando la vida que tuvimos en ellas ya no es posible, otra vida digna de ser vivida es o será posible en el futuro. 

Por lo que algunos de nosotros las admiramos entonces de lejos en esas postales, preguntándonos, o sospechando, si algún día volveremos pero para no irnos más.