La peste, semana 3

Como un oleaje que empieza a mojarte los pies cuando caminas por la playa, la pandemia empieza a acercarse más a cada uno de nosotros

Las pestes nos vuelven locos, nos obsesionan, y luego las tendemos a olvidar. Pero su memoria siempre renace.

Foto: Wikipedia Commons

Toda epidemia tiene sus símbolos —las máscaras con pico y los penitentes de la Peste Negra; el carretón de la muerte de las epidemias de cólera en Venezuela— y la del COVID-19 hace correr los suyos por las redes sociales.  

En Montreal, los símbolos de moda, como el virus, llegaron de Europa. Los niños están dibujando arcoiris sobre las puertas y las ventanas, como escudo de la esperanza por la recuperación. “Esto va a pasar”, escriben junto a los arcoiris, en francés e inglés. Volverán los colores cuando escampe y todos podamos volver a salir. 

Y el otro símbolo de moda en la ciudad alude a los placeres sencillos, a la familia, la tradición… y al legado de las comunidades inmigrantes. Es lo que aquí llaman natas y se están haciendo más populares de lo que ya son gracias al doctor Horacio Arruda, el director de salud de Quebec, un funcionario extraordinariamente competente y franco que ha ido aprendiendo en varias epidemias anteriores cómo proteger a la provincia lo más posible. Arruda ha contado que él se ha puesto a preparar natas en casa durante el encierro, lo cual creó una fiebre de intercambio de recetas y fotos de natas en las redes. Arruda, nacido en la ciudad de Quebec, es hijo de portugueses de las Azores; las natas son los pasteles que intentan emular lo que en Portugal son los pasteis de Belem, esa maravilla de hojaldre y crema pastelera que se prepara desde el siglo XIX junto al monasterio de los jerónimos.  

Pero todo ese buen humor aquí puede despejarse, porque vienen medidas más duras. Ni siquiera los esfuerzos de Arruda y de su equipo, la comunicación entre los niveles de gobierno o la declaratoria de estado de emergencia nos pueden mantener del todo a salvo. Aquí la curva también se está empinando hacia arriba. El viernes se reportaron diez nuevas muertes por coronavirus en un solo día, en la provincia. Montreal y Quebec ya son el epicentro de la pandemia en Canadá, con 22 muertes.

Como con los individuos, las ciudades tienen sus redes, sus vínculos familiares; en el caso de Montreal son muy intensos con el Mediterráneo, Francia, Bélgica, Florida y el noreste de Estados Unidos. Mientras en el oeste de Canadá —en Vancouver la mitad de la gente es de origen asiático— el coronavirus llegó de Asia, aquí la semana de vacaciones que hubo recientemente trajo el virus de Francia, Italia, España, Portugal, además de los muchos vuelos y la conexión terrestre con Nueva York. Tuvieron que cerrar los hoteles y los albergues de ski en la provincia porque están llenos de gente que vino de Nueva York y de Ontario a refugiarse del contagio en los chalets del bosque quebequense. Igualito que en el Decamerón de Boccacio, donde diez jóvenes florentinos se encierran en una finca a contarse cien historias sobre la Peste Negra que abate la ciudad. 

 

Esto me lleva a recordar que mi ejemplar del Decamerón, en la estupenda edición de Cátedra, está muy lejos de mí, en Caracas. Y a darme cuenta de que las restricciones aéreas y las precauciones nos pusieron a Venezuela más lejos de lo que ya estaba. Porque la distancia no se mide en kilómetros, sino en dólares y en el número de aviones que uno debe tomar para ver a los suyos allá y para mirar el Ávila a través del aire del valle, no de una pantalla.

 

Me pregunto cuánto se irá a leer en este encierro forzado, y qué. Me pregunto si clásicos como El diario del año de la peste de Daniel Defoe y La peste de Albert Camus conocerán un renacimiento. Sé por las redes sociales y los medios que hay gente descubriéndolos o volviendo a ellos. Aunque en realidad hemos estado pensando en las pestes durante todos estos años, en películas como Contagion, 28 Days Later o I Am Legend y en series como The Walking Dead, que hablan no de las víctimas, sino de los sobrevivientes: de lo que le pasa a una sociedad en condiciones extremas. Como sea, varios de nosotros están haciendo ya un diálogo con la cultura, sea mediante libros o mediante memes, y viendo profecías donde no hay más que historia, que interpretaciones más o menos certeras del pasado. 

Las epidemias siempre han estado ahí; están en el libro del Éxodo, son un trasfondo en la literatura y la historia venezolanas del siglo XIX, y moldearon América en las primeras décadas de la conquista, cuando las enfermedades europeas arrasaron con las poblaciones indígenas. No es que Bill Gates o los autores de la ciencia ficción adivinaron lo que nos iba a pasar: es que esto nos ha pasado varias veces. Solo que ahora estamos mucho más conectados que cuando un barco metió la Peste Bubónica (que por cierto sigue por ahí, matando gente todavía en lugares como Madagascar) en el puerto genovés en el siglo XIV. Un planeta predominantemente urbano y en movimiento con siete mil millones de personas es un gran lugar para que surjan nuevos virus y se propaguen, más cuando sigue habiendo gente consumiendo carne de animales silvestres en África y en Asia, y pasando a nuestra especie las enfermedades que duermen en los monos o los murciélagos que las portan sin sucumbir a ellas. 

 

Y sin embargo hay gente por estos lados que no termina de entender la magnitud del peligro. Porque el desenlace de esta crisis global depende de que pasen dos cosas improbables: que todo el mundo piense en los demás, y que todo el mundo escuche los mensajes responsables que vienen de los científicos, de los médicos. Para aplanar la curva de contagio lo más pronto posible y reducir la presión sobre los sistemas de salud y por tanto las muertes, hay que respetar las medidas de distancia social con la mayor disciplina y alcance que se pueda, y eso choca con la incapacidad de tanta gente a pensar en el bienestar de los demás, y con la desconexión que mucha gente ha decidido tener respecto a las noticias. Los medios nos fajamos por transmitir la verdad, pero una pila de gente simplemente no nos lee ni nos escucha, no se entera, y sale a la calle, coge el virus y lo transmite. Hasta hay políticos haciendo lo correcto, escuchando a los que saben, siendo precisos y disciplinados, tomando pronto las medidas que hay que tomar. Ha sido el caso del primer ministro de Quebec, François Legault, un conservador que no contaba con mis simpatías antes de esta crisis, y con el primer ministro del país, Justin Trudeau, quien en todo momento ha dado la palabra a la ministra de salud y a la cirujana general del país cuando ha tocado. 

Sin embargo, una pila de gente se afinca en su desconfianza contra todos y les da la espalda. Porque siempre es más fácil decir que todos los políticos son una porquería: así puedes quedarte en tu casa jugando videojuegos en vez de leer la prensa, ir a votar, hablar con tus vecinos, arriesgarte a sentir que no tienes la razón.

 

Por lo tanto, hay que imponer las normas de confinamiento como se ha hecho en Europa. Del mismo modo en que la dictadura venezolana cede como siempre a sus reflejos militares para obligar a la gente a quedarse en casa (aunque tenga que salir para sobrevivir, aunque la cuarentena allá sea inviable) y ahorrarse la vergüenza internacional de hacer visible una gran mortandad en Venezuela, la compasiva democracia canadiense tiene que sacar a la fuerza pública para contrarrestar la indiferencia de esos ciudadanos que salen a pasear ignorando los ruegos de quedarse en casa. 

Se habla de aislar a municipios enteros e incluso de cerrar la ciudad, con nosotros dentro. Los bares ya están cerrados, ¿habrá que imponer también un toque de queda? Aquí no se han suspendido esos derechos desde 1970, cuando los atentados terroristas del secesionismo radical obligaron al primer ministro Pierre Elliott Trudeau, el padre de Justin, a decretar la ley marcial en Quebec. ¿Será que esta vez la combinación de pandemia e indiferencia hará necesario recurrir de nuevo a eso?