La palabra que empieza por A

Me enseñaron en Venezuela, cuando estudiaba Medicina, que el aborto no se puede ni mencionar, aunque sea un problema de salud pública. Hoy, ejerciendo en España, sé que es una deuda del Estado venezolano, del de antes y del de ahora

Astrid Cantor escribe sobre el aborto en Venezuela

Foto: Composición por Sofía Jaimes Barreto

Cuando estudiaba cuarto año de Medicina, se legalizó el aborto en Uruguay (en embarazos hasta de 12 semanas, y hasta de 14 en el caso de violación). En ese país está la cuna de la obstetricia y perinatología modernas y en él terminaron de formarse los obstetras que serían mis maestros. 

Acababa de salir la noticia y, un miércoles por la mañana, nos daba clases un ilustre doctor, encargado de hablarnos sobre el embarazo de alto riesgo y la mortalidad materno-fetal. Teníamos ya más o menos veinte minutos ante la misma lámina de su PowerPoint de siempre y mis neuronas estaban en colapso. Pero entonces vino el coñazo: 

—En Uruguay acaban de legalizar el aborto hasta las 14 semanas. Ustedes ahora saben cómo se ve un feto de 14 semanas, ¿quién puede estar de acuerdo con eso? Si aquí, en este auditorio, hay alguien que esté de acuerdo con eso, debe retirarse inmediatamente de esta carrera. El que quiera hacer abortos no puede ser médico.

Todos nos miramos asombrados. ¿Había dicho eso de verdad el doctor? ¿Retirarme? ¡Si apenas comenzaba! 

Nunca me gustó demasiado el tema de los fetos y las barrigas, pero tuve la suerte de aprender el arte de traer vidas al mundo. Mis profesores eran verdaderos maestros. Uno de ellos tenía al menos 50 años atendiendo partos. Vi, hice y dije muchas cosas, felices y trágicas, en mi paso por la práctica de la obstetricia en Venezuela. Pero la palabra que empieza por A jamás se decía delante de las pacientes. 

Había sinónimos, señas y gestos. Había susurros. Eso aunque era muy normal que en una noche ingresaran doce «pérdidas del producto de la gestación» al hospital. Claro que sabíamos que eran provocadas casi todas, pero no preguntábamos. Y quienes teníamos un poco de sensibilidad procurábamos no juzgar a esas mujeres que entraban a la emergencia, una tras otra, y sobre las que llovían las miradas afiladas, a pesar de su miedo y su sufrimiento, hacia sus zapatos rotos, su ropa vieja y su precariedad evidente. 

Y para aliviarnos un poco, a veces también bromeábamos sobre lo que te decían en el liceo que hay que tomar para que te baje la regla, aunque estés embarazada: Toronto con malta y canela. Nuestra píldora del día después.

Esa fue mi experiencia con el aborto en Venezuela. 

La decisión de María

Como médico en España, ya me ha tocado ver una cantidad nada despreciable de particularidades “autóctonas”. En mi trabajo como sanitario de urgencias he recibido niños quemados con el caldo de la paella, jóvenes drogadictos infartados y hasta caravanas gitanas. Pero nada me ha conmocionado tanto como acompañar a María (vamos a llamarla así) en su decisión de interrumpir su embarazo. 

Once semanas de vómitos tan severos que estaba desnutrida. Quería morirse. Su embarazo la llevó a una cama de hospital. Desde hacía un par de semanas, no podía comer y solo podía nutrirse a través de un catéter. Producía tanta saliva que le costaba terminar una frase. Tras pensarlo mucho, le dijo a su médico que no podía más y firmó un papel ejerciendo su derecho a pedir un aborto.

Así nos conocimos. Mi trabajo fue mantenerla estable antes y después del procedimiento.

Quienes me la presentaron me dijeron que iba a hacerse un aborto. Un aborto. Y escuché la palabra no menos de 15 veces mientras estuve en su habitación. 

El aborto es un derecho garantizado en España y se practica en la seguridad social, pero hay comunidades autónomas donde no se hace en las redes públicas. Las pacientes como María tienen que gestionar entonces su traslado a clínicas en otras ciudades. Es decir, sigue siendo un tema delicado y cuyo tratamiento dista de ser perfecto, pero se reconoce legalmente como un derecho de la mujer. 

Mi posición sobre este tema se ha fortalecido en los últimos años. Pienso que cada mujer tiene derecho a elegir si interrumpe o no un embarazo y que mi trabajo como médico es cuidar a la paciente, respetarla, sin importar lo que ella haya elegido. Yo podría haber alegado objeción de conciencia, y no formar parte de ese procedimiento para abortar, pero la verdad es que nunca dudé de mi decisión de atender María como paciente en ese trance. 

Mi enfermero, un muchacho muy joven, fue el más empático. Como le correspondía, se encargó de explicarle a María todo lo que pudo sobre el procedimiento, con la mayor sencillez y claridad posibles. Y siempre lo llamó por su nombre: aborto. Luego supe que ese enfermero no estaba completamente de acuerdo con la decisión de María, pero eso no impidió que hiciera su trabajo y lo hiciera con humanidad. Y así otra gente del equipo. Nada de lo que opinara ninguno de nosotros fue un obstáculo para que María ejerciera su derecho y para que lo ejerciera sintiéndose respetada.

Al final del día, se había cumplido la voluntad de la paciente, habíamos cuidado de su seguridad y preservado su salud y también su dignidad. Ella misma firmó el documento donde quedaba constancia de eso. No hizo falta que su marido ni que su padre ni que nadie autorizara nada. Y María no pasó por el calvario que atraviesan miles de mujeres en Venezuela —en la de antes y en la de ahora— cuando toman la dura decisión de abortar. 

Mujeres sin elección

La reflexión sobre el aborto en Venezuela tendría que comenzar por hablar de él como lo que es: un procedimiento médico. Si partimos de allí, es fácil darse cuenta de que la precaria situación de los derechos de la mujer no va a cambiar pronto en Venezuela. No solo por la situación general del país y de la salud, en particular. Es también porque no abunda la gente dispuesta a hablar sin pudor ni siquiera sobre toallas sanitarias y copas menstruales. Aunque algunas hemos tenido la suerte de alzar la voz por otras que no pueden, la verdad es que en esto —como en casi todo— tenemos un retraso monumental como sociedad. 

Para nada han ayudado 20 años de régimen ultraconservador y dictatorial, que solo usa la bandera del feminismo para lavarse la cara.

Sí, dije ultraconservador. Y agrego: ignorante, mojigato y prejuicioso. Pero lo que de verdad sorprende, y hasta asusta, es que la opinión “médica” a la que me referí antes (una opinión personal, en verdad, y una creencia moral que no tiene por qué aceptar todo el mundo), se la permitiera un profesor de una Escuela de Medicina en un auditorio lleno de jóvenes estudiantes. 

¿Llegarán algún día estas eminencias a superar sus prejuicios? ¿O al menos a reservárselos? ¿Seguirán los alumnos de Medicina escuchando año tras año opiniones moralistas como si fueran materia profesional? ¿Cómo tratarán a una mujer que decide abortar los médicos formados de esa forma?

Calculo que algunos cientos de alumnos recibieron mis clases y que algo más de mil pacientes —sí, más de mil— pasaron por mis manos mientras ejercí en Venezuela. Puedo asegurar por eso que la experiencia de María, es imposible en mi país.

La dictadura nos arrebató muchas cosas, pero una de las que más me duele es la posibilidad de futuro para millones de mujeres. Para ellas lo que debería ser normal se ha vuelto una pesadilla y una desventaja insuperable. Faltan al trabajo o a la escuela porque tienen la regla, no pueden evitar embarazos, no pueden interrumpirlos si no los desean. Son mujeres condenadas al atraso y a la miseria. 

Una de las peores tragedias del subdesarrollo es la reproducción social del ciclo salud-enfermedad. Sus víctimas son en su mayoría las mujeres y los niños. La perspectiva para Venezuela en este sentido es desoladora.

La posibilidad de elegir interrumpir un embarazo en las mejores condiciones posibles, con respeto y seguridad, es solo uno de los muchos derechos que nos debe Venezuela. Y no solo a las mujeres. Es un derecho que se debe Venezuela a sí misma, por lo que podría significar para mejorar la vida de la gente, de toda la gente, y darle oportunidades de un mejor futuro. 

Pero lo que no se nombra no existe. Por ahí deberíamos empezar, por nombrarlo.