Hay que leer «El Estado mágico» de Fernando Coronil Ímber

Con esta obra imprescindible de 1997 iniciamos una serie de relecturas de libros que explican cómo Venezuela llegó a donde está

Fernando Coronil Imber publicó su trabajo primero en inglés en EEUU, y ha sido reeditado varias veces en español desde entonces

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Esta es la primera nota de una serie que dedicaremos a libros que se han considerado importantes para comprender el despeñadero por el que poco a poco se ha precipitado Venezuela.

Elegimos comenzar con El Estado mágico, de Fernando Coronil Ímber, por varios motivos. El principal es que este libro, publicado por primera vez en 1997, subraya una continuidad en la construcción y funcionamiento del Estado venezolano que se extiende desde Juan Vicente Gómez hasta hoy, centrada en un hecho natural (que el territorio de Venezuela estuviera asentado sobre inmensos yacimientos petroleros), al cual se ha sumado un hecho jurídico (que el subsuelo fuese propiedad del Estado). Estas dos realidades han marcado nuestra historia política en el siglo pasado y en lo que va del presente, tanto como nuestras prácticas culturales y mentalidad. Pero hoy el mundo en el cual el petróleo era la principal fuente de energía comienza a desaparecer, así que es esencial comprender los mecanismos viciados de administración de lo público constituidos en ese período, si queremos desembarazarnos de ellos.

Las ediciones

The Magical State: Nature, Money, and Modernity in Venezuela

1997 The University of Chicago Press / Chicago & London

El Estado mágico. Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela

2002 Editorial Nueva Sociedad

2013 Editorial Alfa

2016 Alfa Digital

El autor

Fernando Coronil Ímber nació en Caracas en 1944 y murió en Nueva York en 2011. Si se buscan sus datos en Wikipedia, se descubre que hay mucha más información en inglés que en español. Aunque Coronil, antropólogo e historiador, era venezolano, dedicó la mayor parte de sus escritos al país y fue hijo de dos médicos que dejaron su huella en la medicina moderna en el país: Lya Ímber y Fernando Rubén Coronil. 

A finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando estudiaba en el Liceo Andrés Bello, Coronil tuvo una participación destacada en el movimiento estudiantil que despertó el interés de los cuerpos de seguridad. Por ello sus padres decidieron que siguiera estudiando en el exterior. Culminó entonces una licenciatura en Artes Liberales en Stanford University y luego cursó un doctorado en Antropología en la University of Chicago.

Como trabajo de campo para su doctorado, junto con Julie Skurski, su compañera de estudios y esposa, se propuso hacer una investigación en Cuba, pero no obtuvo el permiso del gobierno cubano. Cuando regresó a Estados Unidos lo detuvo el Servicio de Inmigración y Naturalización y fue expulsado «como agente subversivo». Coronil regresó entonces a Venezuela y dio clases en la Universidad Católica Andrés Bello. En ese momento decidió centrar su investigación en el Estado venezolano. Pocos años después, el Servicio de Inmigración y Naturalización levantó los cargos contra Coronil y este regresó a Estados Unidos. 

En 1987 obtuvo el doctorado en la Universidad de Chicago. Luego dio clases en la universidad de Michigan y en la City University of New York. El 16 de agosto de 2011 murió de cáncer de pulmón en el Sloan Kettering Memorial Hospital de Nueva York. Tenía 66 años.

Los aportes 

Cuenta la antropóloga Nydia Ruiz que llegaba a buscar a su amigo Fernando, de visita en Caracas, y se cruzó con Teodoro Petkoff (hasta hacía poco ministro de Estado de Rafael Caldera) saliendo de la casa familiar de los Coronil, al lado de la entrada de la ruta a Sabas Nieves. Luego, conversando con este y con su esposa Julie, se enteró de que Petkoff había leído la edición en inglés de El Estado mágico, pues el antropólogo se la había hecho llegar, y le interesó tanto que le pidió reunirse cuando supo que estaba de paso por la ciudad. 

Cuando apareció la edición en español en Nueva Sociedad, en 2002, se agotó en menos de un año. Luego, tras la muerte de Coronil, Margarita López Maya le propuso la publicación a Ulises Milla, editor de Alfa, y este no dudó ni un momento, aunque pidió las evaluaciones correspondientes que fueron todas positivas. Hasta el momento, El Estado mágico ha salido en Alfa en papel y en digital, y aunque no sea un bestseller —dice el editor— ningún año deja de venderse.

El primer aporte de El Estado mágico, es resaltar continuidades en el funcionamiento del Estado y mostrar analogías no siempre obvias entre los gobiernos de Gómez, Pérez Jiménez y el primero de Carlos Andrés Pérez, receptores los tres de inesperados ingresos petroleros.

En el prólogo a la última edición del libro —una pieza de análisis valiosa por sí misma— Edgardo Lander señala que dichas analogías vuelven a presentarse en los gobiernos de Hugo Chávez Frías y de Nicolás Maduro, con lo cual estos, más que una ruptura, parecen una suerte de coda del Estado mágico. ¿Pero hasta dónde no es otra repetición el propio interinato?, cabría preguntarse.

El segundo aporte del libro es su perspectiva crítica ante el imaginario ligado a esa continuidad: el del progreso y el desarrollo, que da lugar a consignas como la Gran Venezuela (CAP) y se repiten en este siglo con otras como la Venezuela Potencia (Maduro), todas sin fundamento en la precaria realidad estructural del país.

Estas consignas revelan una aspiración a una modernidad que sigue criterios del mundo desarrollado y eluden la reflexión sobre temas como el impacto ambiental de la industria petrolera o del crecimiento y del consumo sin límites.

El tercero, es el rico análisis de las prácticas sociales y culturales ligadas a esa forma de Estado, en especial en el caso de las élites económicas beneficiarias de los gobiernos administradores de la renta petrolera. El Estado mágico revela una estructura que favorece a unos y perjudica a otros, que divide y que dificulta la autonomía y la independencia de la agencia privada de las empresas y también de toda la sociedad.

El cuarto es que El Estado mágico desborda el canon académico de la antropología, la sociología y las ciencias políticas, al incorporar en su análisis fuentes como la literatura, la música, el arte y la cultura popular. De hecho, el nombre del libro proviene de un texto de José Ignacio Cabrujas que es citado y comentado por extenso en el prólogo y la imagen de la carátula en todas las ediciones, a petición del autor, es un óleo de Jacobo Borges (Reunión con un círculo rojo o círculo de lunáticos, 1973, Museo de Monterrey, México) que también es comentado. Se incorporan a los análisis además obras de Rómulo Gallegos, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, entre otros.


Nunca levantamos muchas salas de teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue siempre nuestro mejor escenario… ¿De dónde sacamos nuestras instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de «Estado»? De un sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación… La aparición del petróleo como industria creó en Venezuela una especie de cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz «providencial». Pasó de un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con la agricultura, a un desarrollo «milagroso» y espectacular… Un candidato que no nos prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo… El petróleo es fantástico y por lo tanto induce a lo «fantasioso». El anuncio de que éramos un país petrolero creó en Venezuela la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la «cultura del milagro»… La riqueza petrolera tuvo la fuerza de un mito… Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos en ese «sueño venezolano, porque la realidad presupuestaria lo impedía. Seguíamos siendo ricos, pero no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos construyendo La Gran Venezuela. Pérez no era un presidente. Era un mago. Un mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas las fanfarronadas del perezjimenismo… Pérez Jiménez decretó el sueño del Progreso. El país no progresó, desde luego. El país engordó… (El gobierno de) Pérez Jiménez fue un debut: (el de) Carlos Andrés Pérez, una reprise” 

José Ignacio Cabrujas, epígrafe de la Introducción de El Estado mágico tomado de “El Estado del disimulo”, 1987


Las críticas

Puede que debido al advenimiento del chavismo con su retórica progresista (a pesar de su gestión retrógrada), el libro de Fernando Coronil haya sido visto con muchas reservas en los circuitos académicos venezolanos (aunque fue escrito y publicado antes de 1998 y su idea central surge de la imagen del Estado como mago, tomada de Cabrujas). En esencia, esto se debe a que sus desarrollos se basan en la obra de pensadores posmarxistas y autores ligados a corrientes de pensamiento crítico poscolonial. El concepto de subalternidad, por ejemplo, se toma de Antonio Gramsci y los conceptos de occidentalismo y globalcentrismo se basan en Orientalismo, el clásico de Edward Said. 

Tampoco gustó que el libro subraye las continuidades en el funcionamiento del Estado venezolano a lo largo del siglo XX (cuestionando la dicotomía: democracia – dictadura) y en la relación de este con élites clientelares, que con demasiada frecuencia dieron lugar al traspaso de recursos públicos a bolsillos privados (los números que presenta el último capítulo son francamente indignantes). Así, El Estado mágico cuestiona una idealización del período democrático que proclama parte de la oposición, pero además cuestiona la ruptura que el chavismo prometió encarnar. Aunque, por otro lado, también es cierto que no considera demasiado los esfuerzos de partidos y figuras políticas progresistas por instaurar una socialdemocracia liberal y moderna entre 1959 y 1998.

Cuatro lectores, cuatro comentarios

“Leí por primera vez El Estado Mágico cuando era estudiante de pregrado en la Universidad Central, en 1998, y ayudé a la profesora Gabrielle Guerón a traducir del inglés algunos capítulos para sus cursos. La portada era llamativa: Reunión con un círculo rojo de Borges, y era un libro singular, con alusiones literarias y filosóficas distintas incluso a las de nuestros mejores historiadores. Pero debo admitir que encontré la narración problemática. Casi todo el mundo que leía al profesor Coronil estaba impresionado, y siento que era así en parte por el origen de la publicación. Nos veían, desde adentro pero también desde fuera. Era un análisis ‘sustituto’, y no podía evitar sentir que era un país Unheimliche, que reconocía y no reconocía: el argumento según el cual no había solución de continuidad entre el Estado gomecista y la democracia era ya normal entre nuestros estudiosos (pienso en Maingon, Kornblith, Plaza, Sosa y Urbaneja, pero también en las críticas de izquierda y derecha a la corrupción de la Gran Venezuela). Pero el énfasis era más agresivo. Me generó entonces —era 1998, después de todo, y lo sentí parte del Zeitgeist abrumador— una gran reactancia. El profesor Coronil nos decía —o decía a la academia posmarxista y postcolonial del Norte Global— que éramos un fracaso autoritario y desigual. 

Es un libro poderoso, pero no cuenta toda la historia. No diferencia con justicia los intentos de reformar la democracia, de expandir los derechos en la sociedad, más allá de las odiosas distinciones decimonónicas. De la genuina ruptura que los demócratas tuvieron ante el gomecismo, y del paso audaz de esa transición. Asume que los estadistas de la república de partidos eran peones de fuerzas estructurales, pero se afinca en microhistorias de casos muy particulares, de un momento que considero distorsionado en nuestra memoria. Lo seguiré recomendando en clase, sin duda, pero no como única lectura”.

“Me encontré con El Estado Mágico en mi segundo año de pregrado de ciencias políticas, en Canadá por 2002 o 2003. Para mí, fue un parteaguas, me ayudó a ver Venezuela a partir de dos claves fundamentales: la contradicción entre capital, naturaleza y trabajo (y no solo capital-trabajo como la economía política clásica fue leída más tarde desde el marxismo); y una perspectiva histórica, desde la fundación del Estado moderno. Además, el trabajo de Coronil fue un abreboca para comprender perspectivas críticas y subalternas a la modernidad. Una limitación importante de El Estado Mágico tiene que ver con la presunción de que estudiar el petróleo es igual a estudiar la renta, su distribución, el gasto y sus efectos. Fallamos si pensamos que el petróleo se reduce a lo que hacemos con el ingreso proveniente de la renta internacional del suelo. De ahí emerge el reto de explicar las instituciones que regulan la industria petrolera y, en última instancia, las instituciones del Estado que regulan la captura y distribución de la renta. Descubrimos de forma diáfana años más tarde lo importante que era comprender la compleja relación entre el Estado, la empresa estatal de petróleo y la industria petrolera más ampliamente. Vimos en 2002 como un conflicto intra-Estado (gobierno-Pdvsa) estaba en el corazón de las disputas por la nación más elementales (y sabemos que Coronil puso el ojo en ello, así lo demuestran sus escritos posteriores). En 2007 fuimos testigos de una campaña de “renacionalización” sui generis o “híbrida” –como la he llamado en otros contextos— en la que la inversión extranjera seguía siendo protagonista, incluso cuando el Estado ganaba terreno en la captura de renta y la administración de activos. 

La importancia hoy de este libro reside en su perspectiva histórica, pero también en su visión multidisciplinaria. Coronil, como pocos, fue capaz de plasmar conversaciones más amplias sobre la política, el arte y la cultura venezolana. Un espacio productivo para pensar a Venezuela a través de una mirada multidisciplinaria sobre lo mágico en la política y construcción de Estado en Venezuela, pensar en el significado de las puestas en escena (lo que está presente, “frente a las cámaras” y lo que no) del Estado bolivariano para el devenir nacional. Debemos rescatar además una mirada histórica que vaya más allá de la fácil receta que algunos sectores de la izquierda en el norte global parecen abrazar: que Chávez (y Maduro) fracasó en la diversificación económica o en un proyecto de desarrollo endógeno por una suerte de camisa de fuerza estructural que llaman Estado Mágico. Debemos rescatar la agencia de quienes han tomado decisiones con escaso contrapeso (y los errores de quienes lo permitieron) y lidiar con las consecuencias que ello significa”.

El Estado Mágico es el resultado del interés de Fernando Coronil por hacer una antropología histórica del Estado, ambicioso proyecto que le llevó más de quince años entre Venezuela y Estados Unidos. Traza la curva de la construcción del Estado y las diferentes versiones que adoptó, según las circunstancias, lo que Cabrujas llamó “el mito del progreso”. Esta construcción comenzó su ascenso con la explotación petrolera durante Gómez, y continuó independientemente del descenso del país que se inició en los años ochenta ‘en medio de una crisis económica y moral sin precedentes que erosionó sus bases’. Coronil se centra en los gobiernos de Gómez, Pérez Jiménez y el primer mandato de Pérez. Ahí el Estado se habría constituido como ‘una fuerza unificadora, produciendo fantasías de integración colectiva en instituciones políticas centralizadas’. 

Las interpretaciones de Coronil siguen siendo retadoras en la medida en que, desde el ocaso de la economía petrolera, nos urge a redefinirnos no solamente como Estado sino también como sociedad. Es tal la complejidad del libro que, por mucho que se intente criticar tal o cual aspecto, o se considere superado un punto de vista sobre algún tema, siempre van a quedar en pie otros que justifican su lectura. Es lo que ocurre con las obras clásicas. 

Creo que Fernando encontró en su trabajo un panorama turbio para Venezuela, que se quedó expectante ante lo que pasaría con el cambio drástico que suponía la llegada de Chávez al gobierno. Lamentablemente, murió antes de poder averiguarlo. A Fernando le encantaba venir a Venezuela y disfrutaba mucho de sus estadías. Se conectaba con la gente, se colaba en reuniones y fiestas. Aceptaba todas las invitaciones para hablar sobre su trabajo. Una vez, recién llegado, en la Universidad Central de Venezuela me pidió que lo acompañara al cafetín y quedé impactada por el placer inmenso con que saboreaba su reencuentro con el jugo de parchita”.

“Un noble amigo, Efrén Rodríguez Toro, me recomendó el libro en 2017 cuando comencé el Máster Internacional en Estudios contemporáneos de América Latina en la Complutense y le dije que quería escribir mi tesis sobre Venezuela. Leyéndolo comprendí que aunque Venezuela sea un país exportador de naturaleza como los de la región, su estructura económica lo acerca más a los países petroleros que a los de América Latina. Hemos sido por eso una sociedad sin mercado e incapaz de crear valor, pero con un Estado muy capacitado para extraer riqueza del suelo, en forma de renta. 

Como sociedad, hemos sido muy independientes estructuralmente del capital y del trabajo, pero muy dependientes de la demanda y el capital y el trabajo extranjeros. Coronil muestra que, a pesar de los períodos de bonanza, el empleo industrial fue incapaz de crecer, un dato revelador de las limitaciones estructurales de nuestro sector de manufacturas. El libro explica cómo transitamos de una economía liberal a una centrada en el Estado. Cómo el petróleo desplazó al resto de productos de exportación y el Estado comenzó a participar directamente en la economía como actor capitalista para llegar a esa situación en que el Estado mantiene a la sociedad, en vez de ser la sociedad la que mantiene al Estado con impuestos. El autor sostiene que la importancia que dimos al Estado empobreció nuestra idea de democracia, que se redujo al derecho colectivo a beneficiarnos de la riqueza petrolera. La democracia se alejó de las ideas de respeto de las minorías, de la separación de poderes y del Estado de derecho. Asumimos al Estado como el administrador de la renta que nos sostenía como sociedad. 

El libro describe prácticas esenciales para comprender al país, como la captura del poder político por intereses económicos desde Gómez; la estrategia de disminuir el descontento suprimiendo libertades y gastando en una ilusión de progreso, que comenzó en el trienio adeco; la estrategia, especialmente de la dictadura del 48 al 58, de fomentar crecimiento económico limitado pero impidiendo el desarrollo de un sector que compitiera con el poder; o cubrir los incrementos de demanda aumentando las importaciones. 

No comparto la idea de Coronil de que el endeudamiento de finales de los noventa haya sido responsabilidad del “imperialismo multiforme del fluido capital financiero”. Creo más en la responsabilidad propia. Por lo demás, el libro describe bastante bien los errores que como sociedad cometimos a la hora de configurar el Estado. A la renta del petróleo había que darle una contrapartida institucional cuyo destino específico fuese esa estabilización y ese ahorro”.