El síndrome del miembro fantasma

Cuando hablamos de la diáspora solemos dejar de lado ciertos temas incómodos. Por ejemplo, que uno puede llevarse consigo el mismo desacomodo que te causaba la conducta de tus compatriotas en Venezuela, sobre todo si la sigues presenciando donde ya no es bien vista

"La resistencia al cambio pervive en el exterior, y mi decisión por combatirla se hace firme"

Foto: Sofía Jaimes Barreto

Emigrar es, también, un ejercicio de redescubrimiento del gentilicio. De aproximación a realidades insospechadas de la venezolanidad: los otros inmigrantes venezolanos no son como tú y definitivamente, tampoco como yo.

Con esto ni siquiera asomo la idea de ser mejor o peor. Solo diferentes. 

Es la misma diferencia que nos separaba o unía cuando vivíamos en Venezuela; y que, mientras más emigramos, más fuerte sentimos, para bien o para mal. Casi tan fuerte como una avalancha de nostalgia. 

El primer choque cultural que sufrí al mudarme de Caracas a Miami, hace ya siete años, fue encontrarme con un sinfín de acentos latinoamericanos que no conocía de cerca. Escuchar al colombiano hablar con el cubano, al cubano con el boricua, al boricua con el nica, al nica con el tico, hasta encontrarme de frente con una realidad innegable: el acento venezolano no era el bálsamo que tanto esperaban mis oídos sino más bien un chirrido en el tímpano.

¿Por qué me chocaba tanto? ¿Qué me hacía rechazar el acento que yo misma tenía? 

Los primeros meses pensé que se trataba de un problema de adaptación: es una nueva ciudad y lo familiar suena raro. Luego pensé que era intolerancia: es que tengo síndrome postraumático y no quiero escuchar venezolanos hablar, me recuerdan lo que dejé atrás, pensaba. Pero no, eso tampoco era.

Y lo que aún pienso: no toda la diáspora es “mi” diáspora.

Sin ánimos de ponerme como un ejemplo de urbanismo y buenas costumbres, puedo decir que no me muevo en ese espacio tenebroso donde “marico”, “güevón” y “mamagüevo” forman parte importante del léxico con los compatriotas. Tampoco salgo al supermercado en un mono que dice juicy en las nalgas, ni me hago la keratina ni el sistema. Y aunque el mandibuleo caraqueño del Mater no se me va a suavizar jamás, hay ciertos matices que se atenúan para que el resto de los que cohabitan en la capital no oficial de las Américas te entiendan: se suavizan las palabras, se pronuncian todas las letras, se neutralizan los modismos. Y no se le pone banderita de Venezuela al parachoques del carro, carajo. 

Pero es Miami, al fin y al cabo, y si bien es un pedazo de los Estados Unidos, pues también contiene una ciudad a la que llaman Doralzuela y tiene otra al norte que es conocida como Westonzuela. Por algo es: esa maña venezolana de amuñuñarse con el vecino y la prima y el tío, todos en la misma calle para hacer hallacas juntos, beber Cacique y hablar mal del gobierno de Maduro. Lo que me recuerda otra cosa he aprendido acá: uno siempre sabe de los opositores, pero de los oficialistas, jamás. Aunque una amiga siempre me dice que a los oficialistas los reconocemos por el relojote o los mocasines sin medias. Pero bastante opositor se pone lo mismo. Entonces no confío en esa teoría.

Como sea, por mucho que haya tratado de huirle a esa venezolanidad tan pesada que persigue más de lo que acompaña, finalmente me encuentro rodeada. La diáspora ha aumentado exponencialmente y cada día se ven —y escuchan— más venezolanos en las calles. Lo más curioso es que andan en manada, sólo hablan entre ellos y han expatriado su bandera de siete estrellas más al Norte. 

En este ejercicio de sobrevivir en Miami, también me he encontrado esquiva con quienes me recuerdan que, no importa dónde, el venezolano carece de lo que el gringo denomina nuances: matices, sutilezas, un gradiente de urbanidad que los asimile con su entorno sin imponerse como una gripe en invierno. 

He visto muchos ojos voltearse cuando un grupo de venezolanos, y hasta una pareja, interactúa en público. Es notorio: no hay control del tono, de los decibeles, de las formas. Un parpadeo y estamos en el Sambil, tropezándonos con gente, diciendo “permiso, permiso” para pasar rapidito. Un irrespeto del sagrado espacio vital, personal y sonoro que se respeta en otros países, pero no en el nuestro.

Es ya traumático verse obligado a dejar el país de origen porque se nos hace invivible; porque nos han asaltado ocho veces, porque no hay comida, tampoco champú, ni papel tualé, y mucho menos la posibilidad de progreso que cualquiera en sus treinta y pocos busca. Pero más trauma causa —creo— no asimilarse con naturalidad a nuevos entornos donde la diversidad reina, donde la multiculturalidad es más que una circunstancia, una imposición casi celestial. Abrirse a aprender sobre otras culturas, a explorar nuevas amistades, a probar nuevas recetas hasta para quitarse el catarro. Eso lo que causa es una atrofia social en la que no tienen cabida sino los coterráneos y nadie más. A su favor, sólo puedo decir que como la mayoría nos fuimos sin querer sino porque debíamos, quizás a eso se deba. 

Pero la resistencia al cambio pervive en el exterior, y mi decisión por combatirla se hace firme: ni una marcha, ni un grupo más de WhatsApp, ni otra cadena política para leer. Yo no me quiero quedar suspendida en la “oposición” de El Cafetal, con una cacerola mental que aún hace taca taca taca tacatacataca ad infinitum, con la gorrita de Capriles y los eslóganes de Guaidó, pensando que vamos bien, odiando a Maduro coñoetumadre, haciendo el mismo chiste fácil y de doble sentido que oías en cualquier chino de Caracas con los amigos tomando Solera. El venezolano en Miami —y me corto un dedo si no es también así en muchas más partes del mundo— tiende a no salir de la burbuja. No le gusta integrarse, quiere comer arepas y perros después de beber, y aún se acuerda de que el 24 de julio es feriado en Venezuela y dice: “Coño es que acá no hay feriados, qué vaina con los gringos”. 

Unos se van de Venezuela, pero Venezuela jamás sale de ellos ni un poco, ni siquiera para dejar espacio a que otras culturas permeen y los enriquezcan.

Quizás sea una negación inconsciente de “me fui sin querer irme” o “me fui porque no me quedó de otra” y voy a ser más venezolano que una arepa adonde vaya porque me fui obliga’o.

Y yo me encuentro de este lado del espectro —porque esta vaina es un espectro, más intrincado que la sexualidad millenial— viendo desde fuera cómo se les va la vida venezolaneando, casi como el síndrome del miembro fantasma: esa percepción de sensaciones de que un miembro amputado todavía está conectado al cuerpo y está funcionando con el resto de este. O, en este caso, el inmigrante que siente que aún está en Venezuela. Que se lo merece todo, que puede comportarse como quiera, donde sea, pues es mayoría y puede. Porque es una víctima de un régimen espantoso que ha destruido nuestra moral, aplastado nuestra historia y desgarrado cualquier esperanza de progreso en la tierra donde nacimos.

Por esa amputación en forma de éxodo —y quien diga exilio va preso porque irse siempre ha sido voluntario a menos que te hayan puesto un auto de detención y te escapaste de la PTJ o como se llame— voy cambiándome de acera cuando escucho el primer “mariiiico” con los decibeles a reventar, en un grupito parado afuera de un bar de reggaetón, y hasta empiezo a hablar en inglés para que no me pregunten “¿mira, chama, y tú dónde estudiaste?”. Yo miro pa’bajo, camino rapidito y rezo todos los días por no encontrarme a nadie en la calle.

A menos, claro, que sean mis amigos.