El espejismo berlinés

Sí, era muy chévere lo que pasó en Berlín el 9 de noviembre de 1989. Era electrizante y prometía grandes cosas. Pero en Venezuela debemos ya saber que esa clase de fiestas no son para todos

Un pedazo del Muro de Berlín que se exhibe en Montreal. ¿Reliquia del júbilo o advertencia sobre la terquedad de las murallas?

Foto: Rafael Osío Cabrices

Fue un año lleno de cosas que no se podían creer, de espectaculares rupturas de algo que se creía inamovible. 1989 arrancó con un intento de los militares por derrocar a la dictadura argentina; siguió con el fin del dictador que dominaba Paraguay desde 1954; el 27 de febrero nos madrugó a los venezolanos y nos marcó con el trauma del Caracazo; siguió con la rebelión china aplastada en la plaza Tianammen; y terminó con la operación militar de Estados Unidos en Panamá y el fusilamiento del dictador Nicolae Ceausescu en Rumania. Hubo unas cuantas sorpresas más, pero el evento de mayor resonancia simbólica y política de ese año ocurrió el 9 de noviembre y fue el fin de la división militarizada entre Berlín Oriental y Berlín Occidental: el derribo del muro que iniciaría el de las dictaduras socialistas en Europa.

Eso que vimos por televisión el 9 de noviembre de 1989 lucía como un imparable amanecer civil: la gente abrazándose y cantando, martillando el concreto ante militares que no hacían nada.

Era la cosa más emocionante que había visto mi generación, que no vivió el vacilón utópico de los sesenta.

La energía que liberaron los cinceles de Brandeburgo se extendió a lo largo de la cultura que se produjo a partir de ese momento, obras maestras como el disco Achtung Baby de U2 y la película Las alas del deseo de Wim Wenders. Y claro que fue muy relevante lo que pasó ahí, pero ya no podemos verlo hoy como muchos lo hicimos en ese momento: el día en que la humanidad aprendía de sus errores y atravesaba, para no volver, un umbral universal hacia la democracia. 

En realidad estaba pasando algo mucho más complicado, diverso y triste, pero repleto de lecciones. La más obvia es la primera que llegó, rapidito: lo que representaban la llamada República Democrática Alemana y la URSS no iba a esfumarse con esas alambradas y esas torres con ametralladoras. El régimen castrista aguantó el fin del “campo socialista”, como le dicen en la isla, y sigue ahí, tranquilito. El régimen chino abrió su economía, en un proceso que en realidad había comenzado diez años antes de Berlín, pero sigue siendo una dictadura inquebrantable. La democracia liberal que parecía indetenible a comienzos de los noventa sigue sin llegar a Rusia, Bielorrusia, Uzbekistán y unos cuantos Estados más. Y es aún más obvio lo que nos compete directamente a nosotros: que quince años después de la caída del Muro, en Venezuela el chavismo declaraba que su “socialismo del siglo XXI” había llegado para quedarse, y al que no le gustaba, que se fuera. 

A estas alturas, deberíamos haber aprendido también del Berlín del 89 que los sacudones no siempre —o rara vez— llevan adonde uno quiere. Habrá que ver qué pasará en Chile, que se encamina hacia una constituyente, pero ya vimos que la llamada primavera árabe solo trajo cierta democratización al país donde comenzó, que era justamente el más abierto de la región, Túnez. Las protestas en Hong Kong se han ido poniendo más violentas y no parecen capaces de evitar que China termine llevándose por delante la autonomía que le queda a la ciudad. En cuanto al asunto independentista en Cataluña, solo parece estar creando más fanatismo. 

De lo imprevisible que puede ser el balance de los sacudones debemos saber sobre todo nosotros, por el que tuvimos ese mismo año, que en vez de producir una renovación de nuestra democracia, terminó siendo el primer capítulo de la historia de metidas de pata que nos trajo adonde estamos hoy: más pobres, más violentos, más desiguales que antes del Caracazo, y con un régimen bastante peor que el gobierno electo democráticamente que en aquellos días de espanto sacó a la fuerza armada y a la policía a apagar el estallido a plomo. 

Ahora deberíamos conocer mejor el cuento que esas imágenes de TV en la que la multitud celebra, se besa y ondea banderas no contaron completo. Ahora deberíamos estar más conscientes de todos los años que hay que esperar para llegar a esas eclosiones de libertad, de las pérdidas que hay que asumir en el camino, de la desesperación ante la imposibilidad de vencer la tortura o la desolación del exilio. 

Esas rumbas patrióticas tampoco permiten ver lo que viene después, porque cuando cesan las imágenes de la celebración uno cambia de canal y no sigue el relato mucho menos romántico de lo difícil e insatisfactorio que es construir una transición después de una dictadura. Son una estampa tan entrañable, tan bella, que uno tiende a ignorar, o a olvidar, que la democracia que celebran no es consecuencia automática.

Toda dictadura genera una resistencia, pero esta no siempre lo logra. A veces vemos a un muro de Berlín caer; otras veces el muro resiste y dentro de él los dictadores se mueren de viejos. Como lo hizo Juan Vicente Gómez, al cabo de 27 años mandando. 

El proceso que empezó con la caída del Muro desencadenó conflictos civiles en varios de los Estados que eran parte del bloque soviético. Fue dentro de ese contexto de transformaciones que se desencadenó la guerra de los Balcanes. Berlín, por su parte, fue un caso más bien feliz, hasta donde sé; la ciudad salió adelante. Sin embargo, aunque hayan pasado 30 años, como dijo brillantemente Carmen Victoria Méndez en la crónica sobre su nueva ciudad, los muros mentales siguen sin caer. Incluso allá, ciertos dogmas de la Guerra Fría siguen vivos, y sirven entre otras cosas para que algunos se nieguen a ver lo que el régimen de Maduro le está haciendo a Venezuela.

El problema no es solo la supervivencia de los dogmas que justificaban los horrores del socialismo. También la RDA ha sido un provechoso caldo de cultivo para el resurgimiento neonazi. En esa Europa Occidental que celebró con tanto entusiasmo el derrumbe del muro berlinés han ido creciendo en estos años los movimientos políticos que quieren levantar nuevas murallas contra ese otro que han construido como enemigo existencial: los musulmanes, los gitanos, los inmigrantes, los que son de otro color. 

Mientras escribo este ensayo, no solo me llega el júbilo de los bolivianos que obligaron a irse a un líder que pretendía seguir mandando con trampas, sino la ira de los españoles que hicieron crecer en el congreso a la ultraderecha xenófoba de Vox, entre las felicitaciones del Front National de Francia y la Lega de Italia. Pero no nos vayamos tan lejos; no veo cómo podríamos conmemorar la caída del Muro de Berlín sin recordar que Estados Unidos elegió como presidente a un demagogo que ventilaba como una de sus principales promesas electorales la construcción a lo largo de toda la frontera con México de, literalmente, un muro entre su great again America y los bad hombre que para él somos todos los demás.

Lo que pasó en Berlín ese 9 de noviembre de 1989 trajo un cambio real. Pero en tanto hito de una humanidad que caminaba resueltamente hacia el progreso, fue como un espejismo en una carretera llanera: algo que brillaba allá adelante bajo el sol, pero que resultó no estar cuando llegamos a donde parecía estarnos esperando.

Cuando nos tocó a nosotros tener que tumbar nuestro propio muro, los soldados no levantaron las barreras, sino que nos cayeron a plomo. 

Y es bueno que lo sepamos, porque hay que tener las expectativas correctas. Hay que entender cómo funcionan esos procesos en realidad. Prestar atención. Nadie tiene su 9 de noviembre garantizado. Y si sale premiado con uno, si logra unir las dos mitades de la ciudad dividida, no podrá dar por sentado que las alambradas electrificadas no volverán a erigirse.