Los muros mentales tardan más en caer

La respondona capital alemana aprendió a vivir sin ese muro con ametralladoras que derribaron hace casi 30 años. Pero los fanatismos de ayer y de hoy son más que un souvenir 

I

Tenía apenas nueve años cuando cayó el muro de Berlín. Las imágenes de la gente cayéndole a mandarriazos a la “barrera de protección antifacista“ se repetían una y otra vez en el televisor de rayos catódicos en la sala de mi casa en Caracas. Recuerdo haberle dicho a mi hermano que no entendía por qué tanto alboroto, que en Catia los vecinos ponían y quitaban muros sin que los del noticiero se dieran por enterados. Él me respondió que lo que estábamos viendo iba a cambiar la historia. 

Lo que en ese entonces no podíamos saber era que ese muro, de cuya caída se cumplirán treinta años el próximo 9 de noviembre, formaría parte algún día de mi propia historia. Sus ruinas son parte de mi paisaje cotidiano desde hace casi un lustro. “Die Mauer“, como lo llaman los alemanes, suele aparecer como telón de fondo de mis fotografías. Su trayectoria se revela bajo mis pies cuando piso los adoquines de la Bernauer Strasse, la calle que cruzo siempre apurada a mediodía, camino a mi trabajo en la Deutsche Welle.

La cicatriz para que no se olvide

Foto: Carmen Victoria Méndez

II

La caída del muro dio pie a muchas interpretaciones y a profecías como el triunfo irreversible del capitalismo y el fin de la historia sobre el que teorizó Francis Fukuyama en 1992. El acontecimiento en sí mismo atrajo a mucha gente a Berlín. De todas partes llegaron artistas, escritores e intelectuales para ocupar los edificios ruinosos que los antiguos berlineses del Este abandonaban para irse a buscar su suerte a otra parte. Y, por supuesto, para experimentar la libertad que se respiraba en la ciudad a principios de los noventa. 

Llegué para quedarme —después de decenas de visitas como estudiante de alemán— en 2015. Entonces, la ya restablecida capital tenía más que ganada su reputación de urbe rebelde, hippie, hipster y bio. Creía, ingenuamente, que la conocía bien. Pero en calidad de residente me aguardaban unas cuantas sorpresas. La más interesante de ellas es su alto número de protestas. Con doce manifestaciones al día, según las autoridades municipales, Berlín es una ciudad que cree en el derecho a pataleo.

Un jueves en la tarde salí del trabajo y tomé el metro rumbo a mi casa en Wedding, en el lado oeste de la capital. Quería llegar a cenar y a ver alguna serie en Nexflix. Cuando estaba a punto de entrar al edificio, una de mis vecinas me entregó un volante y preguntó si me unía a la marcha que estaba punto de comenzar. Aunque estaba cansada, decidí ir, al menos un rato. Además, vivo en un barrio de “izquierdas“ y no quería que en el vecindario me tomasen por “facha“. También me picaba la curiosidad. Quería ver cómo y sobre todo por qué se protesta en Alemania, en el “primer mundo”.

No era mi primera marcha, por supuesto. En Caracas también abundan las protestas. Los venezolanos salen a las calles para oponerse al gobierno o para demandar servicios básicos como agua, electricidad o la recolección de basura. En Berlín, en cambio, se protesta por todo; los rebeldes berlineses lo hacían incluso en la RDA. La marcha de ese día era contra los alquileres desproporcionadamente altos, pero también hay demostraciones contra la ultraderecha, o a favor de la ultraderecha, contra el antisemitismo, pidiendo ciclovías más seguras, contra las emisiones de CO2, por los derechos de la mujer. 

Llegué al punto de la concentración, en Leopoldplatz, y vi bastantes caras conocidas de vecinos de la zona. Algunos llevaban pancartas, otros gritaban consignas. En los 90 minutos que estuve allí no hubo lacrimógenas. Por ende, tampoco capuchas, ni vinagre. No vi ni un solo militar, aunque sí muchos policías. No era una protesta contra Angela Merkel, ni contra la cúpula política, sino contra las inmobiliarias. Un tipo con un altavoz arengaba a las decenas de personas con un discurso contra la gentrificación. Y es que muchos berlineses se están yendo a las afueras de la ciudad, porque ya no les alcanza para pagar un alquiler que no deja de subir. 

Es el caso de una compañera de cuarto que tuve hace un tiempo. Con su sueldo de actriz no podía seguir costeando sola el apartamento de dos habitaciones en el que ha vivido desde los ochenta. Así que le tocaba compartirlo con extranjeros que, como yo en ese entonces, llegaban a la ciudad para aprender alemán. Vivía en Prenzlauer Berg, el barrio contracultural de Berlín oriental, al que llegaron desde noviembre de 1989 muchos de esos artistas que mencionaba. Ahora, la zona está llena de boutiques y cafés, y bien podría ser considerada como el “este del este“ de la capital alemana. 

III

La polaridad este-oeste define la capital alemana casi tanto como define  Caracas. Solo que en mi ciudad natal, las barreras son más informales. Los vecinos cierran calles, levantan alcabalas, evitan ir más allá de Plaza Venezuela. Cada quien es responsable de construir sus propios muros. 

En Berlín, en contraste, el muro es una cosa solemne, todavía intimidante con sus torres de vigilancia, que siempre ha pertenecido al Estado. Así fue en el pasado, cuando era una frontera física entre dos mundos, una barrera para impedir el libre tránsito de los ciudadanos de la República Democrática Alemana, y el icono por excelencia de la Guerra Fría. En la actualidad, la ciudad-estado de Berlín lo administra, principalmente, como atracción turística. Sus más de cuarenta kilómetros no fueron derribados del todo, y hoy sus restos pintados y grafiteados tanto por artistas como por viandantes y turistas, son una especie de galería al aire libre, un pedazo de historia, e incluso un «story» de Instagram. 

Un cielo gris, una memoria en blanco y negro

Foto: Carmen Victoria Méndez

Lo que sí está claro es que a pesar de la demolición, hace ya tres décadas, de la mayor parte de la célebre estructura berlinesa de concreto y alambre electrificado, ese muro ideológico que parte al mundo en derecha e izquierda —sin tomar en cuenta los matices— sigue en pie de alguna manera. 

Es lo que sentí este año cuando vi las protestas del movimiento “Manos Fuera de Venezuela”, en la Puerta de Brandeburgo. Durante semanas, pequeños grupos de manifestantes se congregaron cada sábado, para oponerse a las sanciones contra lo que yo llamaría el régimen de Maduro, a quien consideran el presidente legítimamente electo. Hablaban de una conspiración internacional contra Venezuela, liderada por Estados Unidos y apoyada por la Unión Europea. 

A mí, ver a un alemán defender a Maduro y decirme que como venezolana le he vendido mi alma al imperialismo si no estoy del lado del chavismo, me ha hecho entender que en Berlín habría que levantar una nueva pared pero para separar la fantasía de la realidad. El abismo entre los testimonios de los incontables familiares y amigos que siguen en Venezuela, y lo que a los militantes que acuden a estas protestas se le ocurre que está pasando en mi país de origen, es tan grande como el que hizo el comunismo en 1961 para encerrar a los berlineses. 

La razón no es la desinformación, porque en los medios alemanes se habla bastante de nuestra crisis; tampoco creo que carezcan de empatía. Tiene más que ver con la tradición izquierdista y antiamericanista que caracteriza a Europa. Aunque en Alemania hay una izquierda moderna y progresista que defiende los derechos de las mujeres, de los migrantes y del colectivo LGBTI, hay otra un poquito más trasnochada, que todavía ve a Fidel Castro como un héroe y a Maduro como un demócrata. Afortunadamente, no son mayoría. 

En los casi cinco años que llevo viviendo a orillas del Spree, me he encargado de correr la voz, al menos entre amigos, vecinos, conocidos y colegas: se puede adversar a Maduro y no ser «facha». Sin embargo, también tengo que admitir que no ha sido tarea fácil. He tenido que discutir y argumentar bastante.

Definitivamente, los muros mentales tardan más en caer.