Desnudos por la calle

Al meternos en los debates de los otros países donde muchos de nosotros ahora vivimos, exponemos el equipaje de nuestras mentalidades. La migración nos está mostrando tal cual somos

Sandro Pequeno, de la serie Píxeles.

Foto: GBG ARTS

Durante varios años los venezolanos estuvimos atrapados en la misma discusión, como si no pudiéramos salir de una casa donde se había prendido una pelea familiar. Perdimos un montón de tiempo insultándonos unos a otros, casi sin tomarnos la molestia de argumentar para convencernos, apenas preocupándonos, y solo de vez en cuando, por entender siquiera un poquito la posición de los demás. Nos dedicamos a caernos a gritos sobre cuándo se jodió el país, sobre quién lo hizo, sobre quién tiene el poder de enmendarlo; nos quedamos pegados en mitos del pasado que insistíamos en desempolvar para imponer nuestra concepción del presente; nos dejamos meter casquillo y sacrificamos amores y amistades por darle la razón a uno u otro bichito que solo quería poder para saquear. 

Pero no nos dejamos de gritar. No nos pedimos perdón. No reconstruimos lo que habíamos perdido. Al contrario: dejamos que la discusión escalara mientras desvalijaban la casa, nos concentramos en mentarnos la madre mientras se llevaban las lámparas, las alfombras, hasta los marcos de la ventanas. Hasta que la casa se quedó sin nada en la despensa, sin luz, sin agua. 

Y ni siquiera así paramos la pelea. Lo que hicimos fue sacarla al vecindario, cuando varios de nosotros pudimos dejar la casa.

Y entonces la discusión continuó, aunque con otros términos. Extendimos la pelea por las calles cercanas y nos involucramos en las peleas ajenas, en las otras casas, sobre todo en aquellas donde nos usaban como buen o mal ejemplo. Nos convertimos en el invitado del que se habla como si no estuviera ahí, pero también en la visita que no sabe comportarse, que le explica a los demás su propia situación, que interrumpe a los anfitriones para decir cosas fuera de lugar, que se apresura a replicar a cualquier cuento ajeno con uno más dramático para insistir en que nadie le supera en sufrimiento. 

En algún momento empezamos también a mezclar nuestras peleas con las de los vecinos, que también están discutiendo, y en muy malos términos, por viejos problemas que nunca han podido o sabido resolver, o por nuevos conflictos que han ido extendiéndose por cada vecindario: demasiada gente de otros barrios que se quiere mudar al de uno, la falta de agua, la quema del monte, la creciente diferencia entre los que más tienen y los que menos. 

A lo largo de todo este proceso, hemos ido mostrando a los demás cómo somos en realidad, qué tenemos en la cabeza.

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Algunos de nosotros, ante la terrible circunstancia de emigrar sin nada a países que son en sí mismos muy problemáticos, y donde no sobra el empleo ni hay cultura institucional ni ciudadana para recibir una oleada súbita de inmigrantes desesperados, mostraron muy pronto que entre lo poco que llevaban con ellos al salir de Venezuela era el convencimiento de que el Estado los tenía que ayudar… así fuera un Estado extranjero, sin ninguna responsabilidad hacia nosotros. Protestamos en las redes sociales y en las calles de Colombia, Ecuador o Perú que no teníamos nada que comer, que no teníamos cómo movernos, que no teníamos dónde vivir. 

Hay que decir aquí que muchísimos de nuestros migrantes simplemente se fajan y se tratan de adaptar, pero sabemos que unos cuantos exhibieron ante los vecinos la certeza de que el Estado, así sea un Estado ajeno del cual uno no es ciudadano, está obligado a resolvernos directamente los problemas, a darnos una ayudaíta, como si en todas partes hubiera una renta petrolera que repartir. Es esa costumbre de pedirle a los gobiernos (que no es solo nuestra, pero que es muy nuestra), que existía antes del chavismo, pero que el chavismo, como sabemos todos, acentuó. 

También hay que decir que estos migrantes que exigían protección a los países de acogida, con un tono y unos métodos que no eran recomendables o aceptables, lo hacían no solo desde una mentalidad de asistencialismo estatal, sino desde la vulnerabilidad, desde una pobreza inocultable. Y hay que decir que esos venezolanos han sido tratados de parásitos y de marginales no solo por los vecinos en Colombia, Perú o Ecuador, por ejemplo, sino por otros venezolanos que se quedaron en casa, o que también se fueron pero en mejores condiciones. 

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Otros de nosotros se han dedicado con vehemencia y hasta con disciplina a decirle a todo el que nos quiera oír que quien es pobre es porque no trabaja, porque es flojo, porque es de piel morena, porque es defectuoso. Han exhumado el discurso del pueblo venezolano como una muchedumbre inherentemente inadecuada que viene desde la sociedad de castas de la colonia, se codificó en el gomecismo con Laureano Vallenilla y los positivistas, y se volvió a reforzar en los años de Pérez Jiménez. Como me dijo un amigo —tan venezolano como cualquier otro pero de ojos claros— “es que el venezolano no evolucionó bien genéticamente”. 

Mucha gente ha estado manifestándose en esos términos en estos últimos meses, y al hacerlo se sintoniza con los discursos xenófobos, aislacionistas y reaccionarios que han prosperado desde los extremos de la derecha y la izquierda en América y en Europa. No son ideas nuevas, no son ideas que estas personas acaban de adquirir: son ideas que siempre han estado entre nosotros y que parten no solo de prejuicios raciales y de clase, sino de una gran incapacidad para sentir empatía por el sufrimiento de los demás o para aceptar el hecho incontrovertible de que no todo el mundo nace con las mismas oportunidades, y de que por muy fajado que seas, por mucha bola que le eches, todo en la vida te va a costar muchísimo más si creces en el barrio La Florida de Valencia y estudias en una escuela pública que si creces en la Alta Florida de Caracas y estudias en un colegio bilingüe.

Hay que decir que no todo el que exhibe estas ideas es necesariamente una mala persona: hay mucha gente muy conservadora que ayuda muchísimo a los más necesitados, como también hay mucha gente supuestamente muy progresista que difícilmente se llevará la mano al bolsillo para mandar comida o medicinas a un barrio o un pueblito. 

Y hay que decir que esta dificultad para la empatía también fue algo que el chavismo acentuó. Porque es cierto que el chavismo puso el tema de la pobreza sobre la mesa cuando ascendió al poder a finales de los noventa, pero eso no nos hizo a los venezolanos más solidarios. Nunca fue la idea: el plan era usar ese déficit de empatía para dividir y vencer, un clásico del populismo.

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Cuando uno emigra se somete a unas cuantas pruebas que te hacen cambiar, y que te revelan muchas cosas sobre ti mismo. Es como casarse, como dejar la casa familiar para irte a estudiar a otro sitio, como sufrir una gran pérdida, como convertirte en padre o madre.

Eso que nos pasa como individuos aplica también para las sociedades. La migración masiva nos está poniendo enfrente un espejo donde podemos ver con claridad, si nos atrevemos, quiénes en verdad somos. Qué tenemos en la cabeza. Cuánto entendemos la democracia. Cuánto en verdad nos interesa. Qué queremos decir cuando hablamos de soberanía, de nacionalismo, de igualdad, de libertad. Cuánto hemos querido aprender de lo que nos pasó desde el Caracazo para acá.

Los años de chavismo habían hecho aflorar toda esa diversidad de mentalidades, pero según unas categorías cuidadosamente diseñadas para hacernos decir determinadas cosas. Sin embargo, lo que tenemos por opinión pública ya no es algo tan controlado por ese bando, ni por el otro. El aparato de propaganda chavista ya no es el que era, ni tiene a su maestro de ceremonias hablando sin parar. Los grandes medios que se le oponían ya no son un factor de influencia. Ni siquiera estamos todos encerrados en el asfixiante ecosistema polarizado que teníamos en 2002, ni estamos casi todos físicamente en el mismo sitio. 

No, ahora lo que pensamos y decimos corre mucho más por nuestra cuenta. Es mucho más producto de lo que decidimos que es verdad y que es mentira cuando consumimos las redes sociales o nos pasamos cosas por WhatsApp. Y esas decisiones están mediadas por lo que ya pensamos nosotros. Ya no le podemos echar la culpa de lo que opinamos a Chávez o a Globovisión. Es 2020 y estamos regados por todos lados, gritando por doquier lo que nos sale de adentro, desnudos por la calle.

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Nada de esto lo podemos controlar. ¿Cómo pretender influir en una opinión pública con este nivel de fragmentación, de desconfianza, de falta de grandes referencias?

La pregunta es qué iremos siendo. Y hasta qué punto podremos seguir siendo una comunidad. Hasta qué punto seguiremos siendo una familia que se pelea, y no gente que se separa de manera irreversible, para más nunca volverse a hablar.