Venezuela es Venezuela

Algunos venezolanos, y unos cuantos extranjeros, han cogido la mala costumbre de ver nuestra situación con una perspectiva que pertenece a otro lugar y a otro contexto

Caracas desde Villa El Cerrito. De la serie A veces Caracas

Foto: Efrén Hernández Arias

Venezuela no es Cuba. 

Los factores que hicieron que la revolución cubana se consolidara son específicos de su época y de su lugar, y del modo en que se dieron las cosas en los primeros años del régimen castrista. Por mucho que lo haya intentado —y cómo se ha esforzado, cómo sigue esforzándose hoy—, el régimen castrista nunca logró reproducirse en ningún otro país del mismo modo que en Cuba, ni siquiera en la Nicaragua sandinista ni en el Chile de Allende. Y no lo ha logrado ni lo logrará en Venezuela. Hoy, la miseria de Cuba y Venezuela pueden lucir similares en la superficie, pero en Cuba no ocurrió la destrucción de una economía con relativo desarrollo como la que había en Venezuela en 1998, ni tampoco existe en esa isla la fragmentación de la violencia de esta Venezuela en la que la dictadura tiene que valerse de bandas para que la defiendan. Los cubanos no tienen la experiencia democrática que los venezolanos sí tenemos; los venezolanos no hemos vivido un régimen verdaderamente totalitario como el de Cuba, con expediciones armadas en otros países, fusilamientos masivos y campos de concentración. 

Así que, por mucha conexión que haya entre ambas dictaduras, Venezuela no es lo que el chavismo más castrista pretende que sea… y tampoco la situación venezolana se puede explicar con las categorías con que lo pueda hacer el exilio cubano. Cuando diga la propaganda chavista que Cuba y Venezuela son ya la misma cosa, está mintiendo. Cuando te digan en Miami “eso pasó igualito en Cuba”, están pelando. Las diferencias son muchas. No se puede entender Venezuela ni con los ojos del castrismo ni con los del anticastrismo.    

Venezuela no es España.

La presencia venezolana en España, y los vínculos culturales y familiares que creó la emigración ibérica a Venezuela en el siglo XX, hacen que el tema venezolano sea muy relevante en la Península, pero el modo en que se ha ido tratando allá tiende a ser superficial y reduccionista, porque en general no se trata de entender lo que nos pasa a nosotros, sino de acusar al adversario político porque en el pasado haya enaltecido al chavismo o porque hoy defiende a la oposición. Muchos españoles han usado el tema Venezuela como un arma arrojadiza dentro de una polarización que puede coincidir con la nuestra en algunas conductas —la imposibilidad de los consensos, la hipertensión emocional, la manipulación del pasado—, pero que es producto de tensiones políticas, sociales y regionales que son propias de España. 

Entonces, si te dicen “eso mismo está pasando en España”, es porque simplemente están usando la escandalosamente visible tragedia venezolana como un pretexto para hablar de una realidad, la española, que está aparte, y bien aparte, de la nuestra. La polarización española viene de lejos: uno puede rastrear la estirpe ideológica de cada bando hasta el franquismo y antes, hasta por lo menos la República y la Guerra Civil. Algo muy parecido pasa en Colombia, donde también están todo el tiempo hablando de nosotros. 

Pero Venezuela tampoco es Colombia.

Las divisiones políticas en ese país, que son enormes, antiguas y están profundamente enraizadas en la sociedad colombiana, son expresión de desigualdades muy dramáticas entre ciudad y campo, entre los que tienen mucho y los que no tienen nada. Se podrá decir que en Venezuela también las hay, pero no son iguales; con Colombia hay que tener en cuenta algunos detalles clave para imaginar cómo ellos nos pueden ver de un modo distinto a como nos vemos nosotros mismos. Uno, ningún otro país siente más directamente el peso de la migración venezolana ni del desmoronamiento de la capacidad del Estado venezolano para mantener el orden o el monopolio de la violencia. Dos, ningún otro país tiene una relación familiar tan larga y fuerte con Venezuela: son muchísimas las familias binacionales y con ningún otro Estado ocurre, por ejemplo, que niños venezolanos crucen cada día la frontera para ir a ver clases allí. Y tres, recién ahora es que Colombia está tratando de salir de un conflicto armado que empezó en los años sesenta, el más largo del mundo, que es el contexto detrás del narco y de la emigración colombiana y del modo en que esa nación se relaciona consigo misma y con Venezuela. Esos tres detalles revelan dos realidades simultáneas: ningún país está más cerca de Venezuela que Colombia, pero al mismo tiempo, hay diferencias históricas muy hondas entre cada una. 

Entonces, antes de pensar que Venezuela se ha “colombianizado” o que el gobierno en Bogotá tomará decisiones como si Venezuela estuviera bajo su responsabilidad, tenemos que recordar que Colombia se rige por factores, normas, costumbres, demandas distintas a las nuestras.

Venezuela no es Estados Unidos.

No lo digo respecto a las obvias diferencias, fuera de proporción, en términos de desarrollo económico, sino porque esa otra sociedad polarizada, crispada, atrapada en debates dolorosísimos que no se terminan de resolver nunca —lo que allá llaman algunos las culture wars—, proyecta esos debates sobre otros temas, como el venezolano. Es entonces cuando ves en los medios gringos, a lo largo de su espectro político desde los propagandistas de Maduro hasta los supremacistas blancos, interpretaciones de la realidad venezolana que no son más que composiciones con las mismas etiquetas de colores que les pegan a la realidad estadounidense, como Post-Its, los distintos ejércitos de las culture wars. Miran hacia Venezuela y desde las izquierdas en las universidades o las revistas le ponen colonialism, white domination, imperialism, capitalism, y ya, that’s it, y desde las derechas igualmente ruidosas y simplistas en Fox News o en Twitter le zampan Cuba, drugs, shithole country’s third world, socialism, y más nada. 

Pero bueno, esos son ellos mirando al resto del mundo, que suele ser borroso para los estadounidenses, desde las perspectivas de sus conflictos internos: el problema es que un venezolano se apropie de esos estereotipos ajenos para evaluar su propio país, cuando al mudarse a Estados Unidos comienza a ser rodeado por esa otra opinión pública.      

Todo esto pasa porque la magnitud de nuestro drama toca a varios otros países. Y bueno, sí, pasa mucho y seguirá pasando que una pila de gente se sienta autorizada a explicarnos Venezuela desde sus ópticas particulares —la de un cubano de Miami obsesionado con el comunismo; o la de un independentista catalán de izquierda que como detesta al partido Ciudadanos extiende su rencor a la oposición venezolana que ese partido español de centro derecha respalda públicamente. 

Pero eso no puede justificar que nosotros empecemos a ver la realidad de la que venimos con la misma estrechez, superficialidad y necia prepotencia con que lo hacen quienes nunca han pisado Venezuela, y si lo han hecho ha sido dentro de un tour chavista o sin ver más que el este de Caracas.   

Venezuela es Venezuela. No otra cosa. 

Es un país con su propia historia, sus propias condiciones, sus propias complejidades. El peso del petróleo en la configuración de lo que somos desde mitad del siglo XX nos distingue del resto de América. Las décadas de democracia antes de Chávez, sin dictaduras ni conflictos internos interrumpiéndolas, son únicas en América del Sur. La ecuación étnica y geográfica de nuestro país es distinta. 

Venezuela no es la fantasía de un idiota con una franela del Che ni de otro idiota que extraña a Franco. No es una revolución exótica con la que soñar desde un café del Boulevard Saint Germain ni simplemente un mercado donde vender iPhones o Nutella. Venezuela es una nación, con fracasos, con logros, con inmensos conflictos que no hemos logrado resolver. 

Nosotros somos nosotros, y ese nosotros lo tenemos que entender con una mirada que nadie más que nosotros puede tener.