Una ciudad a puertas cerradas

Quedarse varada durante la pandemia en una ciudad desconocida significa aprender a lidiar con un nuevo tipo de nostalgia y miedo, aprender quiénes somos cuando estamos solos, cómo crecer desde la incertidumbre y dar las gracias por las lecciones aprendidas

Esta nueva ciudad que me había dado cobijo imprevisto durante la pandemia me empezó a recordar cada vez más a casa

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Llegué a Santiago al final del verano austral, y mi primera impresión de la ciudad fue que el sol quemaba de una manera extraña. La ciudad ya no estaba en llamas después del estallido, pero sí estaba en ebullición. Caminar por el centro seguía siendo peligroso y las calles no tenían asfalto porque las habían convertido en rocas durante las protestas de octubre. No había iluminación, ni semáforos, ni bancos, ni grama, ni pasos peatonales. A veces, las luces de los carabineros alumbraban el camino y era mejor evitarlos.

La vista de Santiago desde Ñuñoa.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

“No se sabe dónde torturan, pero probablemente usen los mismos pasadizos secretos que usaba Pinochet en Baquedano”, me dijo Pamela, una amiga de Callán, la primera vez que caminamos el centro de noche. 

Mientras caminábamos, nos teníamos que cubrir la boca porque las paredes de los edificios olían a lacrimógena; las mismas paredes que narraban los problemas de un país: No + Femicidios, ¿Quién mató a Camilo Catrillanca?, No + Sename, La prensa miente, Nacimos de violaciones a indígenas, No + AFP. Murales de Victor Jara con las manos amputadas convivían con pósters de militares en flor de loto y esténciles de ojos mutilados adornaban todas las esquinas. 

A pesar del invierno y debido a la pandemia y a los problemas de albergue en la ciudad, muchas personas siguieron durmiendo en la calle frente a los negocios cerrados.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

La idea era visitar a mi hermana. Iba a estar un mes con ella, jugando con mi sobrina Zoe y conociendo la ciudad. Iba a ir a galerías, escuchar música, tomar vino, trabajar y volver a mi casa en Caracas. Pero antes de volver cerraron Venezuela y poco después cerraron Chile. Podía salir al mercado y a pasear a Bolt, el perro de la casa, con permiso de la policía. También podía ver desde la ventana cómo la cordillera iba cambiando de color. Desde el principio supe que no iba a poder volver a casa en un buen tiempo, así que con la llegada del otoño decidí alquilar una habitación y me mudé a Barrio Italia, un barrio viejo de arquitectura europea, edificios pequeños y casas grandes, con calles de piedra y árboles desnudos. Barrio Italia es una zona de galerías, restaurantes, librerías y bares. Ahora era un barrio dormido. 

La cordillera en verano, desde el templo Bahá’í de Sudamérica.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

Me mudé con un fotógrafo de Arica que no conocía. Sí conocía su trabajo, porque Ro es el director de arte de Javiera Mena, una de las artistas independientes más conocidas de Chile. La única, junto a Shakira, que me ha acompañado desde la adolescencia en cada corazón roto. Era un apartamento poco común en Santiago, donde la mayoría de los apartamentos son cajas de fósforos, distribuidos de la misma manera, con las mismas cocinas, los mismos pisos y los mismos baños. El apartamento de Ro es de techo alto, con una sala amplia que sirve de estudio de fotografía y pisos de madera. No tiene vista a la cordillera, pero sí mira al este, así que la casa siempre está iluminada. Como estábamos encerrados, y así estuvimos por cinco meses, veíamos los atardeceres desde la ventana de mi habitación y hablábamos de los casi seiscientos vibradores y otros juguetes sexuales que habían invadido nuestro apartamento para ser fotografiados. 

Quisiera escribir sobre esta extensa ciudad, pero hasta ahora mi estadía en Chile la he vivido desde el encierro. Ro veía las noticias en su habitación y desayunábamos hablando de las cientos de pequeñas protestas que se iban dando en distintos puntos del país. Poco a poco, el eslogan de las protestas pasó de ser “Dignidad” a “Hambre”, y esta nueva ciudad que me había dado cobijo durante la pandemia me empezó a recordar cada vez más a casa. 

A veces cae el sol y se empiezan a escuchar cientos de cacerolas alrededor. Suele haber dos opciones. La primera: Piñera habla por televisión nacional, miente, y dice que la pandemia está bajo control a pesar de que Chile llegó a ser el país con más contagios per cápita y la prensa ardía en noticias de cómo se ocultaban los números de los muertos. La segunda era menos común, pero un poco más espeluznante: había ocurrido un nuevo femicidio en el país y, desde la casa, todos alertaban y protestaban en contra de otro asesinato que pudo haberse sido evitado. Nunca había estado en una ciudad en la que cada crimen contra la mujer tuviera una respuesta así de ruidosa, ni Barcelona, que fue el primer lugar donde entendí que ciudades enteras podían vivir a través del feminismo. 

Con el inicio de la cuarentena, la ciudad estaba todavía pintada de graffities del día de la marcha de las mujeres, a la que acudieron más de un millón de mujeres.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

Además de estos ruidos de protesta, también llama la atención el silencio con el que se vive cada temblor, como si nada estuviera ocurriendo, y como si nadie tuviera permiso a reaccionar ante los movimientos de la tierra. Aparentemente el que se asusta, pierde. 

Parque Bustamante y sus jacarandas que empiezan a florear.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

Sin ver las estrellas

En Santiago todo es un misterio. Mi hermana y yo bromeamos con que Santiago es la ciudad que siempre duerme. Los domingos parecen un primero de enero y la noche se oculta en esquinas remotas de la ciudad. La primera fiesta a la que me invitaron era en una casa clandestina cerca del Cementerio General, y en los flyers del primer concierto al que fui ni siquiera mencionaba qué músicos tocarían. “¿Por qué nunca hay información pública acerca de las fiestas?”, le pregunté a Paola, la coordinadora general del Museo de Arte Contemporáneo en Chile, “Porque no quieren que vaya todo el mundo, solo los que tengan que ir”. Me respondió. 

Atardecer desde Vicuña Mackenna, avenida que atraviesa la ciudad.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

Al principio pensé que era otra de las tantas heridas abiertas de la dictadura de Pinochet, y que se había establecido una dinámica social en la que todo ocurre a puertas cerradas, donde solo estén los que tengan que estar. Pero Ro piensa que el misterio de la ciudad se relaciona más con su naturaleza elitista. Describe a Santiago como una ciudad en la que nada funciona a menos que conozcas a alguien, nada es divertido a menos que tengas a alguien que te muestre a dónde ir, donde nada es amable a menos que tu entorno te ayude a surfear las muchas olas de una ciudad herida y con ganas de crecer. “Es esto una ciudad que ocurre a puertas cerradas”, me dijo un día después de caminar por Parque Bustamante, un parque largo y gris en invierno, con paredes pintadas de colores durante las protestas y totalmente vacío por la cuarentena. 

Antes del toque de queda, la vida nocturna ofrecía una libertad que no se veía durante el día.

En el día todo el mundo estaba absorto en el trabajo, pero en la noche podías ir a La Matrix, en el centro, y bailar toda la noche en un bar subterráneo que todavía apesta a lacrimógena. En La Purga se ofrecen fiestas de hard electro en un galpón sin luz. En Bellavista podías disfrutar del show de luces y los turistas. También están los bares y los toques en plazas, y con vino y porro puedes ir a pasar toda la noche. Sentía que Santiago sólo era una ciudad verdaderamente libre cuando caía la noche. Pero con la llegada del toque de queda, todos los locales cerraron sus puertas, menos los clandestinos que vibraban en reguetón detrás las santamarías. 

Entonces los dj se fueron a internet, igual que todos durante la pandemia. Músicos y artistas sonoros empezaron a tocar desde sus casas y la comunidad trans disidente empezó a organizar fiestas para recolectar fondos para ayudar a personas trans que se habían quedado en la calle. La fiesta santiaguina encontró un nuevo espacio, lejano, pero que les permitía verse la cara. Kandimilk, trabajadora sexual y performer conocida en las fiestas santiaguinas, bailaba reguetón con ropa interior de cristales por la cámara y al menos dos mil personas bailaban con ella. Club Quarantine mostraba a djs chilenos e internacionales por zoom, y seleccionaba treinta segundos de cada persona que había asistido a la fiesta. Lo que antes era un encuentro en un espacio común, ahora era un vistazo a la privacidad de cada persona. Era la misma ciudad a puertas cerradas, pero nadie nunca salía de las fiestas a ver las estrellas. 

El hoyo sagrado

Otra forma de conocer una ciudad cerrada es a través de su arte: las historias de Alejandro Zambra, que narran su infancia en Santiago con personajes salidos de un sueño; los documentales de la historia política y económica de Chile y los documentales experimentales de Patricio Guzmán; la poesía de Nicanor Parra y  la de Gabriela Mistral, que le canta a Chile,  a sus plantas, sus animales, los ríos, el mar, los lugares; la música de los Prisioneros y el rock con  poesía leída de González y Los Asistentes, y Raúl Zúrita (que me enseñaron el mantra: todo está bien, todo está condenadamente bien). La fotografía de ancianos, travestis, prostitutas y pacientes psiquiátricos de Paz Errázuriz; los grabados de Carlos Donaire hechos durante el gobierno de Allende; el arte visual de Josefina Guilisasti y el muralismo contra la dictadura de la Brigada Ramona Parra. Ro también hace música en su habitación y lo escucho batallar con canciones de ritmos ochentosos y letras bucólicas. Compone y piensa su música gracias a Drimi, un personaje de pelo negro hasta la cadera que le permite explorar la fluidez de su identidad de género. Admiro mucho su forma de ser fuerte y vulnerable al mismo tiempo, y su forma de enseñarme que el arte siempre es la mejor casa para encontrarnos cuando estamos perdidos. 

En Caracas hay mangos y en Santiago hay uvas por la ciudad.

Foto: Gabriela Mesones Rojo

Eventualmente encontré un poema, con el que conecté a pesar de que su autor fuera un nacionalsocialista y esotérico chileno, valorado sólo por un pequeño grupo de colegas y escritores. Miguel Serrano también hablaba de una ciudad secreta (“Pero todavía existe el Santiago secreto, los cités, los viejos barrios, Avenida Matta, Mapocho. En todas partes hay secretos lugares, secretas plazas. A pesar de los rascacielos”). Pero Serrano también describe a Chile como un lugar especial, del cual es muy difícil salir: «Chile es como un hoyo entre montañas. Quien aquí cae, no podrá salir ya. Un hoyo angustioso y penitente. Las paredes resbaladizas no permiten la subida. Las piernas y las manos llagan en el intento y las uñas se destrozan sobre la roca. ¿Qué hacer? ¿Por qué estamos aquí? (…) Chile es como un hoyo sagrado y penitente, que destroza, pero que intensifica la conciencia al extremo de permitir una comprensión y una profundidad inexistentes en otro lugar de la tierra. (…) La vida es breve; pero honda. Los años y los siglos se cumplen hacia adentro, descubriendo el cosmos en la profundidad de una gota de agua, o en un grano de tierra desprendido de los montes«.  

Chile a pesar de todo es un buen lugar para preguntarle cosas al universo y entender quiénes somos cuando estamos solos, aunque te empiecen a gustar poemas de alguien que alguna vez apoyó el nazismo. 

Azotea de mi segunda en Pocuro.

Foto: Gabriela Mesones Rojo