“¿Qué tú quieres? ¿Que te arregle el air conditioner hoy? Eso son 150 pesos extra”. Con esa decisión arranca un sábado cualquiera de verano: condenar a la familia a un fin de semana de sauna o bajarse de la mula.
En Miami el aire acondicionado es tan necesario como el oxígeno. A veces da la impresión de que se vive en Mercurio, con la diferencia de que al salir del hermetismo del ambiente temperado, la humedad hace que al inhalar sientas que respiras agua… y te ahogas.
Esa dependencia de algo tan artificial como el aire acondicionado fue, quizás, lo que más me costó asimilar en este lugar. En otra vida, cuando me tocaba pasar el día metido en una oficina, sufría contando los minutos para salir y respirar de verdad. Entre todas las cosas que recordamos con nostalgia los caraqueños que emigramos, hay un montón que son pura paja, pero el clima sí es indiscutible: Caracas tiene el mejor clima del mundo. Full stop.
La cura al hermetismo del aire de la oficina estaba en una rápida excursión a Sabas Nieves después del trabajo —excursión que había que hacer con linterna cuando Chávez cambió a Venezuela de huso horario. Y la cura para todo lo demás, en las mal ponderadas olas del estado Vargas.
Toda mudanza implica un rompimiento con lo habitual.
Yo estaba acostumbrado a una interacción con la naturaleza que había dado por sentada toda mi vida. Y un día me encuentro en Miami, con sus edificios de cartón y sus autopistas suicidas.
Completamente desubicado, y sin entender un carrizo: ¿Qué es esto? ¿Es una ciudad? ¿Un continente? ¿Dónde empieza y dónde termina?
Miami ha recorrido mucho camino para llegar al despelote que es hoy. Son 150 kilómetros cuadrados. South Miami, Doral, Coral Gables, Hialeah, Brickell, Downtown, Midtown, Little Havana, South Beach… Todas pequeñas ciudades, parte de este pequeño reino/país. Lugares tan distintos como pueden ser Nueva York y Seattle o Caracas y Barquisimeto. El tacón de la bota de EEUU, donde los caribes dicen que se entienden. Pero no se unen. Son distintas tribus y clanes, distintas nacionalidades y acentos, y un par de gringos que quedaron mal parados, como perros en autopista.
Nadie es de aquí, salvo los cubanos y los hijos de uno.
Miami salvaje
¿Se suponía que viviera gente aquí? Probablemente no.
Miami debía ser de su fauna, y no me refiero a los sapiens cubanos, venezolanos, argentinos, colombianos y demás variaciones de gente que habla español. Sino a su otra fauna. Porque, recordemos: esto es un pantano. Los verdaderos locales aquí son el cocodrilo que te encuentras en el parque mientras juegas con los niños, los mapaches que chillan desafiantes mientras escudriñan en la basura, los rabipelados que cruzan por la cerca con tumbao de guapo, y las culebras. Hay culebras en esta vaina. Y no solo culebritas de jardín. No. Pitones. Tragavenados que, por supuesto, no son de la zona y están acabando con el ecosistema de los Everglades. También están las guacamayas de la US-1, azules y amarillas (yep), que empezaron a aparecer al mismo tiempo que la Harina PAN. Y bueno, los impelables pavos reales que se ven entre Coconut Grove y Pinecrest, que son muy bellos pero son como las sirenas de las calles de Miami, la gente se distrae viéndolos y choca. Nojoda.
Pero entre tanto monte y culebra, tenía que haber algo, un pedazo de naturaleza, un charco donde pudiera embarrarme. Y sí. Lo primero que me salvó la vida en Miami fue la bicicleta montañera. Montañera, así mismo.
En los alrededores de Miami hay varios circuitos de bicicleta montañera. En Virginia Key, el que tengo más cerca, encontré varios kilómetros de curvas, piedras, saltos y tierra entre un bosque de pinos frente al mar. Nada despreciable. Hay al menos tres más a una distancia como para hacer un paseo de fin de semana en parques cerca de Aventura (Oletta), Hialeah (Amelia Earhart) y Weston (Markham).
Como todos los gremios, los ciclistas de Miami no son muy abiertos y preservan sus pequeños clubs. Pero cuando en 2017 pegó el huracán Irma, y el circuito de Virginia Key quedó completamente destruído, la comunidad se unió para trabajar en la reconstrucción durante meses.
Esa disposición a reconstruir es una característica muy de Miami, porque quien vive aquí sabe que en algún momento le va a tocar.
Desde 1896, cuando al señor Flagler se le ocurrió urbanizar un pantano, la ciudad ha sido azotada por burbujas inmobiliarias y huracanes casi que de manera cíclica. Se rotan para fregar a la gente que vive aquí, y luego los mayameros reconstruyen su vaina y siguen.
Un mar sin olas
La maldición de un surfista en Miami se llama the Bahama Shadow, la Sombra de las Bahamas. Si vemos el “sur de la Florida” (como le dicen en los comerciales de inmuebles) en un mapa, se ve claramente como la cadena de islas baja, en paralelo, desde el condado de Broward hasta Key West. Así, cualquier swell que pueda generarse en el Atlántico muere al chocar con ese gigante malecón natural, y entonces hay que conformarse con lo que los vientos puedan generar en el pequeño estrecho entre las Bahamas y Miami.
“Aquí no vas a surfear”, me comentó un amigo cuando llegamos hace cinco años. “Búscate otra cosa”. Yo no podía creer que en esta costa tan larga no hubiese una maldita ola. Si hay playa, hay olas. Y en efecto.
Pero tuve que aprender a adaptarme al lugar, a las pequeñas olas, a las mínimos e importantes cambios de marea, a los locales, y a las temporadas. También tuve que aprender a no morirme de un infarto con los tiburones que pasean, como quien no quiere la cosa, por la orilla.
Fue un cambio de paradigma para mí. Buscar una tabla más grande, que flotara más y pudiera llevarme sobre las mínimas olas de South Beach. El longboard es una disciplina distinta al surf al que yo estaba acostumbrado, de tabla corta en playa Pelúa y Pantaleta. Es un poco más lento y elegante, sabroso igual. Adaptarse es parte de emigrar.
Me adapté a surfear en South Beach, que no es ideal pues es la playa surfeable que probablemente está más al sur de los Estados Unidos, en toda la esquina de 1st Street, y por tanto la que sufre más por el Bahama Shadow. Pero a veces la comodidad gana. Como con los colegios: el mejor es el que te queda más cerca. Y sin embargo, me ha dado cosas que agradezco. La oportunidad, de vez en cuando, de surfear antes de trabajar; y un par de recuerdos enseñando a mis hijas en pequeñas olas color verde esmeralda.
Al final del verano, en la temporada de caza de huracanes, mientras la mayoría de la gente está preocupada montando shutters y comprando enlatados, los surfistas de Miami enceran sus tablas y ruegan por que el huracán pase cerca. Durante el invierno hay bastante viento (cosa que no es necesariamente buena para el surf), pero es la temporada constante de olas.
Y cuando no hay absolutamente nada de olas, tener un paddle board a la mano es bastante útil. En cualquier canal te puedes lanzar al agua y salir al mar. Es terapéutico, y tienes chance de ver muchos manatíes, mantarrayas y tiburones. Siempre tiburones.
Cuando Miami hace clic
Pero a veces puede pasar que durante el invierno, un sistema de presión al noreste manda un swell al suroeste, y este entra directo por el estrecho y descarga toda su fuerza sobre la playa que se encuentra más al sur de los Estados Unidos. Y solo ahí, por un instante, entre las tangas y el reguetón, se pueden disfrutar poderosas olas que envidiarían en Bali (aunque pase una vez cada siete años, como un sabático). Y es perfecto.
Así como también puede pasar que un día comes un rico arroz caldoso con escargots y conejo y bebes, y no sientes que te atracaron, y dices “esto hay que bajarlo caminando”. Y caminas, en esas cuatro calles de Downtown que emulan una esquina de Nueva York, entre olores diversos y grupos de gente sin casa, hasta encontrarte con Le Chat Noir justo a la hora que empieza una descarga de jazz de Coky García and the García Brothers en el sótano de ese bar que alguna vez fue un refugio antibombas. Puede pasar. Y cuando Miami hace clic, es perfecto.
Miami parece una ciudad armada por un niño que tenía todos sus Legos desarmados y desordenados en una misma caja.
Hay que buscar las piezas que le sirven a uno para armarla. Nada combina, pero todo encaja.
Eso sí, de los 150 pesos del air conditioner no te salvas. Porque en Miami no hay tregua: pagas o te quemas.