La vuelta al planeta en bicicleta

El mundo de casi todos nosotros es una urbe: si te mudas a otra, cambias de mundo, sobre todo si es para otro país. Con la mayor del hemisferio, comienza esta serie de crónicas sobre nuestras ciudades de acogida

Los domingos por la mañana cierran Reforma para que la gente la recorra a pie, en patines o bicicleta. Es de las avenidas más hermosas del mundo, sin duda. Ni se diga en abril, cuando están las jacarandas en flor y el cielo tan limpio como los de enero en Caracas. Solamente falta el Ávila, eso sí; no solamente como complemento perfecto para el paisaje o por mera nostalgia, sino para saber, por fin, dónde queda el norte aquí. 

Ese paseo por Reforma lo habíamos hecho ya varias veces, algunos domingos acompañados por amigos y con bicicletas prestadas, otros con bicis de alquiler, después —con la fiebre y el hábito— a solas y sobre bicis propias. Era probablemente el momento más feliz de la semana; pasábamos junto a la Diana Cazadora, después saludábamos al Ángel (hay algo en esa estatua dorada que corona la torre que, no importa cuánto tiempo tengas viviendo en Ciudad de México ni con cuánta frecuencia te lo cruces, siempre causará el mismo efecto: te hará sentir un turista, un humilde visitante de a pie que se topa por primera vez con este planeta fascinante llamado México). Más tarde, a todo pedal, junto a la Glorieta de La Palma, por el Monumento a Cuauhtémoc y por el de Colón. Raudos y veloces (mi esposa siempre un poco más adelante, siempre con más energía, girándose sobre el hombro a veces para ver por dónde me quedé) dándole duro hacia la enorme estatua amarilla conocida como “El caballito” de Sebastián, para allí  dar un giro a la derecha por Juárez para pasar junto a la Alameda, encaminarnos entonces hacia el centro, dar una vuelta al Zócalo y emprender, finalmente, el regreso hacia Reforma para recorrerla otra vez pero ahora en sentido contrario. 

Lo que no nos advirtieron nunca era que había un domingo especial, uno que se daba eventualmente, distinto a los demás, en el que el circuito era más extenso, alterado para que recorriera otras partes de la ciudad.

Hay algo muy delicado en México: si te sales de la ruta que con tanto ahínco has logrado aprender, serás sutilmente expulsado y arrojado indefectiblemente a otro planeta. Un planeta indescifrable que se parece al que conoces pero es absolutamente distinto.

Y así fue como ese domingo nos salimos sin darnos cuenta del planeta conocido, porque en vez de tomar la salida a la izquierda seguimos al pelotón de ciclistas que continuaba hacia la derecha, y nos hundimos en el espacio exterior, pedaleando —felices e ingenuos— hacia las entrañas de un universo insospechado.

Lo primero en reparar, ya traspasada la frontera de la dimensión alterna, fue que la calle ya no estaba del todo cerrada para ciclistas y peatones. Había que maniobrar ahora entre carros, vendedores ambulantes, motos, perros callejeros, patrullas de policía. Más tarde nos dimos cuenta de que el nutrido pelotón del que hacía poco formábamos parte se había ido disgregando en el camino, como diezmado por una plaga silenciosa. Los sobrevivientes éramos pocos. Pronto seríamos tan escasos que éramos solamente dos. 

El sol estaba alto. Habíamos salido de casa hacía unas cuatro horas ya, nos ganaba el agotamiento, el sudor brotaba por lugares de los que ni sabíamos que podían sudar. En un punto nos detuvimos junto a un grupo de policías que tenían un punto de control bajo un puente, y me acerqué a uno de ellos; mientras le hablaba me di cuenta de que tenía cara de que había visto muchas cosas en la vida, luego puso cara de que jamás había escuchado un acento como el mío y menos formulando una pregunta tan rara. 

—Disculpe, estamos perdidos, ¿cómo hacemos para volver a Reforma? —le dije. 

—No mames —fue su respuesta. No me sentí extranjero, me sentí extraterrestre. 

Intentamos detener un taxi, no nos querían llevar con las bicicletas. Intentamos tomar el metro, no se podía entrar con las bicis. 

—¿Será que abandonamos las bicicletas y salvamos la vida?

—No, están nuevas, no las vamos a perder, sigamos un poco más. 

—Vuelve a intentar con Liliana a ver si nos atiende y nos dice cómo salir de aquí.

«Estábamos lejos de casa aún, pero simplemente el hecho de saber cómo llegar nos reavivaba las fuerzas»

Foto: José Urriola

Seguimos pedaleando. El sol nos castigaba con ensañamiento. Sus estragos ya se notaban en la nuca, los muslos, los antebrazos. La insolación era voraz, inminente. Los aviones volaban cada vez más cerca. El aeropuerto internacional Benito Juárez queda a diecisiete kilómetros de nuestra casa. Todo parecía indicar que estábamos a dieciséis kilómetros del hogar. Dieciséis y medio, si contamos que ese avión de Lufthansa en vuelo rasante nos ha despeinado al aterrizar. 

Finalmente nos atendió nuestra amiga Liliana: estuvo de fiesta ayer, la habíamos despertado, la acribillamos a preguntas en medio de la resaca. 

—Tenemos horas pedaleando. Estamos cerca del aeropuerto. El letrero más cercano dice Añil 4 —hablamos como náufragos, con un hilo de voz. 

—¿Cómo que en el aeropuerto… cómo que Añil 4? —lo bueno es que la voz de Liliana evidenciaba que la angustia es mejor remedio para la resaca que una bebida energética. No se despegó de la línea y emprendimos el regreso a casa bajo sus direcciones en tiempo real: 

—Qué dice el letrero, no, por ahí no, ese barrio es bravísimo, sigan adelante, perfecto, por ahí sí, continúen tres kilómetros, luego van a dar vuelta a la izquierda, sigan dos kilómetros más, luego van a toparse con Insurgentes, en Insurgentes siguen recto todo el tiempo hasta que conectan con Reforma, dan vuelta a la izquierda, ¿ya ahí se orientan? tranquilos, llegarán a su casa… pinches venezolanos. 

En Insurgentes nos sentimos aterrizar en un planeta conocido. Estábamos lejos de casa aún, pero simplemente el hecho de saber cómo llegar nos reavivaba las fuerzas. Nos detuvimos en un lugar de hamburguesas. Había lugar para estacionar las bicis, necesitábamos comer algo, utilizar el baño. Antes de hincarle el diente a las papas fritas, nos quedamos largos minutos como sonámbulos mirando un punto muerto sobre los letreros de neón. Entonces intercambiamos frases de esas que no dicen nada pero lo resumen todo: 

–Qué bolas México, ¿no?

–Una vaina que no tiene nombre. 

Nos abrazamos. No dijimos nada más. No hacía falta. La mejor salsa es el hambre, decía Sancho Panza. Vaya a saber qué hubiera dicho al sentarse a comer después de haberse lanzado la aventura quijotesca en bici y por Ciudad de México. 

Sí, volvimos alguna vez a hacer el paseo dominical por Reforma en bicicleta. No, nunca más en un domingo de los especiales. Puros domingos normales, con circuito cerrado y con sumo cuidado de no salirnos de la ruta. Hasta que un día, el último domingo, estacionamos las bicis en un lugar bonito y transitado, un pequeño boulevard cerca de la calle Madero, y al regresar nos encontramos solamente con el vacío y la cadena rota. De las bicicletas ni rastro, se habían llevado hasta el candado. Preguntamos en los cafés y comercios cercanos, obviamente nadie sabía ni había visto nada. Había un grupo de policías en la esquina y estuvimos tentados de hacer la denuncia, pero en el camino hacia ellos nos detuvimos, nos miramos, entendimos que estábamos a punto de traspasar de nuevo el umbral hacia otro planeta desconocido, uno distinto que no quisiéramos conocer, y dijimos simplemente: “No mames…”.

Regresamos a casa, por Reforma, con sus jacarandas en flor. A pie. De la mano. Contentos de estar en México, con sus altos y sus bajos.