La marca de agua que llevamos dentro

Que Venecia es única no es algo que se perciba por completo un día atiborrado de turismo. Hay que vivir ahí hasta marearse al regresar a tierra firme y verla afrontar la inundación y la peste

Fuimos realmente felices en Venecia, una ciudad que nos dio mucho. Incluso una hija. Rápidamente nos sentimos como en casa, y eso siempre nos pareció gracioso: Amerigo Vespucci llamó Veneziola a las tierras que se perfilaban más allá de las orillas del lago de Maracaibo, por la semejanza que tenían los palafitos ante sus ojos con los edificios levantados sobre el agua por generaciones de venecianos; y más de 500 años después una pareja venezolana termina sintiendo muy suya la Laguna Véneta.

No somos los primeros extranjeros que se enamoran de Venecia, y ciertamente no seremos los últimos. El león alado que sabe leer es hábil encantando a quienes se adentran en su laberinto. Somos tan solo los últimos miembros de la legión de los incurables; un adjetivo que utilizó Joseph Brodsky en Marca de agua, su famoso ensayo sobre Venecia, para describirse a sí mismo y a quienes no logran superar la huella que esta ciudad imprimió en ellos.

En la fondamenta de los incurables quedaba un hospital para pacientes terminales. Brodsky llamó incurables a quienes se enamoran de Venecia.

Foto: Ricardo Avella

Brodsky nunca vivió en Venecia, pero pasó largas temporadas en la ciudad durante diecisiete años, siempre en invierno. Suficiente tiempo para que el poeta ruso considerara a Venecia su versión mundana del paraíso. Nosotros vivimos poco más de dieciocho meses en una estrecha calle a pocos metros de Campo Ruga, en el Sestiere di Castello. El mismo número de meses vividos por Brodsky en la laguna, pero de un solo tirón. 

Caminando sobre el agua

Si Venecia es un pez, Castello es su cola. Y como el Puente de la Libertad que conecta la isla con la tierra firme nace justo en la boca del pez, pudiera decirse que vivimos en uno de los barrios más alejados de la ciudad. Uno que es todavía habitado por una mayoría venexiana, lejos del turismo de masa, donde la lengua oficial es el dialecto local.

Llegamos desde Holanda, donde hacía un postgrado en Urbanismo en Delft. Yo debía cursar un semestre de intercambio en la Università IUAV di Venezia, y mi esposa comenzaría una maestría en regeneración urbana e innovación social unos meses más tarde en la misma universidad. Uno de mis intereses es el tema del agua en ciudades y territorios, por lo que la idea de mudarnos de los Países Bajos a la laguna de Venecia se me hizo muy atractiva desde el primer momento. En ambos contextos el hombre ha tenido que lidiar con el agua y sus riesgos para hacer de deltas, lagunas y humedales, lugares habitables. Gran parte de Holanda fue construida artificialmente por el hombre varios metros bajo el nivel del mar, secando pantanos y manteniéndolos libres de inundaciones con complejos sistemas de diques, canales, bombas, y compuertas. La República de Venecia también utilizó estrategias similares, pero además modificó el curso de grandes ríos alpinos que desembocaban naturalmente en la laguna, canalizándolos directamente hasta el mar para evitar que rellenaran el cuerpo de agua con sedimentos. Holandeses y venecianos hicieron de su territorio un proyecto. Sin embargo, fueron proyectos distintos. Los primeros se empeñaron en mantener seco un territorio ganado al Mar del Norte, y los otros preservaron artificialmente una laguna destinada a desaparecer. Fue una decisión estratégica desde un punto de vista militar y comercial: Venecia, la república marítima, debía seguir siendo una isla. En pocas palabras, los holandeses quisieron más tierra, y los venecianos prefirieron no perder el agua. Esta condición, obviamente, hizo de Venecia un lugar único en el mundo.

Pero la Reina del Adriático es especial por varios motivos, y uno de ellos es porque sigue siendo una ciudad enteramente peatonal. Es una lección de urbanismo. El mejor ejemplo de una ciudad que funciona perfectamente sin autos privados.

Los venecianos caminan en promedio cuatro kilómetros al día, y para ellos es algo natural. Todos, sin importar su clase social.

Si bien es cierto que existe una densa red de canales, moverse por agua tiene sus limitaciones y los últimos metros siempre tendrán que hacerse a pie. Los canales son usados por un excelente sistema de transporte público, por un reducido número de botes privados y por cientos de pequeñas embarcaciones que hacen posible el funcionamiento de la ciudad. La policía, los bomberos, las ambulancias, el correo, los transportes fúnebres, las mudanzas, el despacho de insumos, la recolección de la basura —todo ese tráfico logístico, se hace también por los canales, sin entrar en conflicto con quienes utilizan el espacio público. Allá la gente no compite con los vehículos.

Las cosas toman su tiempo en Venecia. La ciudad es grande, laberíntica, y muy pocos puentes cruzan el Canal Grande. Pero es tan compacta que los trayectos no se perciben tan largos como realmente son. Es como si las unidades de medida fuesen otras en la laguna. Las agujas del reloj siguen moviéndose al mismo ritmo que en el resto del mundo, los kilómetros siguen siendo de mil metros cada uno, pero en Venecia uno camina con gusto distancias que difícilmente haría a pie en otras ciudades. Cuatro kilómetros —o cincuenta minutos— separan la isla nueva del Tronchetto, en el oeste de Venecia, de la isla de San Pietro en el extremo opuesto; y dos kilómetros —o treinta minutos— hay desde le Zattere, en el sur, hasta le Fondamente Nove. Algo así como caminar en Caracas desde la estación de Chacaíto hasta Los Cortijos, y desde Chuao hasta la plaza de Los Palos Grandes. 

Para ir de un punto a otro, poca diferencia hace si se toma el transporte público o se va a pie. En vaporetto solo se ahorra energía y algunos milímetros de suela en los zapatos. Quienes no están acostumbrados a caminar encuentran la ciudad incómoda e ineficiente, pero los locales han hecho un hábito de esas largas caminatas.

La ciudad íntima

La vida tiene otro ritmo en Venecia, uno más pausado que nos educa sin que uno se dé cuenta. Para llegar al Palazzo Badoer, la sede donde estudiaba y luego trabajé, debía caminar tres cuartos de hora desde nuestra casa en Castello. Una hora y media al día, como mínimo, en la que estaba solo con mi intimidad. Un lujo que solo podía darme en Caracas cuando conseguía el tiempo para subir la montaña. Ni siquiera en Holanda, donde me movía diariamente en bicicleta, tenía ese privilegio. Probablemente porque la bicicleta tiene otra velocidad, aunque los urbanistas la consideren un medio de slow mobility. El hecho es que la lentitud y la intimidad son buenas compañeras; y en Venecia, esas valiosas horas de reflexión eran parte de mi rutina cotidiana. 

Vivir en la laguna es estar expuesto a la belleza. El espíritu está completamente desarmado, pero a cambio uno logra ver cosas que de otra manera jamás comprendería sin esas largas caminatas por calles, sotoporteghi, campos y fondamente

Mi caminata diaria hasta el Sestiere di San Polo comenzaba cruzando Via Garibaldi hasta llegar a la Riva dei Sette Martiri, donde se abre una perspectiva sobre el bacino de San Marco que nunca dejó de sorprenderme. El campanile de San Marco, acompañado por la cúpula de la Salute y el campanile de la Basilica di San Giorgio, enmarcan ese espacio de agua donde el Canal Grande y el de la Giudecca se encuentran frente a la Punta della Dogana. Esa vista, con sus mil tonos de azul celeste o con sus matices de rosa, naranja y lavanda que se alternan con las puestas del sol, me hicieron comprender que los colores usados por los vedutistas venecianos o por William Turner eran siempre un reflejo fiel de la realidad. 

Meteorología lagunar

Venecia es también la laguna y su cúmulo de ínsulas. No hablo de las más de cien islas unidas por pequeños puentes que conforman la ciudad histórica, ni de las islas de San Giorgio y la Giudecca que forman parte indisoluble del paisaje urbano. Me refiero al Lido y la Pellestrina, a San Michele y Murano, a Burano, Mazzorbo, y Torcello, a Sant’Erasmo y le Vignole, a la península de Cavallino-Treporti, e incluso los valles de pesca al sur y al norte de la laguna. La ciudad siempre ha abarcado todo aquello que toca el agua, pero al mismo tiempo el mundo del veneciano se reduce al tamaño de la laguna. 

Muy pronto, sin darnos cuenta, nosotros también nos aislamos. Sentíamos que solo existían las islas del archipiélago veneciano, y que la tierra firme quedaba demasiado lejos.

Una hora de viaje en barco y autobús separaba nuestra casa de la Pellestrina, un estrecho banco de arena con un caserío de pescadores que separa la laguna del Mar Adriático. Pero psicológicamente se nos hacía mucho más largo el viaje a la ciudad de Mestre en tierra firme, a pesar de que requería tan solo de cincuenta minutos. Dicen que algunos venecianos incluso se marean cuando salen de la laguna, tal y como sucede a los marineros al desembarcar. Pareciera una exageración, pero recuerdo muy bien el desequilibrio que sentimos por dos semanas cuando llegamos a la isla, sobre todo cuando nos sentábamos frente a nuestras computadoras. Meses después, una amiga nos dijo que ese mareo es bastante común. Una especie de iniciación para quienes llegan a Venecia.

Vivir en la laguna te hace sensible a los estados de ánimo de la naturaleza. Uno aprende a distinguir el viento Bora del Siroco y a medir el nivel de la marea con la mirada; a ver con los oídos cuando la ciudad amanece cubierta por la neblina, y a cambiar la rutina los días de acqua alta. Dieciséis siglos atrás, un grupo de refugiados de la tierra firme decidió establecerse en la laguna para protegerse de los invasores. Ese día, parafraseando a Marina Gasparini, los fundadores de Venecia cruzaron anillos con las aguas. Por eso “el abismo de Venecia sube a su encuentro en cada acqua alta: las profundidades del mar reclaman a su esposa eterna”. Pero si la fundación de esa Venecia originaria fue un acto de alianza con el agua, la canalización de sus ríos tributarios terminó por sellar su fatídico destino. 

La cuestión no es si Venecia desaparecerá algún día, sino cuándo. La apertura del puerto industrial de Marghera a inicios del siglo XX, el dragado de los canales para los grandes barcos en los años sesenta, y la reciente construcción del MOSE en las entradas de la laguna, harán que ese día llegue más pronto que tarde. Hay maneras de frenar el destino de la ciudad, en lugar de acelerarlo; pero la avaricia y el cortoplacismo de muchos venecianos no han permitido considerar esas opciones.

En noviembre, durante la temporada de acqua alta, el nivel de la marea sube por encima de lo normal más de una vez y partes enteras de la ciudad son cubiertas por un espejo de agua. Piazza San Marco es siempre la primera en inundarse, al estar tan sólo ochenta centímetros por encima del nivel del mar. Esos días no queda sino esperar el descenso de la marea unas horas más tarde. A menos que se trate de una marea excepcional, la ciudad no se paraliza con l’acqua alta. Quien vive en Venecia tiene un par de botas impermeables o un pantalón de pesca en su casa. Se camina lentamente para evitar que el agua entre en las botas a la altura de la rodilla, pero la vida continúa. 

Via Garibaldi inundada, un día de acqua alta con una marea excepcional

Foto: Ricardo Avella

Sin embargo, las cosas están cambiando. En los últimos veinte años las mareas excepcionales se han hecho cada vez más frecuentes. Se habla de acqua alta eccezionale cuando la marea supera los ciento cuarenta centímetros, y en estas tristes ocasiones el agua les recuerda su destino a los locales. El 12 de noviembre del año pasado, vivimos la segunda marea más alta en la historia de Venecia: ciento ochenta y siete centímetros. Cuando la marea bajó, se escuchaba el desasosiego en las conversaciones de los vecinos. No hace falta hablar el dialecto local para entenderlo. La ciudad entera parecía un campo de guerra. En todos los campos había montañas de basura y escombros, colchones mojados, neveras y lavadoras estropeadas. La ciudad todavía no ha logrado recuperarse de ese duro golpe y muchos han pensado abandonarla.

Nosotros tuvimos que despedirnos en contra de nuestra voluntad. No fueron las distancias, ni el aislamiento, ni las inundaciones las que motivaron nuestra partida, sino la falta de oportunidades. Nos fuimos, pero queríamos quedarnos. Hay quienes sostienen que Venecia es una metáfora planetaria; un minúsculo espejo del mundo rico en mensajes universales sobre buenos y malos gobiernos, sobre ciclos hegemónicos y el declive de grandes potencias, sobre nuestra precaria y frágil  relación con el medio ambiente. Para nosotros también es una metáfora de nuestro país de origen: otro lugar que abandonamos con una gran tristeza para buscar un futuro mejor.

Hoy vivimos en Bruselas, pero una parte de nosotros se quedó en la laguna para siempre. Nuestra marca de agua. Todavía nos preguntamos si abandonar Venecia fue una buena decisión. Además, en tiempos de pandemia la despedida se hizo amarga. Venecia se había ensimismado y el recuerdo de las grandes pestes del pasado estaba muy presente en las calles vacías. Los negocios cerraron poco a poco sus puertas, y los artículos esenciales comenzaron a escasear en los supermercados y farmacias. Cinco días después de haber dejado Venecia, el primer ministro Giuseppe Conte anunció que la provincia de Venecia entraría en cuarentena junto a Lombardía y otras trece provincias, antes de extender el decreto a todo el país horas más tarde. Todavía hay noches en las que pienso que de haber programado nuestro viaje a Bélgica para una semana después, hoy seguiríamos en Venecia.

Un atardecer en la laguna, con las islas de San Servolo y San Lazzaro degli Armeni en el fondo

Foto: Ricardo Avella

Nos queda el recuerdo. Allí aprendimos, entre otras cosas, que se puede tener todo en esta vida con muy poco. Somos afortunados, porque a diferencia de tantos otros pudimos llevarnos una parte de la laguna con nosotros. Ahora tenemos una pequeña veneciana en casa. Ella siempre nos recordará lo felices que fuimos en Venecia, y será nuestra excusa para volver a la laguna tan a menudo como sea posible