En 2007, mientras nadaba entre los arrecifes de coral del Parque Nacional Mochima en los estados Anzoátegui y Sucre para un estudio de impacto ambiental, el biólogo marino Juan Pedro Ruiz –conocedor de los ecosistemas locales, a los cuales había dedicado sus tesis de pregrado y posgrado, y cofundador de la Fundación La Tortuga– notó una presencia extraña. Similar a un arbusto marrón submarino, encontró un coral Unomia Stolonifera. No debería estar allí: la especie es nativa de Indonesia, ajena a los mares venezolanos.
Según las comunidades de pescadores de Mochima, pudieron averiguar los biólogos, el coral –usado frecuentemente como ornamento en acuarios privados– fue introducido en el ecosistema de Mochima entre 2000 y 2005, por un guaireño que periódicamente iba para sacar su “cosecha” para la venta.
Quince años después de ser identificado por Ruíz, el coral Unomia ha afectado 80% de los arrecifes de coral de Mochima, según investigaciones del Unomia Project que coordina Ruiz. “Este coral crece de manera muy rápida y exponencial”, dice Mariano Oñoro, el otro coordinador del proyecto. “No tiene depredadores naturales en la zona”. Además, usa una toxina como mecanismo de defensa que ha creado necrosis –muerte del tejido corporal– en los corales nativos a medida que los arropa y asfixia.
De esta manera, en los arrecifes de Mochima han surgido vastas extensiones marrones de Unomia, acabando con zonas de reproducción, criadero y resguardo de peces, camarones, moluscos, estrellas de mar y otras especies. “Estamos perdiendo nuestros arrecifes y nuestras especies se están desplazando”, dice Oñoro.
Mientras los corales nativos de Venezuela –en condiciones óptimas– crecen de uno a cinco centímetros al año, Unomia crece un metro cuadrado cada tres meses, de forma exponencial.
“Hoy crece un metro, dentro de tres meses ya no es un metro sino que pueden ser tres o cuatro y dentro de tres meses son 16 metros y así va”, explica Oñoro. “Nuestros corales no tienen forma de competir con esta especie”.
Sin las especies de corales similares que limitan su crecimiento en Indonesia, el coral invasor Unomia ya ha cubierto tres millones de metros cuadrados solo en Mochima. Pero en trabajos de campo de enero de 2022, Unomia Project ha identificado “una extensión bastante importante” del coral invasor en la playa Valle Seco, cerca de Choroní, en Aragua. También lo han encontrado en el Refugio de Fauna Silvestre de Cuare en Falcón, cerca del Parque Nacional Morrocoy, y varias colonias en Cayo Sur dentro del parque. En marzo, esperan hacer un nuevo estudio en las costas de Carabobo. Mientras tanto, ya han mapeado su invasión en Sucre.
El Unomia es una de varias especies introducidas en el país: es decir, trasladadas por el ser humano de manera intencional o accidental desde su área de distribución natural a otra área donde no habitaba naturalmente, explica el biólogo de la Fundación La Salle –especializado en especies introducidas– Oscar Lasso Alcalá.
Algunas vienen de forma accidental: coleadas en plantas importadas o dentro de embarcaciones. Otras, son introducidas como cultivo o cría. Algunas llegan por condiciones creadas por los humanos, como canales interoceánicos. El Canal de Suez, por ejemplo, ha permitido que unas 800 especies del Océano Indico hayan cruzado al Mediterráneo tras millones de años de separación. Y no todas las especies introducidas provienen de regiones distantes. A veces, son especies transferidas de una región a otra dentro del mismo país: por ejemplo, los pavones del Orinoco que han sido introducidos en el Lago de Maracaibo.
Cuando una especie introducida se adapta en el área –usualmente sin depredadores– y se reproduce, luego dispersándose con la ayuda de agentes ambientales como las corrientes marinas o los pájaros que llevan semillas, esta entra en un proceso de invasión del ecosistema y pasa a conocerse como especie invasora. “El costo para la biodiversidad nativa y el ecosistema es muy alto”, dice Lasso-Alcalá, “Porque las especies introducidas se alimentan de las especies nativas o se alimentan del alimento de las especies nativas y las desplazan o hacen cambios bruscos en el ecosistema, causando un desequilibrio”. Por ejemplo, extinciones en cadena. Además, las especies invasoras pueden ser nocivas para la salud pública y la economía, generando plagas o causando daños de millones de dólares en cultivos.
No es solo un problema ecológico
El coral Unomia es un ejemplo de cómo las especies invasoras tienen un impacto más allá del desequilibrio del ecosistema y la pérdida de biodiversidad. En Mochima, el coral ha representado un golpe económico para las comunidades locales porque la pesca ha decrecido alrededor de un 80%. “Los pescadores están sumamente preocupados”, dice Oñoro.
Además, ha afectado al turismo. Ver el cambio de paisaje submarino “es espeluznante”, dice la consultora ambiental Marisela Rabascall, “El cambio es drástico, sobre todo para los buzos. Es uno de los sitios de buceo más importantes del país pues el fondo marino es atractivo”, explica. Sin embargo, “la paleta de colores ya no es diversa, todo es marrón o beige”, dice.
Nada parece escapar: el coral indonesio crece desde los 10 centímetros de profundidad, cuando el agua llega a los tobillos, hasta los 50 metros de profundidad – adaptándose a cualquier condición de salinidad, luz y temperatura.
“Se está convirtiendo en un problema ecológico grave”, dice Oñoro, “y un problema económico y social porque está afectando a las comunidades que viven del turismo y que viven de la pesca”.
El coral Unomia también está tapizando las praderas de pastos marinos, como Thalassia, que no solo sirven de áreas para la cría de peces y la alimentación de tortugas marinas sino que son sumideros de carbono que ayudan a frenar el cambio climático.
De hecho, los investigadores del Unomia Project temen que Venezuela sea el paciente cero de una plaga que se expanda por todo el Gran Caribe: pues si hay Unomia pegado a hojas de Thalassia que se lleven las corrientes hacia otras regiones, puede recorrer hasta 3.000 kilómetros mientras la hoja se descompone. “Las corrientes del Caribe van de oriente a occidente, y van a trasladar a esta especie a todo el Gran Caribe”, explica Lasso-Alcalá. “Ya en el Proyecto Unomia estamos reuniéndonos con investigadores de otros países, alertándolos de este problema”.
La estela biológica de los buques
En Venezuela –según cálculos de Lasso-Alcalá, Ruiz y su equipo que pronto serán publicados en un paper– se han introducido 73 especies de invertebrados marinos y de estuario, y al menos 7 de peces.
La vasta mayoría de estos animales –crustáceos, moluscos, anémonas, corales, plancton, zooplancton y hasta ascidias– se encuentran principalmente en las costas de oriente y occidente, en gran medida provenientes del Indo-Pacífico, desde donde los buques cargueros las pueden traer a nuestras aguas, en forma adulta o larval o huevos, en el agua de lastre que desalojan en áreas como el Lago de Maracaibo o las costas de Anzoátegui.
El Lago de Maracaibo –donde los buques petroleros desalojan volúmenes enormes de aguas de lastre– “está repleto” de especies foráneas, dice Lasso-Alcalá. Por ejemplo, el mejillón verde asiático (Perna viridis), que llegó entre los años ochenta y noventa.
Incluso, el mejillón marrón (Perna perna), presente en el Lago de Maracaibo y en Sucre pero de origen incierto, fue introducido a Estados Unidos en 1990 por un buque petrolero proveniente de Venezuela.
El Lago también ha recibido al gigantesco camarón tigre (Penaeus monodon), del Indo-Pacífico, cuyo gusto por las crías del nativo cangrejo azul (Callinectes sapidus) podría convertirse en una amenaza a la pesca del producto pesquero de mayor relevancia en occidente, en cuanto a empleos, volúmenes de captura e ingresos. Similarmente, el camarón gigante de Malasia (Macrobrachium rosenbergii) ha sido introducido por la acuicultura al Golfo de Paria y al Delta del Orinoco.
También han llegado peces en las aguas de lastre de los buques: el blenio hocicudo (Omobranchus punctatus) del Indo-Pacífico, la guavina manchada (Eleotris picta) de las costas panameña, el gobio desnudo (Gobiosoma bosc) de Norteamérica y la damisela real (Neopomacentrus cyanomos) del Indo-Pacífico.
El apetito del pez león
En los años ochenta fueron liberados en las costas de Florida muchos ejemplares de pez león rojo (Pterois volitans), provenientes de acuarios privados. Cuando las larvas de este pez nativo del Indo-Pacífico se dispersaron con la ayuda de las corrientes marinas por todo el Gran Caribe, tocaron Venezuela en 2009, como descubrieron Lasso Alcalá y el biólogo Juan M. Posada. En cuestión de un año y dos meses, el pez león rojo se había esparcido por toda la costa venezolana. Ya llegó, incluso, a la de Brasil.
Con base en observaciones directas y estudios del contenido de los estómagos de ejemplares capturados, los investigadores saben que es un pez “sumamente voraz que se alimenta de larvas y juveniles de otras especies”, explica Esteban Agudo, un biólogo marino de la Universidad Simón Bolívar que ha monitoreado al pez león. Aunque hay conclusiones mixtas, se presume que su voracidad tiene efectos negativos en las poblaciones de especies caribeñas, porque además puede vivir en distintos tipos de ecosistemas y profundidades marinas.
Sin embargo, desde su llegada al país, se ha disparado la pesca del pez león con arpones promovida por diferentes iniciativas, como los eventos organizados por el Centro Submarinista de la Universidad Simón Bolívar o aquellos de instituciones del estado en diferentes sitios de Miranda, Aragua, Anzoátegui y Vargas. Aunque los pescadores por mucho tiempo rechazaron consumirlo por sus espinas venenosas, el pescado es cada vez más popular entre locales y turistas en sitios como Chichiriviche de la Costa. El restaurante DOC en Caracas, que lo ofrecía como exquisitez, cerró, pero El Bosque Bistró –en Los Palos Grandes– lo sirve por temporadas.
La pesca del pez león es promovida porque su remoción es sumamente difícil por la rápida dispersión de sus larvas en las corrientes marinas. “Controlar esta especie es muy complicado porque siempre vas a tener un input de larvas de otros sitios”, dice Agudo, “Un control efectivo no es realista. Pero sí se podría desarrollar una pesquería enfocada en esta especie”.
Además, podría darles un respiro a especies nativas sobre-explotadas como el pargo y el mero. Su carne es descrita como gustosa y sumamente versátil: si se le remueven sus espinas venenosas, se puede comer frito o en ceviche. “Nosotros lo hicimos a la parilla, envuelto en hojas de plátano”, relata Agudo.
La devastación de quebradas y lagos
La amenaza de las especies invasoras no se limita a los mares. En 1931, proveniente de África, la tilapia de Mozambique (Oreochromis mossambicus) –un pez de agua dulce de la misma familia de los pavones– fue introducida en la isla de Java en Indonesia. De allí, en 1941, pasó a Malasia: el pez, introducido en diferentes sitios para ser criado como alimento o como control de mosquitos, siguió a la isla de Santa Lucía en 1941. Luego, llegó a Trinidad en 1949 y desde allí fue introducido a Venezuela en 1959.
La tilapia llegó a una estación de cultivo del Ministerio de Agricultura y Cría en El Limón, Aragua, donde hay un río tributario del Lago de Valencia. De allí, invadió el lago y en 1964 fue introducido por profesores de la Universidad de Oriente en la Laguna de los Patos en Cumaná. En 1976, un estudio encontraría solo 10 especies de peces de 23 reportadas para 1965 en el área: los investigadores dedujeron que se debía a la depredación de larvas por parte de la tilapia de Mozambique.
En 2006, Lasso Alcalá estudió la Laguna de los Mártires en Margarita –donde las tilapias de Cumaná habían sido introducidas antes del 2000– y encontró que había apenas 10 especies, cuando ese tipo de lagunas de estuario usualmente tienen entre 90 y 100.
La tilapia había desplazado a la vasta mayoría de especies. Además, otra especie de tilapia se ha identificado en Lago de Maracaibo: es la tilapia roja, un híbrido comercial de cuatro especies africanas.
Una situación similar sucede en los Andes venezolanos con las truchas arcoíris (Oncorhynchus mykiss) y las truchas de arroyo (Salvelinus fontinalis), nativas del Pacifico Norte y Norteamérica respectivamente. Entre 1936 y 1939, el Estado venezolano –considerando que no había peces en lagunas glaciales altoandinas– introdujo estas dos especies para la pesca. “El asunto es que no habían hecho los estudios y no sabían qué especies nativas habían ahí”, dice Lasso Alcalá. “Y había toda una ictiofauna andina nativa muy importante, sobre todo especies endémicas”.
En los Andes, la riqueza numérica de especies desciende a medida que aumenta la altura: pero aumentan las especies endémicas, que se adaptan a las cuencas de alta montaña. Es probable que muchas de esas especies endémicas –principalmente de pequeños bagres de los géneros Astroblepus (babositos), Chaetostoma (corronchos) y Trichomycterus (lauchas)– hayan desaparecido, devoradas por las truchas, antes de ser descubiertas. Los científicos asumen esto porque la diversidad de las lagunas altoandinas venezolanas es más baja que la de las colombianas, donde sí se reportó una reducción de la riqueza de especies cuando las truchas fueron introducidas allí.
“Debería haber muchas más especies en los Andes venezolanos de las que hay. “Muchas eran nuevas para la ciencia, ni siquiera se habían descubierto”, dice Lasso Alcalá, que ahora está estudiando los bagrecitos andinos para la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN). “Las poblaciones están totalmente depauperadas, en peligro o en peligro critico de extinción” tanto por las truchas como por el uso de agroquímicos. De hecho, explica, la trucha –hoy considerada un pez autóctono por los pobladores andinos por su valor cultural y nutricional– hoy es cultivada porque ha desaparecido de las quebradas y lagunas una vez que arrasó con los ecosistemas y su fuente de alimentos.
El Unomia no es el único problema en Mochima, pues los arrecifes nativos se han visto afectados por la pesca indiscriminada, la contaminación del turismo excesivo, la construcción ilegal de posadas en el parque y los desechos de la cementera local cuyos filtros no han sido renovados en años. Sin embargo, Unomia Project continúa estudiando la expansión e impacto del coral, promoviendo campañas informativas dirigidas al sector turístico y las comunidades de pescadores, y extrayendo selectivamente el coral en áreas previamente seleccionadas para elaborar una metodología estándar para su extracción masiva.
Hasta ahora, las operaciones de remoción por parte del Estado han sido escasas. En 2010, tras reportar la presencia de Unomia, una comisión del Ministerio del Ambiente proveniente de Caracas fue a Mochima en compañía de la Fundación La Tortuga. “Ellos tomaron fotografías, realizaron algunos reportes, se fueron y pues de ahí no sabemos mucho más”, dice Oñoro, quien cree que el proceso pudo traspapelarse entre los rápidos cambios de ministros de aquel entonces.
Años después, han visto “buenas intenciones del Estado”. Sin embargo, ha sido un esfuerzo tímido de extracción manual. “Un metro cuadrado a cinco metros de profundidad le lleva una hora a un buzo”, dice Oñoro. “Imagínate sacar tres millones de metros cuadrados. Y hay [corales] hasta a cincuenta metros de profundidad. No es viable y no es eficiente la extracción manual”.
Por ello, los científicos están desarrollando –junto a un equipo de ingenieros venezolanos en la isla de Granada– equipos de tecnología que permitan la extracción eficiente y rápida a mayores profundidades. Incluso, quizás, aplicar robótica. Tras la extracción, comenzaría un proceso de recuperación de poblaciones de corales como Gorgonia y de praderas de pastos marinos. “Por último, tenemos que hacer el monitoreo y el mantenimiento de las áreas recuperadas”, dice Oñoro. “Esto es un proceso continuo de vigilancia para que no sean recolonizadas”.