La ciudad que sí sabe quién soy

El amor entre este venezolano y la lejana Dublín no dejó de tener dificultades, pero hoy se muestra sólido y con futuro que promete gozo, reconocimiento y gratitud

Dublin es la pequeña y acogedora capital de un país que sabe lidiar con muchas crisis y que se mete de cabeza en la modernidad

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

I drive on her streets ‘cause she’s my companion
I walk through her hills ‘cause she knows who I am

Red Hot Chili Peppers, “Under the Bridge”

 

Tengo que confesar que con Dublín no fue amor a primera vista. Llegué en noviembre de 2013, a medio camino entre el otoño y el invierno. No tuve ninguna vista panorámica porque una gran sábana de nubes espesas me impidió ver la ciudad desde el avión. 

La primera casa donde me alojé estaba a las afueras. Era grande, nueva, elegante, con amplio jardín, tres pisos, seis habitaciones y cuatro baños. La familia que nos recibió fue muy cordial. Con el tiempo entendería que había llegado, por casualidad, a una mansión para los estándares dublineses y creo que todavía sigue siendo la casa más grande y el vecindario más lujoso en el que he estado. Para más señas, la casa del ministro de Economía estaba a la vuelta de la esquina. ¡Qué contraste cuando fui al centro de Dublín! Sin anestesia llegué al lado no tan turístico, plagado de viejas casas de ladrillos, pequeñas, apretujadas, de un anaranjado vetusto y mohoso, intercaladas con edificaciones georgianas en mediocre estado de conservación. En el medio me topé con la frontera que divide al acomodado sur del menos afortunado norte de la ciudad, el río Liffey, y otra vez ese cielo blanco, sólido y fácil de ver porque casi ningún edificio sobrepasa los siete metros de altura.

Y ahí estaba yo, completamente por mi cuenta y con mi cosmovisión latinoamericana a cuestas. Además, si “la patria es la lengua” acababa de entrar, sin estar totalmente consciente, en los años definitivos que esculpieron mi vida adulta in English. 

Ya son muchos los sombreros que he llevado puestos en estos años de emigrante: estudiante, kitchen porter, mesonero, stockroom assistant, housekeeper, cleaner, periodista freelance, quality analyst, emparejado, despechado, soltero, eufórico, deprimido, loco, enamorado, refugiado, íngrimo y solo, sin familia, sin amigos, con amigos lejos, con amigos cerca… 

Y allí siempre Dublín, como protagonista y narradora omnisciente, observándome en las etapas de mi metamorfosis y haciéndome compañía.

Un pintor en O’Connel Street

Foto: Rodolfo Alejandro Ponce

II

La zona urbana de Dublín tiene, según el último censo de 2016, casi dos millones de habitantes en 318 kilómetros cuadrados. Cabría fácilmente dentro de casi cualquier otra capital europea. Baile Átha Cliath, como se llama oficialmente en gaélico irlandés, es como un belén caprichoso donde conviven las ovejas gigantes con los pastorcillos fuera de escala, cruzado por un riachuelo de modernidad líquida del que beben todos los pueblos que han venido a adorar al milagro del tigre celta. Traídos por la buena estrella de los bajos impuestos, tributan sus presentes de oro, empleos y progreso reyes magos como Google, Facebook y TikTok. 

Conozco todos los distritos como la palma de mi mano. Me faltaría tinta para describir uno a uno los lugares más emblemáticos y especiales: los barrios georgianos, el Distrito Financiero, Portobello, los Business Parks, los villages —pequeños pueblos dentro de la ciudad—, los cerros circundantes y, por supuesto, los paseos marítimos. Hasta vendí periódicos bajo las murallas medievales, levantadas donde los vikingos fundaron la ciudad sobre un pantano en el 841 d. C. Dubh Linn significa “laguna negra”.

En el centro de la ciudad destaca el edificio neoclásico de la Oficina de Correos, escenario de la rebelión por la independencia en 1916. Justo en frente hay una aguja de acero inoxidable de 120 metros de altura conocida como The Spire, el punto de encuentro por excelencia. Un poco más abajo, hacia el sur y cruzando el O’Connel Bridge, está Temple Bar, un baricentro donde todos los estereotipos del marketing del turismo flotan sobre ríos de Guinness. Solo doy fe de uno de ellos: se puede salir de fiesta de lunes a lunes si sabes con quién juntarte.

Así como yo la describo a ella en su geografía, Dublín fácilmente puede describirme en la mía. Ella sabe quién soy porque en sus calles y con su gente ya he intimado durante el ciclo completo de la vida: desde la alegría de nacimientos, bautizos, primeras comuniones, confirmaciones, graduaciones y matrimonios (hasta casi me caso), hasta la tristeza de algunos divorcios y funerales.

III

Vivir en Dublín es establecer una nueva relación con el agua que cae del cielo. En Caracas yo solo conocía a lo sumo tres tipos de lluvia: garúa o “mojapendejo”, aguacero  o palo de agua, y llovizna. Que recuerde hay acá como diez formas distintas de describir la lluvia (y sus estados mixtos); la convergencia entre la Corriente del Golfo y la del Atlántico Norte se siente como si un niño travieso en el cielo jugara con un cabezal de manguera de infomercial. En el transcurso de 20 minutos, y casi en cualquier estación del año, te puede caer un diluvio seguido de granizo, nieve y aguanieve finalizando con un rocío tan leve que parece humo. Luego, como si nada, se despeja el cielo con pleno sol, arcoíris y todo. Para los dublineses el paraguas es un talismán contra el mal tiempo, pues casi siempre llueve venteado y no importa lo que hagas, siempre, siempre, terminarás mojado y eventualmente con el paraguas roto.

Irlanda puede pasar en cuestión de horas de la nevada al cielo azul

Foto: Rodolfo Alejandro Ponce

Las tormentas internas rivalizan con las del clima. Según el Dublin Homeless Performance Report 2020, para el primer trimestre del año casi 6.500 personas estaban sin hogar, entre ellas 1.103 familias. Hay que decirlo con todas sus letras: Dublín no está preparada para ser un centro internacional de grandes compañías y tampoco ha crecido acorde a la gran demanda de viviendas y servicios públicos. Los mendigos y los adictos están en las esquinas de incluso las partes más acomodadas, pero obviamente el marketing de la felicidad y el evangelio de la prosperidad no quieren que veas eso en ninguna guía turística.

Hay un lugar especial en el infierno para los landlords que se lucran con los alquileres que cobran por propiedades que no cuidan. El dublinés promedio gasta más del 35 % de sus ingresos en renta. Antes de la pandemia, reconocías una propiedad en alquiler por la larga fila de personas ante el sitio. Los precios de las viviendas son exorbitantes (€366.000 en promedio) y las familias se ven forzadas a vivir en el outskirt de la ciudad o en otros condados. Ahora se estima que el PIB de Irlanda se contraiga al menos un 9 % por la pandemia. 

A pesar de todo, la coalición gobernante ha manejado la crisis de manera razonable y el Estado paga un subsidio considerable a las personas que han perdido sus empleos. Gracias a la prensa libre, en los primeros 100 días del nuevo gobierno algunos políticos se vieron forzados a renunciar por violar de manera descarada las medidas para impedir la propagación del virus.

En febrero de 2020 se respiraba un optimismo inmenso, la ciudad se había cubierto de grúas de construcción y por donde quiera se veían edificios en obras. Ahora, muchas ya no están operativas. Es casi imposible no preocuparse, pero Irlanda tiene experiencia lidiando con crisis, así que creo que las lecciones aprendidas y la resiliencia de sus ciudadanos servirán para salir adelante en el mundo pospandémico, aunque nos tomará un tiempo significativo.

IV

No estaba preparado para que Dublín se convirtiese en una ciudad de despedidas. Se estima que 1,47 millones de irlandeses viven fuera de la isla; casi todas las familias que conozco tienen al menos a un miembro cercano que ha emigrado. Y no solo he tenido que decir adiós a dublineses; también me he despedido, más veces de las que quisiera, de muchos afectos provenientes de todas partes del mundo. 

Entre ellos hay tres categorías: los que vinieron por un tiempo a estudiar inglés o a hacer un Erasmus, los que vinieron a trabajar y se van con los bolsillos llenos, y los que, por amor, nostalgia y hasta por el clima deciden mudarse. A veces no he querido hacer nuevos amigos porque tengo miedo de que, si se van, se lleven un fragmento de mí. Sin ellos, Dublín no sería la misma.

Mi antídoto ante esas ausencias es recordar que mi nueva ciudad es un oasis de tolerancia y paz. Cuesta creer que hace menos de 100 años hubo aquí una cruenta guerra civil y que apenas en 1998 terminó un conflicto armado con paramilitares y atentados terroristas. 

Considerando que los anticonceptivos eran ilegales antes de 1980, que la homosexualidad fue descriminalizada en 1993 y que el divorcio se aprobó en 1995, Irlanda ha dado un salto de garrocha a la modernidad secular en temas sociales como el matrimonio homosexual y la despenalización del aborto, ambos logrados vía referendo en 2015 y 2018. 

Yo vengo de una urbe violenta y frenética donde ser peatón o ciclista es un deporte extremo y donde salirse del común denominador puede ser castigado de formas coactivas o con la ponzoña del qué dirán. Hoy me regocijo porque da absolutamente igual si voy en pijama a la tienda de la esquina o en full drag por el medio de la O’Connell Street.

Mención aparte, el sosiego de tener un transporte público predecible y confiable, amén de vivir sin la paranoia de ser víctima del hampa. Aunque el delicioso placer de ser un perfecto desconocido ya es imposible después de casi siete años en una ciudad tan pequeña. Sin embargo, cuando alguien me reconoce y me hace señas en la calle yo suelo seguir de largo (¡qué vergüenza!), pues mi mente resuelve que seguro no es conmigo.

IV

Dublín puede ser tan hermosa que te conmueve hasta la médula y por eso, en caso de que tengan la fortuna de venir, quiero compartir mis tres sitios favoritos. De solo pensar en ellos, me pongo feliz: el Jardín en memoria de los caídos en la Gran Guerra, en Islandbridge; el Jardín Botánico de Glasnevin y su emblemático invernadero acristalado; y en el tope de la lista, literalmente, el mirador de Killiney Hill, con la Bahía de Dun Laoghaire a sus pies y el puerto de Dublín a sus espaldas. Este es un lugar donde perfectamente me imagino el versículo del Génesis: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno”.

El mejor lugar para contemplar el temperamental mar de Irlanda

Foto: Rodolfo Alejandro Ponce

Pero una de las cosas que más adoro de Dublín es su gran variedad de parques públicos. La ciudad tiene 1.500 hectáreas de áreas verdes por lo que siempre tendrás un buen sitio a tiro de piedra. Un bonus en la lista: en el Phoenix Park, el tercer parque urbano más grande de Europa, puedes alimentar a los ciervos que viven libres en los predios; aunque advierto que la última vez para encontrarlos tuve que caminar dos horas por el medio de la nada.

VI

Algunos califican a Dublín de pueblo grande. La mayoría del tiempo es gris, fría y húmeda, con un cierto encanto nostálgico que invita al recogimiento. Bien merecida es su fama de ser un crisol fecundo para las artes y las letras. 

No obstante, hay una cara menos amable. En 2016, según cifras oficiales, aproximadamente el 18,5 % de la población irlandesa padecía alguna enfermedad mental (ansiedad, trastorno bipolar, esquizofrenia, depresión) o era adicta al alcohol o a las drogas. 

Como el dublinés que yo ya era, formé parte de esas estadísticas.

Por el fuerte trabajo físico en la sección de alimentos congelados de un supermercado local desarrollé un principio de hernia inguinal para el que me recetaron opiáceos. Con el tiempo, la medicación, el duelo migratorio y al estrés por mi precario estatus legal desencadenaron un episodio maníaco de bipolaridad. En su momento más crítico, en mi delirio creí que estaba enfermo de cáncer, como mi tía Margarita en Caracas.

Además la familia de quien era mi pareja me “maleteó” en un episodio de xenofobia. Así que quedé sin techo, sin trabajo y con el corazón y la mente destrozados. En medio de esta crisis existencial mis amigos dublineses lograron que aceptara la atención médica que necesitaba. Todavía no me explico cómo, en mi condición de inmigrante, lograron insertarme en el burocrático sistema de salud local.

La situación de Venezuela a principios de 2017 hacía inviable mi retorno. Por ello fui una de las 2.926 personas que solicitaron asilo en Irlanda ese año.

VII 

Caer al mismo tiempo en los engranajes de la burocracia del sistema de salud público y en la del sistema de solicitantes de asilo fue una de esas experiencias que podrían resumirse en esa frase atribuida a Nietzsche: “Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti”. Sin embargo, doy gracias porque a pesar de las graves falencias y del traumático proceso, al final recibí de este país la protección y ayuda que necesitaba.

Me tomó mucho tiempo asimilar que ese regreso a la casilla inicial del tablero, fue a blessing in disguise. Gracias a ello entendí que ya formaba parte de una sociedad intercultural donde, si bien existe xenofobia y discriminación, prevalece el carácter afable, inclusivo y servicial de sus habitantes. Desde los pequeños actos de bondad y honestidad espontáneos como el del pasajero que regresa una billetera intacta hasta la gran labor de las organizaciones que me apoyaron como refugiado en mis penurias. 

Un venezolano que se levantó del foso, ahora feliz en el jardín de los caídos

Foto: Rodolfo Alejandro Ponce

En Dublín se siente un fuerte sentido de comunidad y, vamos, que no existe ningún lugar perfecto, pero velar por el bienestar del vecino, las relaciones basadas en la buena fe y cierto respeto por las normas son moneda corriente en Irlanda. Esta es una de las razones por las cuales hemos manejado con éxito la crisis del coronavirus comparados, por ejemplo, con nuestros vecinos en Reino Unido.

Al finalizar estas líneas voy en camino a ser un ciudadano irlandés. Amo con locura mi ciudad y a su gente que me ha dado tanto, me siento parte de ella y tengo mucho que retribuirle. Sentimiento que comparto con muchos más que llaman a este lugar, en muchas lenguas, nuestro hogar.