Déjà vu en catalán

Tienes que aprender su lengua, entender sus disputas y verle de nuevo la cara al fanatismo. Pero aunque no deje de considerarte un extranjero, esta urbe al borde del mar dejará que la disfrutes

Unas semanas tras haber comenzado primer grado en Barcelona, mi hija trajo en la agenda escolar algo escrito con su letra de niña de 6 años. Le dábamos la vuelta, lo leíamos en voz alta, nos lo pasábamos de mano en mano a ver si alguno podía entender algo. Nada. Finalmente resolvimos el acertijo cuando desciframos que una h era una p, igual que una b en otra palabra. Usamos el traductor de catalán y bingo: debía llevar para una fiesta del colegio “un puñado de castañas y unos panellets”, que son unos mazapanes cubiertos de piñones.

Era La Castañada, que se celebra el Día de Todos los Santos y aquí se resiste tozudamente a ceder ante Halloween. Guardamos el disfraz de bruja que se negó a dejar en Caracas. Se puso un delantal y un pañuelo de vendedora de castañas y se fue feliz con sus dulcitos.

Poco después me llegó un mail con una segunda convocatoria, cuando ya teníamos salvado el escollo de la escritura en letra cursiva: los padres debíamos apuntarnos al Caga Tió, la fiesta navideña.

De nuevo había que buscar de qué se trataba esto. Resulta que el Tió de Nadal es un tronco grueso al que le pintan una carita, le ponen una barretina —un gorro rojo típico de la región— en un extremo, y lo tapan con una manta para que “no pase frío”. 

Los niños deben “alimentarlo” durante todo diciembre y el día de Navidad le dan palazos al leño mientras le cantan —en catalán por supuesto—: “Caga tió, almendras y turrón, si no quieres cagar te daré un bastonazo”. Debajo de la manta “aparecen” entonces las evacuaciones en forma de dulces y juguetes. 

Llegamos puntuales a nuestro turno para introducir los caramelos, tapar con la cobijita el tronco y organizar a  los niños para que le dieran su respectiva tunda de palos y así obtener su anhelada deposición. 

Estos dos eventos nos revelaron algo que los padres teníamos que hacer con urgencia: aprender catalán, que es el idioma vehicular en los colegios —el castellano sólo se estudia unas horas a la semana— y meternos de lleno en su venerada cultura local.

Para mí, dos cursos básicos fueron suficientes. Me permiten entender todo lo esencial y hablarlo, aunque catalanizar el español es lo más tentador que hay y el resultado puede ser francamente divertido. Desde entonces, he notado que los catalanes son muy agradecidos con el hecho de que aprendas su idioma —que a nosotros nos suena a un dialecto mezcla de castellano y francés— y te los ganas de inmediato si les sueltas un par de oraciones. En conversaciones que requieren de mayor fluidez opto por responder en español, mientras ellos continúan en catalán, y “todos quedamos tan contentos”, como dicen por aquí, con nuestro bilingüismo.

Pero esa experiencia no reflejaba el clima político que hemos tenido alrededor. 

Viví en Euskadi en el 2000 y entonces hice el intento por comprender el problema del separatismo vasco, y ahora me ha tocado digerir el procés catalán. Cuando el 1 de octubre de 2017 Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat de Cataluña, impulsó un referéndum ilegal que buscaba la declaración unilateral de la independencia de esta comunidad del resto de España, el gobierno central respondió destituyendo a Puigdemont y disolviendo el parlamento catalán, entre otras cosas.

Durante más de una semana sonaron puntualmente cacerolazos de los partidarios del independentismo. Para nosotros fue un déjà vu aterrador. El temor a la fractura de la que habíamos huido aparecía de nuevo.

La polarización tensó los extremos de la cuerda. Los banderas independentistas con la estelada, los lazos amarillos pidiendo la liberación de los políticos independentistas presos y las manifestaciones saturaron las calles. Leímos con mucho miedo panfletos de los Comités de Defensa de la República Catalana, todo escrito en rojo rojito.

Cuando se me ocurría alertar a los demás sobre el paralelismo con el resquebrajamiento social que había presenciado en mi país, me respondían que “España no es Venezuela”. Así que me refugié en la supuesta ignorancia como extranjera, aunque aquí consideran inmigrantes a todos aquellos no nacidos en Cataluña así vengan de una provincia vecina, como mi marido vasco. Terminé evitando el tema político, que ha enfrentado a familias y amigos. 

Mientras tanto, la maquinaria, el ideario y el discurso “indepe” están bien engrasados y hacen ruido. Los intentos de un diálogo político han sido casi inexistentes y con nulos resultados. Tal vez mantener vivo el conflicto proporcione réditos a ciertos líderes. Las últimas encuestas hablan de un apoyo ligeramente mayor a la idea de seguir siendo parte de España (el 48,3 % frente al 44 % que quiere la independencia) y la tensión ha disminuido, mas no ha desaparecido. 

Sin embargo, como le repito a todo el mundo, este rollo separatista ha sido lo único malo de vivir en Barcelona. No me ha impedido admirar el civismo de una sociedad que roza la perfección. Apreciar que esa timidez inicial obedece al respeto y se difumina con la confianza. Saber que cuento con amigos estupendos que desmontan, a fuerza de agasajos, el mito del catalán agarrado. 

He podido saborear al máximo una ciudad que disfruta de sus espacios y vive la calle como pocas. Es imposible mantenerle el ritmo a su oferta de ocio, que es inabarcable. Cuando revisamos la revista donde aparece toda la programación semanal decimos bromeando que al menos nos enteramos de todo lo que no vamos a poder hacer.

Paulatinamente, pero con las prisas de quien no sabe cuánto se quedará en un sitio, hemos ido conociendo rincones que escapan a la invasión del turismo, que aunque es necesario, también es agobiante. Descubrimos obras menos publicitadas de Gaudí y nos maravillamos con las de Lluis Domènech i Montaner o Puig i Cadafalch, que imprimen a esta urbe un sello modernista singular. Nos gusta divisar a la distancia la amable dimensión de Barcelona, caminando por su carretera de Las Aigües o desde alguna de sus colinas o turós. También distinguir las particularidades de cada barrio, que explotan en sus días de fiesta.

Me encanta extraviar mis ojos en un Mediterráneo que no envidia al Caribe. Alzar la mirada a la sierra Collserola, que me hace recordar un poco a mi Ávila pero en pequeñito, coronado en su punto más alto por el antiguo parque de diversiones del Tibidabo y por la antena de telecomunicaciones de Norman Foster. 

Con todo y las esteladas, cada vez que salgo fuera de Barcelona y al regresar diviso el Tibidabo me digo: “Ya llegamos a casa”.

Aunque siempre se me escape un suspiro por Caracas.