Cómo el apagón cambió nuestras vidas

Hace un año Venezuela entró en una nueva “normalidad”, inaceptable pero a la que no queda otra que adaptarse. Estos testimonios tienen en común traumas, aprendizajes y decisiones

El apagón nacional que empezó el 7 de marzo consolidó la dolarización espontánea e impulsó la migración interna

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

Violeta Rojo, Caracas 

“El apagón fue para mí una experiencia tan definitiva que dejé de ser atea y comencé a rezar. Estaba en El Hatillo y al bajar a Caracas ver aquella mancha negra total fue espantoso. Era como si la ciudad hubiera desaparecido. Yo le digo a mi hija que la muestra incontrovertible de mi amor por ella es que logré llamarla ese día. Me pasé tres horas completas marcando el teléfono, hasta que un amigo suyo me contestó ‘estamos bien y estamos juntos’, yo contesté que también, la llamada se cayó y no pudimos volver a hablar hasta cuatro días después. Mi vida ahora es otra: estoy todo el día apagando luces innecesarias, tengo potes de agua en el congelador y linternas siempre cargadas. Descubrí que leer a la luz de las velas es espantoso y que con gatos no es seguro. Pero sobre todo, ante cualquier bajón de luz me da pánico, porque sé que eso no será una experiencia de una sola vez, sino que sucederá de nuevo”.

 

Kiro González-Semidey, Caracas

“Fueron cinco días sin luz y agua. Tuve que comprar una pequeña planta eléctrica para poder vivir más tranquila. La situación del agua es lo que más me afecta hoy: a pesar de tener tanque, pasan a veces 15 días en que no te envían nada. Uno se organiza para tratar de vivir lo mejor posible, pero no me adapto”.

 

Jaime Bello León, Caracas

“La primera noche sin electricidad de mi vida, a los 58 años, la viví con muchas velas encendidas y con una botella de vino, jugando a que estábamos en el siglo XIX, hasta que una amiga periodista me contó que se trataba de un apagón que podría durar muchas horas más. Corrí a apagar las velas y dejé de abrir la nevera. Subí a la azotea. No se veía nada. Mis vecinos gritaban, a todo gañote ‘Maduro, coño e tu madre’. Fuera de eso, había un silencio extraño. Al día siguiente, me desperté y el apagón continuaba. Todos los aparatos estaban desconectados, porque temíamos que hubiera más ‘bajones’ y ‘subidones’. No habían pasado 14 horas y ya hablábamos con palabras nuevas. Gracias a los tanques, tenía agua, pero la empecé a racionar. Podé todas las matas para no tener que regarlas tanto. Dejamos de bajar las pocetas y nos lavábamos a la francesa, como llamaba mi abuela al baño con casi nada de agua… La segunda noche fue muy distinta. Mis vecinos salieron a la esquina y quemaron basura, cacharros y cauchos viejísimos. La protesta era genuina y peligrosa. A cada rato se escuchaban ráfagas de ametralladoras y tiros que venían de lejos. Frecuentemente pasaban camiones llenos de soldados mostrando todo tipo de armas. Esa noche no pude dormir. Tres días duró el apagón en mi vecindario. Leí una que otra página de un libro sin poderme concentrar en nada, caminé por una ciudad desierta y triste, donde la gente se peleaba por las bolsas de basura. Lloré de la rabia y de la frustración. Albergué (¡Qué estúpido fui!) la esperanza de que este trágico evento, finalmente, nos libraría de la dictadura de unos bárbaros, que habían logrado arruinar a una nación que reposa sobre gigantescas reservas petroleras. Un año después, no se me ha pasado el miedo de entonces, aún calculo si debo o no bajar la cadena de la poceta, y no he olvidado que muchos enfermos murieron porque las plantas eléctricas de varios hospitales públicos nunca funcionaron. Eran otra estafa mortal de una dictadura que, como todas, rinde culto a la muerte”.

 

Susana Manzo, Caracas 

“Viviendo aquí hemos aprendido a tomarnos las cosas con calma y sabíamos cómo prepararnos para estar sin agua, que fue lo que más nos afectó. Comimos pan con queso por seis días y jugamos juegos de mesa y listo. Aquí volvió la luz relativamente rápido. Una de las angustias más grandes fue quedarnos sin comunicación, sobre todo no saber de nuestros familiares, de mi mamá que no vive en Caracas. Desde entonces vivimos en zozobra, cada vez que te montas en un ascensor piensas que te puedes quedar atrapado, o que puede pasar algo inimaginable. Pero no tenemos otra opción que adaptarnos”. 

 

Francisco Gatel, La Guaira

“Cuatro días sin luz significaron otra cosa de la que estar pendiente, más cansancio, otra carga para la mente aparte de los cambios del dólar, de si llegó el agua, el precio de la comida, de la caja CLAP, el gas, la inseguridad. Tuve que aprender a manipular gasolina y gasoil, a hacer mecheros caseros y a tenerlos a la vista. La vida se hizo más lenta e incómoda. Soy profesor de idiomas freelance por internet: si no hay electricidad, no trabajo; si no trabajo, no me pagan y no como. Para mí, cada minuto sin electricidad es dinero perdido”.

 

José González Vargas, Maracay

“En muchos sentidos, el apagón fue para mí la gota que derramó el vaso. Yo pensaba que podía evadir la crisis trabajando desde casa como freelancer y teniendo amigos online. Pero estaba equivocado, y el apagón me hizo entender cuán precaria era mi vida en Venezuela. Me empujó a ser más serio al optar a programas afuera y eventualmente me llevó a mudarme a España”.

 

Gregoria Díaz, Maracay

“En la llamada cuna de la revolución, las interrupciones eléctricas son comunes. Así que cuando el 7 de marzo nos quedamos sin electricidad no sospeché que se trataba de un apagón general y que duraría varios días. La urbanización donde vivo cuenta con pozo propio que surte de agua a más de tres mil familias, siempre y cuando haya electricidad. Ante la preocupación de perder todos los alimentos refrigerados, además sin gas doméstico justo en esos días y sin agua para cocinar, tuve que retomar prácticas domésticas que recordaba de mi madre y de mis abuelas. Junto a mi hijo improvisé un fogón en el patio. Mientras él intentaba levantar el fuego, yo recorría comercios para comprar agua potable y hielo para conservar la comida. Dos días después, el humo que producía aquel fogón generó una fuerte crisis alérgica en mi hijo, por lo que mudamos el fogón a un terreno baldío que por fortuna existe frente a mi casa. Una noche mi hijo y yo decidimos dormir bajo la luz de la luna, en el patio de la casa: apenas aguantamos una hora. Al día siguiente mi cuerpo estaba inflamado de tantas picaduras de zancudos. Nada sabía de mi anciana madre que vive sola en una apartado pueblo falconiano. Soy periodista y mi labor depende de la conectividad; al principio, mi vehículo se convirtió en centro de carga. Tuve que escribir mis notas en mi celular, cosa que no me gusta hacer. Por ser periodista tuve algunas ventajas, como acceso al lobby con wifi del hotel que gerencia una amiga, pero varias veces me negaron una recarga aunque ofreciera pagar por ello. Algunos colegas nos turnábamos los carros para registrar la anarquía, la especulación y la viveza criolla. Por fortuna, fue mayor la solidaridad colectiva y la buena vecindad. Sin embargo, desde entonces, duermo poco”.

 

Elizabeth Díaz, Valencia

“La escasez nos había hecho acumular carne. Cuando vino el apagón, o compartíamos esa carne con la familia y los vecinos, o la poníamos al sol y con sal, como nuestros abuelos. Menos mal que un solazo siempre tenemos. Así nos salvamos muchos. Había que taparla con una especie de mosquitero como comidas. Quedaba como el chigüire. Todo nos retrasó en la carrera que es la cotidianidad aquí, pero hicimos brillar la creatividad: baterías USB, bombillos recargables, juegos familiares para entretenernos, trucos para mantener al menos una semana de agua para consumo humano… no se trataba de resistir sino de aprender, de sacar una nueva piel. Mis hijas recuerdan esos días como unas vacaciones porque tenían a los primos jugando con ellas en casa todo el tiempo. Desde entonces, instalamos pequeños paneles solares en la casa, compramos una planta, y siempre tenemos botellas de refresco llenas de agua congelada, para conservar el frío en la nevera cuando se va la luz, más pilas, luces de emergencia, baterías de celular extra, un reverbero, gas y hasta leña para cocinar”. 

 

Rosa Volpicella, Valencia

“Agradezco lo que aprendimos: a conocer más a los vecinos y compartir con ellos no solo agua y comida, sino también historias; a empatar mangueras kilométricas desde los tanques de agua; a enseñar juegos tradicionales a los niños de la cuadra, que no conocían; a vivir con menos y comprar menos compulsivamente”. 

 

Carolina Álvarez, Valencia

“Lo más difícil era mantener la calma para los niños y los viejos, porque veníamos de varias semanas de temblores. Era difícil ignorar la sensación de ‘no me quiero ir, pero me están empujando’. Ese apagón fue un punto de quiebre en nuestra manera de comprar las cosas, ahí vimos circular los dólares, cosa que no ha hecho sino crecer”. 

 

María Angélica González, Valencia

“Fue una experiencia enriquecedora en todos los sentidos, porque le explicamos a nuestros hijos que habíamos preservado un comportamiento civilizado en esos cuatro días siendo más solidarios, más humanos, pero que no podían olvidar que esto no podía ser la normalidad, que había que esforzarse para vivir mejor que esto”. 

 

Gustavo Hernández Acevedo, Barquisimeto

“Los apagones ya eran algo normal para mí mucho antes del mega apagón. Pero eso no pudo prepararme para lo que ocurrió esos días, o para las penurias que mi ciudad ha tenido que sufrir desde entonces. Lo que eran cortes programados de uno o dos veces a la semana ahora ocurre casi a diario. La rutina diaria y el descanso nocturno están condicionados para todos. Las plantas eléctricas generan el único sonido que se puede escuchar en las noches oscuras. Y siempre está la angustia de que se repita otro gran apagón, cada vez que hay un fuerte bajón de luz. Lo cual es muy frecuente”. 

 

Juan Carlos Gabaldón, Mérida

“Fue el momento en que entendí que la crisis acababa con lo que quedaba de normalidad. No importa cuánto te esfuerces, no puedes estar preparado ante el colapso general de la infraestructura de un país. Puedes tener una planta eléctrica, como muchas familias venezolanas, tener baterías, incluso ponerte a leer en un apagón, pero no hay nada que puedas hacer para evitar que el país se paralice luego de cinco días sin luz. No puedes contra un Estado al que no le interesan en absoluto los ciudadanos. Hace un año yo estaba tratando de suturar a un paciente con la luz de mi celular, y ahora escribo estas líneas desde Londres, donde no tengo que preocuparme por apagones. Y cada vez que llamo a mis padres en Mérida, me recuerdan que la crisis eléctrica llegó para quedarse”.   

 

Liliana Rivas, Mérida

“A un año del apagón, aún siento temor cuando el bombillo titila y no tengo el celular cargado. Vivo en un estado donde la luz se va constantemente por dos o tres horas que pueden ser seis, y esto para nosotros ya está ‘normalizado’. Pero uno nunca se adapta, algo en ti dice que serán de nuevo varios días y esto genera un vacío indescriptible y pánico. Durante esos días murió una tía mía muy cercana y vivir la experiencia de no poder estar en contacto con la familia, o ver a mi abuela llorando a la luz de la vela dejó una herida que cuesta sanar. Siempre conservaré la zozobra de esas horas a oscuras y me cuesta verme soportando esa situación de nuevo”. 

 

Anamaría Aguirre Chourio, Mérida

“Aleksandr Solzhenitsyn decía que a los Gulags muchas personas llegaban aliviadas, porque se libraban por fin de la incertidumbre de cuándo me tocará a mí, que era peor que cualquier tortura. Esto lo mismo hemos sentido en los estados occidentales aquellos días de gracia en los que la electricidad se mantiene por más de 16 horas continuas. El apagón del siete de marzo de 2019 lo hemos conmemorado en Mérida cada día que ha pasado hasta hoy, con al menos dos horas de oscuridad en el mejor de los casos. Las velas están prendidas, la sombra nos envuelve y todos estamos expectantes: hoy se cumple un año pero en este aniversario no se come torta. En este aniversario tampoco pondremos música ni cantaremos cumpleaños: el sonido de fondo es una sinfonía interpretada por plantas eléctricas de distintos calibres. Las conversaciones de la calle coinciden en lo agobiante de la situación, sin embargo ya el tema no es la esperanza de un mesías salvador sino el compartir técnicas y datos para tener algo más cercano a la vida”.

 

Braulio Polanco, Maracaibo

“Mi trabajo ha cambiado mucho, porque como en Maracaibo nunca terminaron los apagones vivo con mucha ansiedad de perder todo, pulsando Control G cada vez que edito un texto. Perdí trabajos importantes que habían demandado un gran esfuerzo. Es absurdo, pero me la paso trabajando en una cancha porque ahí hay mejor señal que en mi apartamento. Soy como un corresponsal de guerra, angustiado por no poder reportar lo que vivimos, y como vivo en una zona que suele tener luz me siento culpable porque mi abuela o mi sobrina de tres años viven en sitios donde se va la luz todos los días. Soy claustrofóbico y un apagón me agarró en un ascensor, así que solo tomo uno cuando es realmente necesario. Subo seis pisos todos los días”. 

 

Nayrobis Rodríguez, Cumaná

“Desde marzo de 2019 empezamos a comprar comida en pequeñas cantidades por temor a otro apagón prolongado. Pero también empezamos a valorar muchísimo más el acompañamiento y solidaridad de los vecinos cercanos y la capacidad que tenemos para socorrernos en momentos difíciles. Durante el apagón no fue sencillo lidiar con dos niños en casa, para quienes todo era mucho más difícil por estar encerrados, sin posibilidades de acceder a su educación escolar habitual o entretenimiento. Un año después, mi hijo se lamenta de todo lo que perdió ese año”.

 

Roselis González Rosas, Margarita

“En Margarita el servicio eléctrico ha fallado por muchos años, así que cuando ocurrió el apagón de marzo ya no tenía casi nada que se fuera a dañar: ya se habían echado a perder dos neveras y dos televisores. Pero con ese apagón conocimos una incertidumbre distinta, que era absoluta. No entendíamos qué estaba pasando. Y lo que nos quedó fue una gran desesperanza. Durante la escasez uno al menos podía hacer cola y quejarse con los demás, hacer catarsis. En ese apagón, no hayamos cómo defendernos”.

 

Ramsés Siverio, Ciudad Guayana

“Fue lo más parecido a estar preso. Era encargado de un negocio y la sorpresa nos sacó de la tienda a un insilio obligado en casa. Y quienes padecimos esta calamidad en Guayana, un inri adicional: el calor. Más en una casa de pocas ventanas y mucho aire acondicionado. La poca luz natural y una mayoría de libros en digital hicieron de aquel encierro un castigo reducido a refrescarme acostado en el piso, y a malgastar las horas en una oscurana en la que daba igual tener los ojos abiertos o cerrados. Una forma de estar muerto en vida”.

 

Aidnes Sánchez, Ciudad Guayana

“En Puerto Ordaz teníamos luz por varias horas gracias a la represa Macagua, y nos pudimos adaptar al ritmo. Pero mi hermano y su mejor amigo perdieron sus trabajos en Venalum cuando se apagaron las últimas celdas reductoras de aluminio que le quedaban. La compañía de internet en la que yo trabajaba colapsó porque de 80 empleados, menos del 5 % estaban conectados. La ciudad se llenó de militares y altos funcionarios del gobierno con sus familias, que se metieron en los hoteles de lujo porque Puerto Ordaz tenía luz. Ahí empecé a ver cómo en las tiendas fluían los dólares, algo que hasta entonces solo había visto en Caracas. Ese evento me llevó a mudarme a la capital poco después. Cuando visito Puerto Ordaz aún veo las cicatrices de ese evento y me pongo extremadamente ansiosa cuando mi celular tiene menos de un 70 % de carga. Ni siquiera el arrullo de las plantas me salva de las pesadillas de que vendrá otro apagón en cualquier momento”.