Arrasados y polarizados, los museos de arte esperan su reconstrucción

En enero se cumplirán veinte años de la “revolución cultural” de Chávez, que redujo al rojo monocromático una paleta de gestiones y símbolos que duró décadas. El daño fue grande, pero dentro queda gente para salvarlos

El antiguo MACCSI sobrevive en malas condiciones, en medio de la decadencia generalizada. Pero dentro de él aún quedan empleados comprometidos

Este mes de junio, Carlos Zerpa —conocido artista venezolano— agradeció la invitación a la exposición “Arte conceptual en Venezuela”, proyectada para 2021 en el Museo de Bellas Artes de Caracas, pero la rechazó. Explicó que no quiere estar como artista en muestras y exposiciones de instituciones del Estado venezolano. Dijo que “la idea de la exposición es estupenda, lo equivocado es hacerla en un museo en manos del gobierno chavista […] busquen otro lugar que no esté en manos del gobierno y con gusto participo”. 

Luego Nelson Garrido –ganador del Premio Nacional de Artes Plásticas de 1991–, tras haber accedido a intervenir, decidió también retirarse. Javier Téllez —artista invitado— tampoco aceptó: “Obviamente no participaré en esa muestra en un museo controlado por un régimen totalitario”. Prosiguió Sigfredo Chacón: “No me interesa participar, me incluyeron sin mi consentimiento. Además, no soy artista conceptual”.

La postura de Zerpa no debía de sorprender a los organizadores de la muestra: en años anteriores, había llamado “cómplices” a los artistas (incluyendo a un grafitero homónimo) que representasen a Venezuela —de manos del Estado– en la Bienal de Venecia. Pero Noel Zarins —uno de los organizadores de la colectiva de arte conceptual— respondió: “Interesante postura. Para mí abandonar los espacios ha sido un error, como el de la oposición que abandonó las elecciones de la Asamblea”, para luego aclarar que no se identifica ni con el régimen ni con la oposición. Mariana Silva, otra organizadora, especificó que la exposición es un proyecto privado “que busca confrontar las dificultades institucionales y sociales para generar espacios de expresión cultural”. Zerpa contraatacó: “Una iniciativa privada que aspira a realizar una exposición en un museo venezolano se hace de inmediato cómplice del gobierno”. 

En cambio, el artista Héctor Fuenmayor salió en defensa de Silva y Zarins, a quienes describió como “personas decentes tratando de hacer lo imposible en una tierra cultural arrasada”. Explicó, además, que había acordado con ellos que solo participaría si su obra iconoclasta Delirio sobre el Chimbo Raso —censurada en el Museo Alejandro Otero en 2006— se incluía en la muestra, junto al registro documental del escándalo. Para esto, exigiría una carta de aceptación del Museo de Bellas Artes. La curadora Isabela Villanueva, por su parte, considera que reunirse con las autoridades es dialogar con los censores chavistas: “Quieren estar bien con Dios y con el diablo, cuando claramente están alineados con el oficialismo”.

Este es el capítulo más nuevo del conflicto político y la anomia institucional desatada sobre los museos de arte venezolanos desde la llegada de Hugo Chávez y su “revolución cultural” de 2001.

El deslave

La “demolición” de las instituciones culturales públicas, dice Lorena González Inneco, profesora de arte de la Universidad Metropolitana y curadora independiente de arte, comenzó en enero de 2001 cuando, durante una transmisión de Aló Presidente, Hugo Chávez anunció que despedía súbitamente a una treintena de directores —entre ellos Sofía Imber y Mirla Castellanos— de instituciones culturales públicas asociadas al Conac (Consejo Nacional de Cultura), un órgano estatal pero autónomo creado en 1975 por Juan Liscano.

“La revolución cultural que se aplicó en Venezuela desde 2001 no era la de Mao”, explica María Elena Ramos, expresidenta del Museo de Bellas Artes y una de las directoras removidas ese año, “sino la del intelectual italiano [Antonio] Gramsci”, cuya visión se centraba en establecer una nueva hegemonía basada supuestamente en las ideas de la clase obrera. “La cultura se vino elitizando”, dijo Chávez en su programa, refiriéndose a los intelectuales y gestores culturales, “príncipes, reyes, herederos, familias, se adueñaron de las instituciones”. Era el primer golpe contra la autonomía de los museos, siguiendo la sugerencia de Manuel Espinoza, viceministro de la Cultura, quien había afirmado en 2000 que había que “desmontar las fundaciones del Estado” y “desmontar los principados”.

La situación empeoró con el nombramiento de Farruco Sesto, a quien como Viceministro de la Cultura, Ramos describe como “el equivalente del actual personaje televisivo de Con el mazo dando” en el ámbito cultural. Primero, mediante un veto, buscaría censurar la obra de Pedro Morales que representaría a Venezuela en la Bienal de Venecia del 2003 y luego, sustentándose en la Lista Tascón, desataría un “apartheid inconcebible en nuestra tradición democrática”, dice Ramos.

Hasta la revolución cultural, explica Lorena González, los museos habían tenido las principales colecciones de arte de la región (desde los Caprichos de Goya, pasando por una de las pocas Suite Vollard completas de Picasso en el mundo, hasta un Nixon de Warhol y un Pensador de Rodin), todo gracias a los tres modelos de gestión que se iniciaron durante la democracia venezolana: el museológico (de Miguel Arroyo, en el Museo de Bellas Artes, basado en la museografía, la estructuración departamental, los archivos y el registro), el educativo (de Manuel Espinoza, de la Galería de Arte Nacional, que buscó “convertir cada paso del museo en pertenencia de todos los trabajadores, desde los vigilantes hasta los curadores” y formar a los ciudadanos que visitaran la institución) y el comunicacional (de Sofía Imber, del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que —siendo periodista— difundió la imagen del museo a todas las esquinas del país). Además, los museos servían también para acompañar al sistema educativo desde sus departamentos de educación, donde distintos tipos de profesionales podían formarse y profesionalizarse a través de la gestión museística y de los catálogos, libros, fotos, talleres y seminarios. De hecho, era común recibir pasantes de otros países latinoamericanos —especialmente Colombia y Argentina— pues sus países “estaban un poco atrasados en lo que era el ejercicio museístico”.

Los departamentos educativos de los museos se tomaban en serio la relación con los escolares en Caracas

En 2005, Sesto decidió darle la estocada final a la autonomía de esas instituciones: abolió las fundaciones autónomas de los museos (creadas en 1990 como parte de la descentralización) y creó la Fundación Museos Nacionales (FMN) que incluso eliminó los logos de cada institución, diseñados por artistas gráficos emblemáticos de nuestro siglo XX, como Gerd Leufert, Nedo Mion Ferrario, Carlos Cruz Diez, Álvaro Sotillo y Waleska Belisario. Entonces el Conac fue reemplazado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y quedó plenamente ligado al gobierno.

La Fundación, recuerda González, era “un lugar súper burocrático, que retrasaba los procesos, que complicó las gestiones y que denigró el impulso económico que el museo podía tener como gestor de su propio patrimonio y perfiles”. Así, se desvanecía la disolución de la autonomía administrativa y la posibilidad de apoyo gerencial o empresarial del sector privado, condenando a los museos a presupuestos débiles. “Había cosas que afinar”, dice González mencionando el poco alcance regional o la larga duración de varias presidencias institucionales, pero en vez “de tomar lo mejor que había pasado para afinar las fisuras” se terminó haciendo una “suerte de deslave sobre el pasado”. Un año después, por ejemplo, la Fundación retiraría el nombre Sofía Imber del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y en 2009, José Manuel Rodríguez —viceministro de la Cultura— propuso (fallidamente, por suerte) devolver las colecciones de arte africano, egipcio y chino del MBA a sus países de origen.

Ese desarrollo cultural que vivieron los venezolanos, dice González, “tiene 20 años destruyéndose, anulándose y olvidándose”.

La disolución de la memoria

La FMN unificaría a las colecciones particulares de cada museo en una sola colección nacional. De ese modo los museos perdían la capacidad de aprobar préstamos, decidir el retorno a los depósitos o seguir los manuales específicos de conservación de cada obra. Desde 1999 se suspendieron los procesos de adquisición de nuevas obras, dice González, llevando a una pérdida de la memoria y de la gerencia.

El Comité de Adquisición de la FMN está inactivo, dice Daniel (nombre falso, pues solicitó omitir su identidad), un empleado de la Fundación, quien explica que solo se han adquirido obras rematadas de Fogade y del Banco Industrial. Por ello, recuperar los años perdidos de producción artística, dice González, significará “un gran esfuerzo institucional y económico” pues los precios de los artistas aumentan con su éxito como disminuye las opciones de obras por adquirir. “El costo de abandonar la memoria, el testimonio, es simbólico” para el Estado, dice González, “pero también económico”.

Daños en «El avión» de Marisol Escobar en el Museo de arte contemporáneo de Caracas

Foto: Tony Frangie

La colección también está en “condiciones de riesgo extremas”, dice González, por el deterioro de la infraestructura. Según Daniel, los extintores de los museos no funcionan, no hay aire acondicionado, no hay equipos de seguridad ni planes de resguardo o evacuación. La humedad del Museo de Arte Contemporáneo, que abomba el techo y forzó el desalojo de las obras de las bóvedas, es un caso emblemático: “Le salen hongos a las hojas de papel y las pinturas se abomban”, explica Alicia (nombre falso), una empleada del museo. Además, los museos se han distanciado del público y han mermado los ejercicios educativos como fueron el hoy inexistente Maccsibus (un autobús del Maccsi que llevaba exhibiciones y cursos educativos a colegios, áreas remotas del país y sectores populares urbanos) o las visitas guiadas y talleres para grupos de escuelas.

María de Lourdes Rengifo, directora de la GAN de 2015 a 2018, y antes empleada del Museo Alejandro Otero, desde 1997, relata que al llegar a la Galería (aunque con pocos años de inaugurada en su nueva sede) ya la encontró deteriorada, pues el aire acondicionado causaba filtraciones en las salas y no había herramientas para mantenimiento y montajes. Rengifo, que era conocida como “la sifrina de los museos” en los circuitos culturales, iniciaría pequeños trabajos de impermeabilización, abriría un café y organizaría una exposición en honor a los 40 años de la GAN. De hecho, gracias a los lazos que había hecho en el MAO, Rengifo logró tener apoyo material de ciertos militares (por ejemplo, para conseguir una bomba de achique) como también del Fondo de Valores Inmobiliarios, que “prácticamente adopta a la GAN” e inaugura una sala pequeña para la fotografía. Así, discretamente, muchas gestiones museísticas han logrado pequeños apoyos de la industria privada.

Pero los problemas de infraestructura eran mayores: la plaza de la GAN jamás se culminó, así que se llena de puestos de buhoneros y se usa para prácticas de milicianos. De hecho, se pensó hasta en convertirla en un terminal de autobús, pero “lo peleamos entre directores y ministros, y eso se paró”, dice Rengifo. Una presidente de la FMN aprobó, en 2016, un presupuesto para culminar la plaza y la fachada de la GAN pero “no hubo licitación, se lo dieron a una empresa, hicieron 2 banquitos y así quedó”. Tampoco hay repuestos para la iluminación original que viene de Argentina y hay que abrir las ventanas para tener luz natural.

Así, por “exigencias políticas con las que uno no comulga, se volvió una situación difícil: ya no lo podía tolerar”. Tras 23 años, Rengifo se retiró de la GAN y empezó a trabajar en la Sala Mendoza del circuito privado: “Ya no podía más —explica— no existe la Mujer Maravilla”.

El deterioro de la infraestructura y la centralización de las colecciones han desatado olas de rumores sobre pillaje de obras en los museos, especialmente tras el robo de la Odalisca de pantalones rojos de Matisse, del Museo de Arte Contemporáneo (probablemente retirada cuando fue prestada para una exposición en España) que reencontró el FBI en 2014, en un hotel de Miami Beach. 

“Eso es pura especulación, un poco amarillista”, dice González, “ganas de controversia”. Rengifo dice que la GAN cuenta “con cámaras y un equipo comprometido” y “realmente aquí en este país no hay mucho tráfico de obras”. Un robo sería de “fácil detección”, porque en el mundo del arte “todos se conocen”. Pero, coinciden, podría ser diferente en otras colecciones públicas con menos controles internos, como demostró el robo de arte de la embajada venezolana en Washington (el embajador designado por la Asamblea Nacional, Carlos Vecchio, ya inició una investigación internacional).

Estalinismo en Caracas

La politización de los museos —con “voluntad adoctrinante”, según María Elena Ramos—, no ha permitido proyectos expositivos donde la obra transcienda sobre las situaciones de poder, dice González, algo que “tenía una fuerza circunstancial importante”. De hecho, dice la investigadora, “hubo momentos en que obligaron a hacer exposiciones de las gestiones ministeriales o gubernamentales, de Diosdado, de Chávez, con alabanzas a personalidades”, o con la historia manipulada para fines propagandísticos. Recuerda, entre ellas, “4F Revolución de Febrero” (2012), en el Museo Jacobo Borges, la exposición temática “4-F: De la rebelión a la utopía” (2012) en el Museo Alejandro Otero y “Camarada Picasso” (2018) en el Museo de Arte Contemporáneo.

“Las gestiones anteriores no eran impolutas en ese sentido”, dice González, “pero se tenía cierta libertad y se respetaba al curador”. En aquel contexto, “el arte de los noventa” fue “exhibido abiertamente” aunque fuese “muy crítico y cuestionador”. En el Celarg en 1999, In God We Trust de José Antonio Hernández-Diez mostraba una video-instalación con imágenes del Caracazo. Luis Pérez-Oramas y Ariel Jiménez organizaron “La invención de la continuidad” en la GAN, en 1996, que recibía al visitante con un penetrable de Soto que llevaba al rancho-instalación de Meyer Vaisman: una crítica al proyecto de modernidad de la democracia venezolana y el cinetismo como arte oficial. 

Cuando el poder se dejaba criticar: «In God We Trust» de José Antonio Hernández-Diez

La presidencia de la FMN la asumió el Ministro de Cultura y muchos cargos se han dado a personas que carecen de las competencias y que manejan las instituciones como “si fuesen una bodega”, dice Daniel. Cita a Morella Jurado, ex directora del Museo Alejandro Otero (institución que evitó su cierre en 2009 por la protesta de empleados en conjunto con consejos comunales) que “trataba de posicionarse para ser Ministra de Cultura” y que “era una artista que no estaba graduada”. Según Daniel, Morella Jurado “sistemáticamente maltrató” a los empleados e hizo exposiciones politizadas, financiadas por sus amistades del cuerpo diplomático chavista. Hoy, la exdirectora tiene un programa didáctico de pintura en VTV.

Alicia recuenta un incidente muy comentado entre los empleados del MACC: durante una visita del Ministro de Cultura Ernesto Villegas al museo, cuando preparaban la exposición “Camarada Picasso”, un grupo de empleados le mostró la Suite Vollard, una serie de cien grabados de Pablo Picasso (el MACC es uno de los pocos museos del mundo que tiene la serie completa en su colección). Tras ver los grabados, Villegas respondió: “Ajá, pero ¿dónde están los Picasso de verdad?”

Crisis, éxodo y resistencia

Aunque varias instituciones particulares han hecho inventarios internos, la FMN no ha hecho ningún inventario exhaustivo —que incluye la revisión del estado de las obras— de la colección unificada en 2015, dice Daniel. Estas revisiones deberían ser anuales, cada dos años o en cada cambio de gestión, según la Ley. Además, desde 2015, se perdió la cobertura de la mayoría de las obras, que eran internacionales y cotizadas en dólares. 

La pérdida de presupuesto ha llevado a dos olas de éxodo del personal, tanto la migración que produjo la “revolución cultural” hacia el circuito privado de arte que —según Ramos— mantiene “una voluntad usualmente analítica y crítica” como la que ocurre hacia otros países. Gabriela Rangel —del MAO— hoy dirige el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires; Luis Pérez-Oramas fue por varios años fue el curador de arte latinoamericano en el MoMA de Nueva York; José Luis Blondet —del MBA— hoy es curador de proyectos especiales del Los Angeles County Museum (Lacma) y Julieta González —también del MBA— es directora artística del Museo Jumex, por nombrar los más destacados.

Aun así, la resistencia ante los atropellos es fuerte por parte de quienes quedan dentro de los museos.

Sofía Ímber con los empleados del MACCSI original

Dice Daniel “hay un personal que tiene un compromiso que supera” el conflicto, que “está batallando porque las cosas salgan bien y que lleva muchísimos años a pesar de los sueldos que no son ni simbólicos”.

Además, dice que no todos tienen la misma tendencia política y que hay custodia del patrimonio, aunque no haya difusión ni posibilidades de consulta. Para Rengifo, hay que sentir alivio “porque en las instituciones aún continúan personas con un valor y un compromiso institucional”.

En las manos de estas personas está la preservación de nuestras colecciones. “Si hubiese una develación de los olvidos que allí se han tendido y que constituyen un crimen sobre la memoria de nosotros y del mundo; si hubiese una apertura hacia la reconstrucción y la renovación de esos espacios”, dice González, “todos los que nos hemos alejado de los museos nos acercaríamos a una recuperación” para “hilar y reconstruir todo eso que es tan significante para nuestra propia historia”.