Zimbabue no es tan remoto como creemos

Con la muerte natural de Robert Mugabe no solo se va un autócrata amigo del chavismo, sino que se vuelve a demostrar que las transiciones a la democracia no necesariamente sobrevienen con la caída de un dictador

Muchas protestas, mucha represión, y la democracia sigue sin llegar

Foto: AFP Getty Images

Zimbabue no es un país en el que los venezolanos pensemos mucho, aunque deberíamos. La pequeña nación del sur de África no aparece en la prensa local en vías de extinción, ni destaca en los pocos noticieros extranjeros que aún pueden verse en Venezuela. 

Sin embargo, cuando llegan noticias, siempre aparece la foto del mismo hombre bajo el titular, Robert Mugabe. Lo vimos varias veces abrazándose con Chávez. Pero aparte de su cara, su historia nos puede sonar familiar.

Llegó al poder en 1980 en unas elecciones que contaron con el apoyo y la bendición de la comunidad internacional. Zimbabue —que hasta entonces se había llamado Rodesia por el inglés que lo creó como un feudo personal— venía de una larga guerra civil entre las autoridades blancas del país, que habían declarado unilateralmente la independencia de la corona británica 15 años antes, y varios grupos étnica e ideológicamente diferentes de nacionalistas negros que esperaban controlar el gobierno. Mugabe lideraba una de estas facciones.

Se definía como marxista-maoísta, pero empezó a gobernar con políticas fiscales conservadoras y logró avances en educación y salud pública, después que se levantaron las sanciones económicas que se le habían impuesto al régimen blanco y llegó el apoyo económico de Gran Bretaña y Estados Unidos.

Pero poco más tarde, Mugabe emprendió una campaña de terror contra sus antiguos aliados, quienes de un momento a otro se convirtieron en sus enemigos políticos. El Gukurahundi, como se conoció al proceso, acabó con la vida de unos 20 mil civiles y consolidó el carácter totalitario del recién nacido país. Al mismo tiempo, las tensiones raciales emergieron de nuevo cuando Mugabe acusó a la minoritaria, pero poderosa población blanca, de monopolizar los medios de producción del país y apoyar los esfuerzos del gobierno blanco de Sudáfrica para sacarlo del poder. Entre los años noventa y la primera década del 2000, y a medida que todo el poder del estado se concentró en la figura de Mugabe, los empresarios y terratenientes blancos fueron sistemáticamente acosados y sus tierras expropiadas o invadidas. Esto provocó la salida de prácticamente toda la población blanca del país y sentó las bases de un colapso económico del que Zimbabue aún no se recupera del todo.  

La  producción de alimentos se desplomó, dejando a la mayor parte del país al borde de la hambruna y provocando la salida de entre 3 y 4 millones de zimbabuenses más. Tras años de nefastas políticas económicas, en 2005 el PIB se había reducido a la mitad y en 2008 la inflación alcanzó el 100.000 % anual. Simultáneamente el sistema de salud pública colapsó, con lo que enfermedades como el VIH y el cólera hicieron estragos. La esperanza de vida se redujo a casi la mitad con respecto a la década anterior. 

Mientras tanto, Mugabe asesinaba opositores, intimidaba a los votantes y aseguraba el triunfo de su partido en una serie de elecciones consideradas injustas por la mayor parte del mundo, lo que provocó la imposición de sanciones personales sobre él y sus allegados por parte de Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Europea.

La “transición”

Finalmente, en 2017, ya cuando tenía 93 años, Mugabe fue obligado a renunciar a su cargo como presidente por miembros de su propio partido en 2017, y decidió hacer de su esposa Grace, despreciada por gran parte de sus colaboradores, su heredera política. Grace Mugabe y el entonces vicepresidente, Emmerson Mnangagwa, un colaborador cercano a Mugabe, se disputaban el futuro liderazgo del partido de gobierno, ZANU-PF. 

Cuando Mugabe despidió a Mnangagwa y lo forzó al exilio en Mozambique, el ejército emitió un ultimátum exigiendo su renuncia, la cual fue aceptada a los pocos días. Mnangagwa, a quien llaman en su país “el cocodrilo”, fue juramentado presidente y la primera elección en Zimbabue sin Robert Mugabe como candidato fue convocada para principios del año siguiente. Tras la muerte -por causas naturales- de Morgan Tsvangirai, el principal candidato opositor al partido de gobierno, el ZANU-PF y Mnangagwa ganaron las elecciones en medio de denuncias de fraude y reprimiendo violentamente a los manifestantes.

Mugabe ya no estaba al mando, luego de 37 años de violencia política, corrupción y debacle económica. Sin embargo, el régimen que él construyó sigue ahí.

Con él se presentó un patrón que, con sus diferencias, vimos también América Latina, cuando en el Perú el general Juan Velasco Alvarado, ya estaba gravemente enfermo, fue apartado del poder por sus generales. 

Así como tras la dimisión de Hosni Mubarak en Egipto, de Abdelaziz Buteflika en Argelia, o de Omar Bashir en Sudán, todos ellos dictadores ancianos que fueron desplazados por el resto de los militares que controlan esos países, la salida de Mugabe no se ha traducido en la llegada de la democracia a Zimbabue.

El trueque

El pasado 6 de septiembre Zimbabue y su famoso ex-presidente fueron noticia de nuevo. Mugabe había fallecido a los los 95 años de edad, en un hospital de primer nivel en Singapur. Como muchos otros dictadores, murió cómodo y tranquilo, recibiendo la atención médica de calidad que su régimen le negó a sus ciudadanos y disfrutando del dinero del que se apoderó mientras su país vivía una de las peores crisis económicas de la historia. 

Los dictadores —por definición— amasan un poder casi absoluto que se basa en el control de las instituciones diseñadas para limitarlo. Ese poder es un seguro que no solo les permite mantenerse indefinidamente al mando, sino que además los pone en una posición ventajosa al momento de negociar su salida. Mientras más tiempo se mantengan al mando, más cómoda es su posición para negociar y es menos probable que paguen por las atrocidades que cometieron. Las transiciones suelen ser poco más que un trueque, un intercambio en el que el dictador entrega ese poder de forma pacífica y ordenada, a cambio de que no se le persiga por los daños cometidos durante su gobierno.

Los venezolanos solemos pensar que la magnitud de nuestra tragedia la hace única, un fenómeno raro en el contexto de un mundo que avanza en la dirección correcta. Ejemplos como el de Zimbabue nos recuerdan que por más dramática que sea, nuestra crisis no es sino otra más en una larga lista que no deja de crecer. La persecución a los disidentes, el hostigamiento a los votantes, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, la hiperinflación y el culto a la personalidad no son fenómenos únicos de la Venezuela chavista, así como tampoco lo es la respuesta que generan en el resto del mundo. Ni la crisis económica, ni las sanciones ni las amenazas de un mundo occidental decidido a lograr un cambio de régimen en Zimbabue lograron sacar a Robert Mugabe del mando. Únicamente cuando sus más cercanos colaboradores vieron amenazadas sus cuotas de poder, Mugabe fue obligado a aceptar los términos de una transición que dejó conformes a muy pocos y que lejos de democratizar al país, ha perpetuado el control del ZANU-PF sobre el gobierno de Zimbabue.

Esperar un desenlace distinto en Venezuela, en el que los responsables de destruir la democracia, separar a millones de familias y condenar a muchas más a la pobreza y la sumisión, sean juzgados y condenados a pagar por sus innumerables crímenes, es cuando menos, optimista. 

Hasta ahora, todo apunta a que la transición a una Venezuela poschavista será más parecida a la de Zimbabue que a la de Panamá: un proceso largo y desagradable, en el que el chavismo negociará desde una posición de poder absoluto que muy probablemente le permita obtener concesiones que no se merece. 

Mientras tanto, y ante la ausencia de instituciones lo suficientemente fuertes, cualquier gobierno de transición deberá contar con el visto bueno de unas Fuerzas Armadas corruptas, cuyos intereses poco tienen que ver con la democratización del país. Estos intereses, por más repugnante que resulte la idea, deberán ser respetados por cualquier gobierno que no quiera ser víctima de un golpe de estado.

Como Zimbabue y otros países africanos nos demuestran, sacar al titular individual de una dictadura no basta para retomar el camino de la democracia. El apoyo de aliados extranjeros es fundamental, pero tampoco es suficiente. Para empezar a reconstruir el país que nos fue arrebatado, necesitaremos la colaboración de personajes despreciables pero poderosos.

No es justo, pero quizás sea nuestro único camino. Mientras más pronto lo aceptemos, menos difícil será lidiar con las náuseas que sin duda nos provocará cualquier acuerdo realmente relevante.