Hace veinte años, tus abuelos o tus padres te decían que si hacías las cosas bien, te iría bien. Encontrabas una vocación, estudiabas, trabajabas, levantabas una familia como podías, y aunque el país era un “desastre” —adjetivo que se usaba hasta con cariño, como para referirse a un amigo bueno pero desordenado—, uno podía vivir porque compensaba cualquier sinsabor con la cercanía de la familia y los amigos, de la cerveza en la playa, del sancocho en el río, de la pizza en la ciudad.
Ahora, en cambio, no solo es factible que tengas años sin ver a casi toda tu familia y tus amigos, o que la playa esté demasiado lejos, el río te dé miedo y la pizza en la ciudad sea inalcanzable, sino que el futuro es una tormenta oscura como la Nada en La historia interminable, una turbia masa de nubarrones que no dejan ver siquiera tu paisaje de siempre. No hay ninguna garantía de que seguir un determinado guión va a determinar tu vida. Y hace años que dejamos de referirnos a Venezuela como “un desastre”; se hizo mucho más común decir “este país es una mierda”.
Demolidas las premisas básicas que proporcionan seguridad sobre el presente, como que existen cierto orden en tu mundo y algunas leyes e instituciones que se encargan de un funcionamiento mínimo de las cosas, el futuro se vuelve inconcebible.
Simplemente ya no puedes responder fácilmente a la pregunta de cómo será tu vida en diez años.
Puede que eso sea lo mismo que sientan sobre su propio país millones de personas en el resto del mundo, pero para muchos de nosotros resulta discernible por cómo contrasta con lo que sentimos muchas veces desde 2002: que había algo gigantesco a punto de ocurrir, una forma inédita de futuro, y que nosotros teníamos un impacto directo sobre eso.
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Unos y otros nos vendieron milagros de calado histórico que estaban a la vuelta de la esquina, y muchos compramos esa promesa, zambulléndonos en una hermosa fantasía según la cual éramos muchas mentes afines y juntos lograríamos algo inmenso.
A los chavistas los llamaban a congregarse para manifestarse contra alguna medida o declaración de un agente declarado enemigo por la revolución, y pronto estaban asociando esa marcha a una epopeya eterna que había comenzado por lo menos en 1498 e involucraba al mundo entero. A los no chavistas nos convocaban a protestas por cosas específicas y terminábamos clamando por un desenlace inmediato, que convocaría la mera potencia de nuestras voces y traería una primavera democrática ideal que nos haría salir a todos bailando entre los tanques como tantas veces vimos en CNN (o la restauración inapelable de un orden idealizado en el que nadie amenazaba nuestros privilegios).
Al final, chavistas y no chavistas desembocamos en el mismo peladero anímico. Al despertar de nuestras respectivas hipnosis, descubrimos que nos habían desvalijado; ya no tenemos ni democracia, ni revolución, ni petroestado.
Luego de que se robaron la plata con la que iban a traer justicia social, o venganza; de que respondieron con tortura, cárcel y plomo a las consignas y lo escudos de madera; y de que nos cansamos de votar una y otra vez en nombre de una última oportunidad para defender la democracia que luego resultaba no ser la última, nos quedamos todos atrapados en un tiempo que no sabemos si es aún el siglo XX o el XXI, y en un lugar donde tuvimos que aprender a organizar de un día para otro la supervivencia o la huida.
Entramos a la historia, pero en el capítulo lleno de gráficos con curvas descendentes. Creíamos que todo el mundo nos admiraría, y hoy ya ni salimos en los noticieros globales y provocamos más xenofobia que lástima. Para demasiada gente que se había atrevido a pensar en grande solo unos pocos años antes, el futuro quedó reducido a qué comer ese día o cuántos kilómetros más podrían caminar por un páramo ajeno.
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Podemos dejar atrás la discusión tal vez superada de que esa desesperanza fue inducida, que es un arma política para atrofiar los músculos de la rebelión. Podemos también aceptar que no somos los únicos, que son tiempos oscuros, desalentadores, en todas partes. Incluso en países que parecían tener todo resuelto encuentras un ánimo negativo: grupos o partidos que intentan resistirse a cosas que ya están pasando, como el cambio climático, o que inevitablemente pasarán, como la ampliación de derechos y de categorías sobre lo humano. El futuro es algo que no queremos que pase, no solo porque parece anunciar la normalización de una diversidad étnica y sexual que un montón de gente percibe como una amenaza existencial, sino porque los mismos datos del presente, lo que todos podemos ver a nuestro alrededor aunque no queramos, dicen que vendrán más pandemias, más veranos mortales, más tiranos que no respetan a nada ni a nadie y son más eficaces con las mentiras virales que con los misiles.
Lo cierto es que unos y otros perdimos la esperanza, y la perdimos en los tres sentidos: dejamos de tener fe en que pasaría lo que deseábamos que pasara; dejamos de albergar expectativas específicas; y dejamos de limitarnos a esperar con los brazos cruzados “a ver qué pasa en estas elecciones” o en cualquier otro evento externo.
Pero, ¿qué cubrió el vacío que dejaron los sueños con los cuales empuñábamos la bandera y poníamos el pulgar en el captahuellas? Si lo que se nos metió por dentro y nos convirtió en otras personas es la desesperanza, ¿cómo opera esa desesperanza, qué nos hace hacer?
Para nosotros los periodistas, lo más obvio es que mucha gente se desconectó de la realidad, en Venezuela y en el resto del mundo. Aparte de la mala conectividad y la extinción del paisaje mediático a punta de censura, desinversión y una creciente desconfianza en la prensa, se ha impuesto entre los venezolanos la renuncia a leer periodismo sobre Venezuela porque para qué, “no va a pasar nada”, ya no se va a dar ese amanecer dorado, o porque los desafíos de la supervivencia en el país no dejan tiempo ni energía para eso, o porque la presión por integrarse en el país de acogida obligan a mirar hacia adelante y no hacia atrás.
Entre los que no abandonaron la arena pública, hay quienes llenan la hondonada que dejó la esperanza desvanecida con el deporte nacional de la pelea estéril. Los que se fueron acusan a los que se quedaron de pasivos o cómplices. Los de adentro alegan que los emigrados dieron la espalda a su país y ahora tienen los riñones de criticar a quien trata de pasarla lo mejor posible en Venezuela para no volverse loco o por ejercer el simple derecho a seguir viviendo. Algunos más, que son pocos pero hacen ruido, aprovechan el desgarro con el presente para desenterrar espectros como el racismo positivista, el gendarme necesario y la supuesta defensa de unos tales valores de Occidente que agrega a nuestra gritería unas voces y una ira que nada tienen que ver con nosotros, un copy-paste desde Hungría o España. En la Venezuela desesperanzada, como en otros lugares, se extienden discursos de odio reclamando el derecho a expresarse, tal como las fuerzas que destruyeron nuestra democracia usaron el derecho a la participación política para que les abriéramos la puerta.
Pero sobre todo, nos desconectamos de los otros. Dos décadas de sobredosis de lo público pesan mucho. Ahora la desesperanza fortalece ese cinismo que siempre ha estado ahí, y hoy admite más abiertamente que no hay normas que seguir y por tanto justifica la corrupción, la depredación de lo público, la ley del más fuerte. Si todos los políticos profesionales son iguales, pues que venga un outsider. Así volvemos al punto de partida: cuando aquella otra desesperanza generalizada de los noventa, que se viralizó con la degradación de la democracia, invocó un remedio peor que la enfermedad.
¿Cómo podemos construir entonces cualquier cosa, mejorar algo, si no nos podemos poner de acuerdo en nada? ¿Cómo reconstruir en Venezuela no solo el concepto de lo político, sino la idea misma de lo público?
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Hoy no tenemos a mano la respuesta a esa pregunta angustiante, pero puede que vaya apareciendo poco a poco, a medida que se haga visible un nuevo paisaje, que hoy solo son líneas a lápiz, manchitas en un gran lienzo. Es algo que emerge sobre todo en Venezuela, pero no solo dentro de ella.
Son las luces que no se han apagado, o que acaban de prenderse por primera vez, a lo largo de la nación venezolana, adentro y afuera: los que no solo dejaron de esperar que las cosas ocurrieran, sino que se fajaron a hacer que pasen.
Aunque sea a pequeña escala, aunque el Estado no ayude en nada, aunque esas cosas que hacen no signifiquen un quiebre histórico.
Hablo no solo del renacer, sino de la innovación y la creación, en la actividad cultural en Caracas, Maracaibo, Valencia, Mérida. De la gente que sigue diseñando, reuniéndose con los vecinos, tratando de rescatar espacio público y de iluminar la noche. Hablo de las redes de solidaridad que sin hacer bulla se han ido robusteciendo entre Venezuela y su diáspora y dentro de las comunidades emigradas. De las empresas creadas por los que se quedaron, los que volvieron y los que no van a volver pero no rompieron ni romperán nunca con Venezuela.
Hoy, hay gente organizando recorridos para (re)conocer nuestras ciudades, los caminos de nuestras montañas, los pájaros de nuestros árboles, esos mismos árboles. Cocineros que revaalorizan ingredientes y productos de la tierra y el mar que se habían abandonado, y productores protegiendo maravillas como el cacao criollo. Hay gente investigando, documentando, fotografiando, escribiendo, aunque las universidades públicas estén asfixiadas y hacer ciencia se haya vuelto más difícil que nunca. No solo hay todavía ONG defendiendo a los más vulnerables, sino reconstruyendo el tejido social que la desconfianza, la violencia y la emigración han deshilachado.
Claro que perdimos a más del diez por ciento de la población, miles de negocios e instituciones, y a mucha gente que no debió morir. Claro que lo que nos ocurrió fue catastrófico. Pero Venezuela —que no es una unanimidad a la que reducir a generalizaciones sino una complejidad en movimiento— no está vacía ni muerta. Y al cabo de dos décadas de ilusiones y desilusiones, con muchas más pérdidas que ganancias, tampoco puede decirse que se haya dado del todo por vencida.