Un venezolano en las Torres Gemelas

Luisa Kislinger trabajaba en la ONU cuando ocurrió el ataque terrorista en Nueva York. Era una de las últimas en la oficina cuando atendió una llamada: la de una madre venezolana que buscaba ayuda para dar con su hijo

El Memorial para conmemorar a las víctimas, construido en lo que fue el Ground Zero, en lo que fue el World Trade Center hasta hace 20 años

Los ataques al World Trade Center me encontraron viviendo en Nueva York. Yo era funcionaria del servicio exterior venezolano, asignada a la Misión Permanente ante la ONU. Lo que ocurrió ese día es ampliamente conocido. Nada de lo que yo pueda agregar alivia aquel horror. Pero, desde ese entonces, me acompaña una anécdota que pocas veces me he atrevido a contar por respeto a todas las víctimas, incluyendo por supuesto a quienes fueron vilmente masacrados y heridos, pero también a sus familiares. Después de todo, sus vidas nunca volvieron a ser las mismas después de aquel día de septiembre de 2001. Con la distancia, experiencia y perspectiva que el tiempo otorga, estoy en otro momento vital en el que he aprendido que contar lo ocurrido desde el respeto y la empatía por lo vivido, es también una manera de honrar a las víctimas.

Como la mayoría de la gente ese día, estaba sacudida por los acontecimientos. Me encontraba en el edificio de la Misión Permanente, apenas a unos pasos de la sede principal de la ONU en pleno corazón de Manhattan. Había venido a trabajar temprano como un día cualquiera cuando me encontré las imágenes de televisión que transmitían los ataques en tiempo real. Los teléfonos colapsaron, incluyendo la telefonía móvil. Tomaba muchos intentos conectarse y pocas veces se lograba. 

Poco antes del mediodía, la escena en toda la ciudad era apocalíptica. Una muchedumbre caminaba aturdida por la calle. No hay otra manera de describir aquello sino como un estado de conmoción colectiva. Casi toda la gente con quien trabajaba se había marchado ya. Quedábamos unas pocas personas. Los túneles y puentes hacia New Jersey, donde yo vivía, estaban cerrados, así que me tocó esperar. Estando en mi oficina sentada, repicó el teléfono. Era una llamada externa. La tomé. Sabía que no había quien atendiera la central. Al otro extremo de la línea me habló en español una mujer con voz entrecortada. El inicio de la conversación fue incómodo. Claramente quería decir algo que no sabía cómo plantear. Su hijo estaba en una de las torres. Un venezolano. 

Me sorprendí. La llamada era totalmente inesperada, como inesperado que alguien de Venezuela estuviera en las torres.

Ella quería saber si nosotros le podíamos ayudar. No recuerdo haberle respondido, pero sí haberme preguntado a mí misma cómo poder ayudarla en aquel momento de confusión. Poco a poco, ella fue tomando confianza para hablar. Me dijo el nombre de su hijo, pero sólo escuché el apellido: Boulton. De algún modo ella sabía que él y un muchacho de origen indio, que trabajaba en la misma firma, estaban juntos e intentaron bajar. Hace poco su esposa y él habían tenido un bebé. Me pidió que la ayudáramos a encontrarlo. 

Me preguntó si teníamos contacto con autoridades de la ciudad y si podíamos asistirla de algún modo. Y de nuevo su voz volvió a entrecortarse, mezclada con un llanto discreto. Yo no tenía nada que ofrecerle. Éramos pocos los que quedábamos ya y el Embajador se había marchado a su casa. Apoyar a nacionales en problemas es competencia de los consulados y no de las misiones ante la ONU, con lo cual no teníamos contactos con autoridades locales. Los teléfonos no funcionaban y en la televisión veíamos cómo los servicios de emergencia y el personal de la ciudad estaban superados por la crisis. 

Lo único que se me ocurrió fue ayudarla a apuntar tanto a su hijo como a su amigo en un portal en línea que la Alcaldía de Nueva York habilitó para reportar a quienes estaban desaparecidos. Me agradeció el gesto y yo le aseguré que lo anotaría en todos los sitios que se fueran habilitando. Pero recuerdo que ya en ese punto de la conversación, había un aire de enorme tristeza, como si ambas supiéramos que no había vuelta atrás. Traté de mantener la compostura. Lancé un par de convenciones para darle ánimos. Que no perdiera las esperanzas de que su hijo aparecería con vida. Ambas nos despedimos. No le dije mi nombre. Ella tampoco me dijo el suyo. Pero me pidió que escribiera el nombre de su hijo: Howard Boulton. 

Al poco tiempo, supe que Howard era una de las víctimas. Y pensé en su mamá. En su voz. En el desespero detrás de aquella llamada. En su sufrimiento. En cómo la vida nos cruzó en ese instante doloroso.

Siempre la recuerdo. Cada año, en cada aniversario. Ahora que soy madre, la comprendo más. 

El destino me puso de vuelta en Nueva York ahora que se cumplen 20 años de los ataques. En un monumento a las víctimas del 11 de septiembre cerca de donde vivo, busco el nombre de J. Howard Boulton. Al encontrarlo, dedico un momento a pensar en él y en su mamá. Me llena de honda tristeza pensar en ellos y en las otras víctimas. Aunque nunca los conocí, ambos son parte de mi memoria de ese día.