Siete preguntas incómodas sobre la “transición”

Parte de la comunidad internacional y del liderazgo político siguen estimulando la esperanza por un cambio político. Pero las consignas no pueden disfrazar lo que tenemos que atrevernos a entender

La discusión pública no puede estar protagonizada por las consignas, las quimeras o la desinformación: el país es real y debe ser pensado con la realidad por delante

Foto: Gabriela Mesones Rojo

¿Vamos a volver los que nos fuimos?

Cuando se dice que con el fin de la dictadura volverán los que se fueron y nos abrazaremos todos en Maiquetía y la división entre los de afuera y los de adentro se cerrará como el Mar Rojo detrás de los hebreos que huían de Egipto, se está simplificando al extremo de la indiferencia un fenómeno que involucra a varios millones de personas, cada una de ellas con un motivo particular para haberse ido. 

El que un emigrado vuelva eventualmente a Venezuela depende de la cuenta que saque sobre qué le conviene más, si seguir fuera o regresar al país. Depende de que tenga la opción de quedarse fuera o no. A veces el esposo quiere volver y la esposa no, o viceversa; los padres quieren regresarse pero los hijos no, y así. Muchísimos factores están involucrados en esa clase de decisiones y no tienen por qué estar ligados a que se restablezca la democracia en Venezuela. 

Hay quienes ya están volviendo; hay quienes hoy viven en Venezuela pero en el futuro se irán. Venezuela se convirtió en una nación que emigra y eso no va a revertirse. Más que a la imagen idílica de cinco millones de hijos pródigos inundando las fronteras con el amanecer democrático, deberíamos considerar lo que Miguel Ángel Santos llamó el largo regreso a Ítaca, y las transformaciones que la realidad de la diáspora va a seguir imprimiendo en la experiencia venezolana.

¿De qué hablamos cuando hablamos del fin de la dictadura?

Puede que 85% de la gente rechace a Maduro, si nos guiamos por las encuestas que han salido en los últimos meses, pero detrás del deseo compartido de que él ya no esté en el poder no hay unanimidad en cuanto a qué es lo que queremos que termine y lo que queremos que empiece. La naturaleza de lo que solemos llamar “el cambio”. 

Para mí y para algunos más, si con “cambio” estamos hablando de fin de la dictadura y no de corrección de su desempeño económico, estamos entonces hablando del comienzo de una transición democrática: se quiebra la alianza que sostiene al régimen de Nicolás Maduro, se organizan elecciones de verdad con asistencia internacional, y también con asistencia internacional se inicia un proceso de reconstrucción institucional y económica, que sería inmensamente conflictivo y difícil, que duraría unos cuantos años hasta que pudiéramos hablar de que existe mal que bien una democracia en Venezuela, y que se haría bajo la amenaza permanente de un rebrote autoritario desde distintas esquinas ideológicas y del regreso del chavismo hegemónico. 

Pero me parece que para algunos el fin del régimen de Maduro significa la resolución de la emergencia humanitaria compleja y del colapso económico: es decir, que los hospitales sirvan, se detenga la hiperinflación, se estabilice el suministro energético, haya cómo generar ingresos, uno eventualmente se pueda comprar un carro o una casa, etc. Hasta ahí. Que Venezuela sea un país funcional. Una idea que no contempla la de la reconstrucción democrática.

Para otros más, la idea es que volvamos a la bonanza petrolera chavista. A la burbuja de consumo, a los créditos baratos, a los subsidios de tantas cosas. A los controles que tanto contribuyeron al colapso económico: el de precios “porque los comerciantes son unos abusadores”, el de cambio para volver a la ilusión de Cadivi. Como si la dictadura de Maduro fuera nada más un problema de repartición, y el problema es que Maduro es menos generoso que Chávez.

Y todavía debe haber quienes alberguen, pese a todo lo que ha pasado, la esperanza de retornar a lo que era Venezuela antes de 1998. Como si el chavismo nunca hubiera ocurrido, pues. Y como si aquella Venezuela ─que yo también extraño, claro─ fuera un paraíso.

Ahí tenemos un problema: nos imaginamos distintas cosas cuando pedimos por la caída de esta dictadura. 

Qué queremos en lugar de Maduro, ¿una democracia u otra dictadura?

Entre todos los que queremos un “cambio”, dentro del 85% que queremos a Maduro fuera y ya, ¿cuántos en verdad queremos una democracia? ¿Cuántos en verdad queremos un régimen abierto, con diversos partidos, con reglas del juego claras que se supone deben valer para todos, con separación de poderes y un parlamento como centro, en el que incluso se admita que el chavismo participe, si quiere, en una competencia por el poder regulada por la Constitución?

En ese rechazo mayoritario a Maduro ─y esto me lo pregunto muchas veces con enorme preocupación porque me temo que la respuesta no me gustaría─ ¿cuántos están simplemente resentidos con él porque no fue capaz de darles lo que les daba Chávez? ¿Cuántos desean en realidad un Chávez al revés, alguien que llegue a vengarnos de lo que nos ha hecho el chavismo, y que como Chávez se dedique no a hacer justicia sino a ajustar cuentas, como explicó memorablemente Fernando Savater? 

¿Vamos a querer que se haga algo por los pobres, o los vamos a culpar por el chavismo?

Es evidente que muchísimos venezolanos, incluyendo a unos cuantos de quienes emigraron, extrañan la transferencia de renta petrolera de la bonanza chavista. Y es evidente también que otros muchos venezolanos, dentro y fuera del país, acusan de socialista y por tanto de chavista a todo el que manifieste algún tipo de preocupación por los pobres. 

Unos y otros están esperando algo que la realidad no puede darles. Los primeros no podrán contar con que un Estado quebrado sea capaz de desplegar los subsidios, misiones y beneficios de distinta índole del manirroto leviatán chavista de hace 10 años, porque ni lo pueden financiar los precios internacionales del crudo ni hay una producción petrolera nacional que genere esos ingresos. Pero los segundos tampoco deberían creer que esta es la ocasión para defender —como respuesta a la devastación del socialismo del siglo XXI— un modelo que abandone a los pobres a su suerte, justamente cuando son muchos más los pobres que en 1998, y la pobreza ha empezado a parecerse no a la de ese año, sino a la de cien años antes.

Pensemos lo que pensemos, nos guste o no, no hay manera de reflotar al país sin encarar el empobrecimiento catastrófico de la mayoría de su población. Ni siquiera en el camino más pragmático de recuperación, un horizonte de tipo chino con creciente apertura económica pero cero apertura política, se pueden lograr los objetivos sin recuperar al menos en parte la capacidad adquisitiva o de mera supervivencia de una buena parte de la población.

El escenario en el que no se hace absolutamente nada por los pobres es el que ya tenemos, es el status quo, la dictadura de Maduro. Es disolución interna, migración masiva, violencia, atraso y dolor.

Sin embargo, tal vez en términos más dramáticos que hace 20 años, la pregunta de qué hacer para atender la explosión de pobreza es una fuente de enfrentamientos, un terreno en el que no se ve cómo se pueda construir un consenso. Hay gente que piensa: “Que se jodan los pobres, ellos fueron los que entronizaron a Chávez”. Y hay gente que piensa: “La única solución al drama de la pobreza es más chavismo”. Entre esos extremos estamos por ejemplo quienes pensamos que en Venezuela la reducción de la pobreza solo puede hacerse mediante una transición democrática, y con un programa que no es el del socialismo ni el de ese liberalismo a la Trump. 

Como sea, esa gran pregunta estará ahí en cualquier escenario. El manejo del problema del empobrecimiento masivo de la población venezolana dependerá de los factores políticos y económicos en juego durante el régimen que reemplace al de Maduro, pero en cualquier caso habrá un eco de ese dilema en el resto de la sociedad. ¿Y qué diremos al respecto los ciudadanos? Eso tiene que ver con la pregunta siguiente.

¿Qué somos los venezolanos en el año 21 del chavismo?

Luego de la inercia que en los noventa desmenuzó el ecosistema político de la democracia, el chavismo puso sobre la mesa el tema de la pobreza. Nos obligó a hablar de eso. Ya sabemos cuáles son los resultados al día de hoy: una sociedad no solo mucho más pobre, sino famélica. Pero además de eso, en cuanto a la actitud sobre la pobreza y la desigualdad, ¿nos hicimos más solidarios los venezolanos en 21 años de chavismo? Más allá de que seamos chavistas o no, ¿nos hicimos más conscientes de las injusticias y de la necesidad de atenderlas? ¿O nos entregamos al resentimiento de clase en una y otra dirección, y a los viejos dogmas positivistas de que la muchedumbre venezolana es inservible de nacimiento y es pobre porque quiere?  

¿Cómo creemos que el fin del régimen realmente pueda ocurrir?

A estas alturas, ¿quedará alguna fe en el mantra de “cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres”? ¿O en las negociaciones asistidas por un arbitraje foráneo? ¿O incluso en una intervención armada que resquebraje la alianza de actores armados en torno a Maduro?

Con todo lo que ha pasado desde enero de 2019 hasta hoy, parece que las distintas imágenes de cómo se iría Maduro han ido desvaneciéndose. Cada bando ya no solo desprecia los escenarios de los demás, sino que abandona también los suyos. La discusión sobre eso parece estar siendo sustituida por una discusión de quién tuvo la culpa de este nuevo fracaso, en una nueva caimanera dentro de la oposición de la que el régimen siempre saca provecho.

Pero la pregunta de cómo caería Maduro sigue siendo válida. Porque tratar de responderla lleva a crear estrategias políticas. Guaidó y su gente están tratando de forjar otra vía; otros se dedican simplemente a culparlo por la falta de resultados, en vez de culpar a los que mantienen a Maduro en el poder: los militares. 

Finalmente, ¿de verdad habrá una transición democrática en Venezuela?

Claro que también cabe la pregunta opuesta, tal vez la más desagradable de todas, que parece estar en el ambiente desde que el arco de esperanza con que arrancó 2019 aterrizó en la otra orilla, la de la resignación: o me voy, o me quedo y me adapto como pueda a este orden de cosas que no puedo cambiar. 

¿Todavía se puede pensar en derrotar al régimen? Esta es la pregunta que justamente quiere el régimen que dejemos de hacernos, claro, pero más allá de eso, hay razones para hacérsela, y que te digan divisionista, derrotista, colaboracionista o traidor por atreverte a formularla no despeja el hecho de que hemos probado distintas vías y ninguna ha funcionado. Lo cierto es que con represión, coacción, apoyo internacional, debilidad de sus adversarios o lo que sea, el régimen sigue triunfando en su única política: permanecer día a día en el poder para seguir saqueando. 

Mientras tanto, nadie parece saber cómo sacarnos de esto. 

A lo mejor lo que toca ahora es dejar de buscar inyecciones de esperanza y concentrarse en comprender la realidad que hay, en vez de quedarnos pegados en soñar despiertos con la que quisiéramos que hubiera. En hacer lo mejor posible con lo que tenemos a mano y con la gente real que está a nuestro alrededor. Poner los pies en la tierra, prestar atención, y hallar respuestas a lo que no nos queremos preguntar.