¿Quién paga el periodismo venezolano?

Solemos hablar de amedrentamiento y censura, pero no tanto de algo igualmente amenazante: las dificultades de los medios hoy para financiarse, en Venezuela y el mundo

En cuanto a los medios impresos, lo que pagábamos apenas cubría los costos de impresión y distribución: los ingresos de las empresas periodísticas siempre vinieron de la publicidad

Foto: Composición por Sofía Jaimes Barreto

En muchas casas había uno. Recuerdo especialmente el que estaba en casa de mi abuela. Parecía un banco de madera para una persona de tres metros. Una caja pesadísima, con un espaldar tallado de aspecto fúnebre. Al levantar la pesada tapa, el sarcófago revelaba su verdadera función: era el cementerio de periódicos. Infinidad de ejemplares de El Nacional y El Universal que se iban acumulando hasta que se requirieran para algún fin doméstico, desde madurar aguacates hasta proteger los adornos de Navidad cada enero. Un desagradable olor a polvo y noticias de mañana que extraño muchísimo.

En cualquier hogar, de cualquier nivel, se compraba el periódico a diario y dos o tres revistas al mes. Era una transacción más, como quien compraba una cajetilla de cigarros o un café en la esquina. En toda oficina había una suscripción corporativa, así como en todos los consultorios, salas de espera, barberías y peluquerías podían encontrarse los últimos ejemplares de Vanidades o Exceso —y uno que otro de valor arqueológico.

Una paradoja de la que solemos hablar con frecuencia es que a Venezuela siempre le toca unirse a las tendencias mundiales por las razones equivocadas. Mientras los grandes periódicos en Estados Unidos y Europa crujían por la aparición de la prensa online, en Venezuela los medios digitales empezaron a reemplazar los grandes periódicos por el asedio del Estado y todas las dificultades que encontraban para seguir funcionando: desde la escasez de papel hasta el acoso a periodistas y directivos. Al mismo tiempo, se fueron erosionando otros medios, como las televisoras apagadas de golpe, amenazadas o adquiridas por gente cercana al gobierno. Gente que no tenía intenciones de desarrollar esos medios, ni siquiera como negocio; ya su payday estaba cubierto con la adquisición ordenada desde arriba. Su misión era comprarlos para dejarlos morir.

La erosión del sistema tradicional de medios dio pie a que esos espacios los llenaran otros nuevos, apoyados en tecnología y creatividad. Un ejemplo muy notable es El BusTV, periodistas que se montan en autobuses para narrar las noticias del día. Esos nuevos medios tienen distintos enfoques y formatos, pero un mismo problema: ¿quién paga? 

El problema de la carnada fácil

La respuesta a esa pregunta ya no es tan directa como antes, cuando bastaba con replicar “pues, ¿quién va a ser? El consumidor, los anunciantes”. 

Y de ahí la idea que nos atormenta: desde que los medios empezaron a abrir su contenido, y a pesar de que algunos lograban levantar ingresos suficientes con publicidad, al lector le cambió la percepción, porque empezó a confrontar el hecho de que el periodismo se paga. De que los periodistas también deben cobrar por su trabajo, hacer mercado, pagar el colegio de los chamos, como cualquier persona. El periodismo nunca ha sido gratis: siempre habíamos pagado por la prensa que leíamos o por la radio que escuchábamos. Y la televisión, la pagábamos al comprar cada producto o servicio que se publicitaba en ellas, y que cargaba en el precio al consumidor esa inversión publicitaria. En cuanto a los medios impresos, lo que pagábamos apenas cubría los costos de impresión y distribución: los ingresos de las empresas periodísticas siempre vinieron de la publicidad.

Cuando ese circuito de inversión se quebró con la llegada de Internet, se evidenció el problema de financiar el contenido.

La gente dejó de pagar el periódico y de comprar revistas en el quiosco de la esquina, pero la publicidad también se desplazó de los medios impresos y audiovisuales al internet. 

Algo similar pasó con la música y el cine en distintos períodos de los últimos veinte años, pero con la diferencia de que tanto la industria del cine, como la de la música, lucharon activamente contra ese fenómeno envuelto en el manto de la piratería. En cambio, en los medios periodísticos digitales no hubo esa puja. Al contrario, muchos medios se convirtieron en máquinas generadoras de contenido para acumular clics que se tradujeran en ingresos. Mucho contenido gratis para lograr todo el tráfico posible, porque las cifras de tráfico están directamente relacionadas con la cantidad de ingresos que se generan (no hay ni siquiera una filosofía o “conciencia” de marca tras la decisión de asociarse a tal o cual medio), así sea creciendo en tráfico con muchachas en bikini o noticias falsas. Es lo que se llama clickbait: carnada para que hagas clic. 

El problema con depender de la publicidad en internet es que la tentación al clickbait es muy grande, y así vemos como algunos se apoyan en prácticas que llevan a un titular como “Médico gay muere de coronavirus en los brazos de su esposo”. El otro problema es que los sitios web se convierten en quincallas digitales, donde es más fácil terminar en un esquema de phishing que leer el artículo completo.

La difícil pesca de una solución

Hay muchas alternativas y mucha gente experimentando con distintas opciones en plataformas como Patreon, un sistema de mecenazgo virtual, donde se pueden ofrecer distintas experiencias, desde un saludo en redes hasta una asesoría personalizada. Pero estos esquemas a veces se sienten como un paño caliente que no resuelve el problema de base: el contenido más costoso y más valioso, el lomito, es gratis y se usa como anzuelo. Entonces, un producto gratis que tiene un muy alto costo de producción se usa para vender un producto que puede tener buena calidad, pero que en muchos casos no es tan necesario como aquel que ya se entrega gratis. No es lo ideal. 

Lo que nos lleva a los modelos de paywall o muros de pago. Hace poco más de un año se hablaba del éxito del trasplante de modelo de The New York Times, que pudo convertirse en un medio rentable a punta de suscripciones online. Esa experiencia fue un respiro de aire fresco para los portales de noticias; sin embargo, no alentaba demasiado a los medios de habla hispana —al poco tiempo, The New York Times en español cesó operaciones. El NYT usa un muro de pago poroso, a través del cual el lector tiene un número limitado de textos que pueden leer gratis al mes y luego aparece el antipático mensaje de “usted ha llegado a su límite de artículos gratis por este mes”. Otros medios utilizan el modelo del freemium, donde ofrecen cierto contenido gratis para enganchar lectores. 

Ya hay en español algunos diarios como El País de España que empiezan a experimentar con el modelo de suscripciones del NYT vía el infame paywall poroso (este es el sueño). Veremos cómo les va.

Dos extraños peces en el mar

Pero obviamente, el ejemplo del que podemos hablar con mayor propiedad es lo que hemos hecho con Caracas Chronicles y Cinco8. CC era un blog que tenía casi 14 años. Entiéndase, en 2002 Quico ya estaba mentando madre y contándole a nuestros gringozuelans lo que pasaba en Venezuela.

De entrada, buscando distintas alternativas y hablando con uno que otro asesor, nos dijeron, en dos platos, que Caracas Chronicles era un charity case. Que la mejor alternativa era tratar de establecer una non-profit, y optar a grants en distintas organizaciones internacionales. En cierta forma tenía sentido: se trataba de un sitio web que hacía análisis sobre Venezuela en inglés. Y en ese espacio de los grants periodísticos, muchos medios venezolanos han encontrado fuentes interesantes de financiamiento.

Sin embargo, la verdad es que cuando decidimos formalizar Caracas Chronicles lo concebimos con lógica de negocio. Tercamente, y sin mirar atrás. Así, lo primero fue encontrar un producto bandera que pudiera sostener la operación, y que permitiera que cualquier otra cosa que hiciéramos se convirtiera en un ingreso para que los socios se dedicaran a esto de lleno y, quién quita, que incluso quedara algo del famoso gravy para repartir. Creamos un producto de riesgo político por suscripción que llega semanalmente a los suscriptores y una división de consultoría que responde preguntas más puntuales sobre el conflicto venezolano. También le agregamos una tienda online de franelas y mercancía para tener opciones y no cargar todos los huevos en la misma cesta.

Pero luego de todos estos malabares para sostenernos como medio, volvemos a lo más básico. ¿No sería lo ideal cobrar por el servicio y listo? Por eso es que le damos especial valor a lo que llamamos suscripciones voluntarias, que son las personas que se suscriben para pagar mensualmente una suma determinada. Y el hecho de que esas personas, con su comprensión del valor del servicio estén ahí, por supuesto, nos alienta para encontrar un modelo viable en el futuro.

Han surgido muchas ideas en el camino. Hace poco conversaba con Dariela Sosa, la directora de Arepita, sobre la posibilidad de monetizar medios en paquetes, o bundles. Algo que pudiera ser como un Netflix de periodismo, donde pudieran unirse distintos medios para cobrar por acceso. Pero obviamente no somos los primeros en discutir esa idea y en encontrarle obstáculos (ya cada medio es un Netflix en sí mismo).

Todavía dependemos en cierta medida de la buena voluntad y la inversión (sobre todo de tiempo) de los socios para complementar lo que necesitan Caracas Chronicles y Cinco8, que acaba de cumplir un año pero sigue envuelto en su aura de medio nuevo —con todo lo que eso acarrea. Mientras tanto, los costos en Venezuela aumentan y el equipo se va disgregando por el mundo. Cuando empezamos con este modelo, una suscripción voluntaria fácilmente podía pagar un artículo; ya ni cerca. Pero sabíamos que eso eventualmente iba a pasar, aunque esperábamos que el aumento de los costos viniera dictado por la mejoría de las condiciones económicas del país.

Nosotros estamos contentos con la independencia que nos ha dado nuestro modelo, que es el que hasta el momento sostiene en sus hombros a ambos medios, pero no podemos cerrarnos y limitarnos a lo que tenemos. Y posiblemente le sigamos agregando componentes (publicidad, grants), mientras encontramos el modelo ideal. Tenemos que seguir pensando y buscando la forma de adaptarnos y evolucionar.

No es fácil romper la barrera de la intangibilidad de los servicios online. Lo vemos en redes cuando emplazan a Caramelos de Cianuro o a Desorden Público al querer cobrar por un concierto aniversario en línea. Aunque claro, también vemos con admiración y mucha atención cuando un podcast vende 17.000 entradas a un evento virtual.

Tampoco podemos cerrarnos a otros formatos. Para nosotros ha sido importante defender y mantener la palabra escrita, pero también dirigimos la atención a otras plataformas y a otros tipos de contenido. En Pásalo, nuestro newsletter diario, hemos notado que más gente se da de baja cuando titulamos con alguna noticia diaria que cuando lo hacemos con algún ensayo o crónica que no tenga que ver con el toma y daca diario del país.

Llegar al sueño del paywall no es fácil en América Latina, y mucho menos en Venezuela.

Hoy en día, además de haber perdido la costumbre de pagar por prensa, para muchas familias sería un gasto prohibitivo. Además, para el medio, la disolución del bolívar en la práctica no solo hace difícil pagar sino también cobrar. El asedio a los medios de comunicación en Venezuela ha convertido al periodismo en un servicio de utilidad pública. Entonces cualquier modelo tiene que tomar en cuenta esa dimensión social.

No es fácil, pero es una conversación que debemos tener. Porque si algo está claro es que este modelo no es sostenible en el tiempo —probablemente ningún modelo de medios en Venezuela lo sea. 

El baúl de periódicos de mi familia ya no tiene sentido en el mundo de hoy, ni en Venezuela ni en ningún sitio. La dependencia de las pantallas ha encogido tanto nuestra ventana de atención que ahora desechamos con un ademán de indiferencia adolescente toda novedad o todo tema que nos exija cierto tiempo. La revolución digital nos acostumbró en pocos años a ver el periodismo como algo etéreo, que no se puede tocar, y efímero, que no merece retenerse. No queremos guardar nada en un cofre.

Lo que no es intangible, ni etéreo, es el dinero que merecen cobrar los que salen a la calle a buscar una historia, los que producen las imágenes, los que ensamblan todo para explicarte el mundo que tienes a tu alrededor. Ese problema de quién paga el periodismo sigue ahí, y tiene que resolverse. 

Porque la alternativa es quedarse sin periodismo, solitos con Maduro y con las cobas que recibes por WhatsApp.