Madrid: primer domingo de alarma

La artista visual venezolana Ángela Bonadies salió a recorrer la capital española como nunca ha estado: vacía, silenciosa. El texto de Sandra Caula nos guía por esta dimensión inédita de la pandemia, las ciudades en cuarentena

Bifurcación de Alcalá y Gran Vía

Foto: Ángela Bonadies

Vaciar estas dos calles, ni para una película. Misión imposible. Son dos de las principales arterias comerciales y turísticas de la ciudad, donde están muchos de sus edificios emblemáticos y miles de tiendas y hoteles. En la imagen principal de este fotoensayo, a la izquierda está la Calle de Alcalá, la de Los Nardos de Las Leandras, a la derecha la Gran Vía, la de las fotos y las películas y los paseitos victoriosos del Real Madrid o de La Roja. Lo usual es verlas llenas mañana, tarde y noche, todo el año. A cualquier hora y cualquier día. Esta desolación se impuso en ellas en nada. Fue la conciencia ciudadana y el miedo.

Un balcón en la calle de Mira el Sol 

Foto: Ángela Bonadies

¿Qué tiene de especial esta imagen? En Madrid mucho. Porque en esta ciudad la casa es la habitación y la ciudad el salón, así que nadie se asoma al balcón a ver la gente pasar. Eso solo pasa en las zarzuelas. Si acaso se asoman a fumar y miran hacia adentro. Para tomar el fresco y ver a los demás, aquí la gente llena los cafés o los bares del barrio. Llena sus terrazas a ras de suelo. En esa parte de su casa desayuna o almuerza, trabaja, toma el vermú y sale a cenar o a encontrarse con los amigos. ¿Qué observa entonces este par con semblante preocupado? La escena tiene algo de carcelaria. En el umbral de la habitación y en bata, en pleno Rastro un domingo. Abajo no hay un alma. Ninguno de los dos recuerda un día igual.

Ribera de Curtidores, sin comercios

Foto: Ángela Bonadies

Tal día como hoy, esta calle tendría que ser una delicia y un peligro. Las mujeres vendrían sin bolso y los hombres con la billetera en el bolsillo de adelante. A los lados estaría llena de tenderetes, detrás de ellos habrían abierto las tiendas, las tascas y los bares. Por el centro correrían ríos de gente, a veces más apretujada que en la Capilla Sixtina o en el metro de Tokio en hora pico, que han llegado a ser más o menos lo mismo. Venir es un ritual madrileño y una obligación turística. Si hay tal cosa como Hermes, dios del comercio, este ha sido su reino cada fin de semana y día festivo, desde 1740. Ribera de Curtidores, Mercado del Rastro: aquí te estafan sin que te enteres, y tan felices, o consigues el “chollo” de tu vida, también sin que te enteres y tan felices también. Que un mutante venido de China le amargue la fiesta a Hermes demuestra la decadencia de Occidente.

Un ciclista de Glovo por la calle de Alcalá

Foto: Ángela Bonadies

Desde el primer pedido que hacemos, los muchachos y muchachas de Glovo nos sacan lágrimas a los venezolanos que aquí nos instalamos. Puedes apostar que quien llegará a tu puerta con tu hamburguesa va a ser un compatriota. Casi seguro ha dejado atrás una carrera comenzada, si no una profesión y un trabajo. O sea, que llega a tu puerta con una pizza lo que iba a ser el futuro de tu nación. A cualquier hora, a llevarte lo que sea. En esta España famosa por el empleo precario, el suyo me parece el más precario de todos. Para trabajar en condiciones pésimas, hasta tienen que esperar varias horas que se les abra un turno en una app. Más humillante imposible. Pero aun así sonríen, agradecen y pocas veces se quejan. Aunque no les des propina tras pegarse los tres pisos de escaleras de tu casa. Desde que empezó esta pesadilla pienso en ellos: no hay seguridad que los ampare. Por eso pedí esta foto, se merecen un homenaje.

Plaza Tirso de Molina

Foto: Ángela Bonadies

En la Plaza de Tirso de Molina se compran flores y plantas los domingos. Las más frescas y las más baratas. El dato me lo dio Nathalia. Un poco más arriba está la vieja sede de El Imparcial, el primer periódico de España que no fue propiedad de un partido. Circuló de 1867 a 1933. Ahora es un restaurante y en sus sótanos se pueden visitar las viejas prensas. Ya ningún periódico dice ser de un partido y este domingo no abrió El Imparcial, pero este viandante solitario vino por estos lares a por un ramillete para una persona en cuarentena. No sabemos si la persona es un hombre o una mujer. Eso en Madrid no lo dice nadie ni a nadie le importa. Tenía que ser yo venezolana para preguntármelo. Lo importante es que este fue el último ramito (“…se lo vendo por un real”) antes de que desmontaran sus puestos quienes se enteraron tarde de lo que pasaba. Para contarlo el caballero tuvo la gentileza de bajarse el tapaboca.

Calle Santa Isabel con calle de la Magdalena

Foto: Ángela Bonadies

Los perros sí que son importantes en esta ciudad. Mucha gente viaja con ellos en el metro o en el autobús y hay quien los lleva a los bares. Juro que un día me coqueteó uno en el bar La Esperanza. Tengo testigos. Los madrileños son pet friendly de una forma un poco tajante: a pocos he visto recoger la caca de su mascota cuando la pasean y a nadie molestarse demasiado por pisarla o esquivarla. En mi gimnasio te piden usar otro par de zapatos adentro y listo. Mi peluquero lleva a Boston al salón. Evo, el perro de mi vecino, viene solo a tocar mi puerta para saludarme cada cierto tiempo, sobre todo si me pierdo una temporada. En estos días son un salvoconducto para salir a la calle. Pasear mascotas por la ciudad fantasma forma parte de las delicadezas de la alarma. Pero igual este fifí parece fúrico, como su amo de negro.

Parque infantil en Paseo del Prado

Foto: Ángela Bonadies

Los parquecitos infantiles se te cruzan por todas partes en Madrid. En las mañanas se llenan de niños y abuelos. En las tardes llegan además las madres y los padres. Los niños corretean de un juego a otro. Los abuelos y los padres se sientan a hablar o a tomar ese sol que esta ciudad te regala a veces hasta en el invierno. La casa es la habitación, la ciudad el salón y estos parquecitos el patio de juegos. Este así clausurado está en la isla que recorre el Paseo del Prado. Los perros tiene permiso de salir, niños y abuelos castigados. Cuesta entenderlo. Con las cintas se deja muy claro que nadie se puede subir a ningún juego ni sentarse en ningún banco, aunque la primavera ha empezado. 

Plaza Juan Goytisolo

Foto: Ángela Bonadies

Ella trabajó en el Reina Sofía y vino a pasear por aquí con su mascarilla y su Lluvia fina de Luis Landero. Cogió un ramito de azahar como corresponde a la estación. Quería ver esto: el espacio desierto que la rodea, lo suele llenar gente que espera para entrar al museo, migrantes que viven en el Lavapiés —más antiguos y oscuros que nosotros—, chicos en patinetas y muchos turistas en las terrazas donde se come caro y mal. Pero aquí comienza la calle más agradable de Madrid: la de Santa Isabel, y si caminas unos pasos más al norte todo tiene remedio. O tenía. Alguna vez ella visitó Caracas. Recuerda su modernidad y su arquitectura deslumbrante. Recuerda el centro colonial de Petare. Recuerda el cinetismo en las calles de la ciudad, un arte que solo había visto en una exposición en ese centro donde trabajaba entonces. España le parecía muy atrasada en ese tiempo. Era por Franco, dice. Caracas la fascinó. Está muy orgullosa de su país ahora y de su generación, pero piensa que falta mucho.

Estación de Atocha

Foto: Ángela Bonadies

Por aquí se entra y se sale de Madrid y aquí sucedió el último horror que recuerda la ciudad: el peor atentado terrorista de la historia de España. Es un nudo ferroviario y el lugar que atraviesan más pasajeros en todo el país. Fue la primera estación central. Durante el sitio de Madrid la bombardearon por considerarla objetivo militar. Aquí mi tía Tere arriesgó su vida cuando era niña para coger el arroz que se escapaba de sacos ametrallados. Los acababan de bajar de un tren cuando sonó la alarma. En 1967, la estación volvió a funcionar y desde entonces la han remodelado varias veces. Las bombas de los yihadistas explotaron en ella el 11 de marzo de 2004. Los madrileños lloraron pero llenaron su vestíbulo de velas rojas y votaron por el PSOE en las elecciones. Aznar había culpado a ETA sin pruebas para desembarazarse de su responsabilidad por participar en la guerra de Irak, y los votantes le volvieron la espalda, como hay que hacer con cualquiera que manipula tu tragedia. Esta desolación de la foto la ha causado un enemigo oculto en un animal que nos comimos. El asunto tiene resonancias épicas. Debe ser por ello que políticos e intelectuales hablan de batallas que dar y de ideologías culpables. Pero, ¿no habíamos vencido a los animales hace decenas y decenas de siglos?


El trabajo fotográfico de Ángela Bonadies (Caracas, 1970) se centra en la memoria, el archivo, la visibilidad e invisibilidad de estructuras culturales y el espacio urbano. Entre sus exposiciones se encuentran: La pesca, Galería Freijo, Madrid; Archivos, registros necesarios, UPV, Bilbao; Cruzando la línea, Cinemateca Distrital de Bogotá; Santa Fe SITELines 2018 Biennial: New Perspectives on Art of the Americas, Casa Tomada, Estados Unidos; The Matter of Photography in the Americas, Cantor Arts Center, Stanford University, Estados Unidos; A Universal History of Infamy, LACMA, Los Angeles y 18th Street Arts Center, Santa Monica, Estados Unidos; West Side, galería Abra Caracas; Die Bestie und ist der Souverän / La bestia es el soberano, WKV, Stuttgart, Alemania y MACBA, Barcelona, España; El tormento y el éxtasis, Es Baluard Museu d’art modern i contemporani de Palma, España; Magical (un)Real: Entranced Land, Momenta Art, Brooklyn, Estados Unidos, y Global Activism, ZKM, Karlsruhe, Alemania.

Ha recibido los siguientes reconocimientos: Art Investigation Programme, Casa Planas, Palma, Mallorca; Beca 2018 MAEC-AECID para la Real Academia de España en Roma, Italia; Artist Residency Program, Goethe-Institut Salvador-Bahia/Vila Sul, Brasil, 2017; Beca Latinoamericana Experimenta-Sur 2017, Bogotá, Colombia; Residency Award 2016 en 18th Street Arts Center, Santa Monica, Estados Unidos, otorgada por el LACMA.