La peste, semana 8

Cuesta verlo —llevamos demasiado tiempo sumando desastres y postergando reconstrucciones— pero las catástrofes también son ocasiones para reconstruir

Quién sabe si esta pandemia que nos ha obligado a alejarnos unos de otros sea una aliada del espacio público, de la reconquista de la calle y de la acera

Ahora que el mundo vive la demanda de hidrocarburos más baja desde la Segunda Guerra Mundial, varias ciudades en el mundo que ya tenían agendas de movilidad sustentable y creación de espacio público están aprovechando las medidas de confinamiento para avanzar. La pandemia les ha dado más argumentos ante los escépticos, que en estas cosas siempre son mayoría.

Donde estaban pensando empezar a probar vehículos de transporte público sin conductor (los AV, autonomous vehicles), ahora se animarán a lanzarlos a la red; mejor un pequeño bus eléctrico que se maneje por control remoto que uno donde el chofer pueda contagiarse, como en efecto pasó con más de 30 conductores en Montreal. 

Donde hay costumbre de instalar terrazas en las aceras en los meses cálidos, para que los clientes de bares y restaurantes se sienten afuera, llegó el momento de preguntarse si hay que relajar las normas municipales para que esas terrazas sean más extensas y le quiten más espacio a los carros, para que los comensales puedan acudir a esos lugares sin faltar a las precauciones de distancia social. Con más área de servicio, los establecimientos podrán admitir más gente y escapar más rápido de la amenaza de quiebra, si es que alcanzaron a sobrevivir los meses de cierre.

Donde se pensaba en cerrar calles o avenidas al tránsito automotor, ahora pueden lanzar esas iniciativas para tomar ventaja de la reducción de tráfico y de la desesperación de la gente por salir a la calle.    

 

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Los desastres también son oportunidades. El ordenado casco central de la Lisboa que conocemos hoy es en buena parte producto de la reforma urbana que dirigió el Marqués de Pombal luego de que la ciudad vieja quedara devastada por el terremoto de 1755. 

 

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En Montreal, donde mucha gente usa la bicicleta a diario como medio de transporte, los talleres para reparar bicicletas han permanecido abiertos porque son considerados negocios esenciales. Y las tiendas online no se están dando abasto porque las ventas de bicicletas explotaron durante la cuarentena. Mucha gente que se iba a ir de vacaciones en verano ahora se quedará en la isla y se pasará las semanas de calor pedaleando de un lado a otro, así que decidió comprarse una bici. Pero sobre todo debe haber mucha gente dándose cuenta de que en los siguientes meses de confinamiento y desconfinamiento la bicicleta será el medio ideal para ir a comprar cosas o mover algo el cuerpo. Y a solas en tu bici corres menos riesgo de contagiarte que caminando en la acera o subiéndote a un autobús o a un carro ajeno. Para no hablar de las mercancías que desde negocios locales llegarán a tu casa en bicicleta: comida, vino, libros transportados fácilmente gracias a esas apps que estarán reclutando muchos jóvenes desempleados.

Si la ciudad asume que habrá más ciclistas —ya antes de la pandemia se veía una tendencia ascendente a usar bicicletas en Montreal, incluso en invierno— habrá que ampliar el espacio para que circulemos sin estar demasiado juntos los unos de los otros. Hay que crear más rutas exclusivas y quitarle espacio a las calles. Es decir, a los carros. 

Habrá que cambiar cosas, y eso generará resistencia. Ya me imagino a muchos automovilistas diciendo en las redes que la pandemia era una conspiración de la izquierda ecologista para apartarlos de sus carros.

 

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Leo todas estas noticias y sé que veré un debate público al respecto aquí en Montreal, pero tampoco olvido que de nuevo se aplican en Venezuela medidas que son similares pero que responden a motivos diferentes. Mientras en Montreal y otras ciudades abrieron tiendas donde acudes con tu propio envase para llenarlo de detergente o de aceite de oliva, de manera que produzcas menos desperdicios, en Venezuela eso comenzó a pasar pero a causa de la escasez de envases. Mientras en Montreal y otras ciudades vemos ahora que se intensifica el uso de la bicicleta porque las políticas públicas lo favorecen en nombre de la salud de los ciudadanos y del ambiente, en Venezuela eso está empezando a pasar también, pero a causa de la escasez de gasolina.

Me gustaría pensar que cuando las cosas mejoren en Venezuela algunos habrán incorporado esos buenos hábitos de los años de escasez crónica, como reutilizar un envase o desplazarse al abasto en bici. Pero tiendo a pensar que los asociarán con el sufrimiento de esta época y que los dejarán atrás. 

La polarización chavista entre pobres y no tan pobres no nos hizo más solidarios; dudo que la depauperación chavista nos haga más austeros. 

Ojalá me equivoque.

 

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Cuando escucho a estas sociedades hablar de la nueva normalidad, discutir con angustia y con tensión acerca de ciertos hábitos que tendrán que posponer o definitivamente dejar atrás, cuando los veo repartirse escenarios sobre cómo será el futuro después de la pandemia, o más bien la vida en un nivel manejable de convivencia con la amenaza del Covid-19, recuerdo cuántas veces los venezolanos hemos tenido que hacer ese mismo ejercicio, cuántas veces tuvimos que rompernos cabeza pensando cómo iba a ser nuestra vida cada vez que bajábamos otro escalón hacia el foso.

Nos lo preguntamos tantas veces, y nos costó tanto encontrar las respuestas antes de que otro desastre las invalidara, que se nos olvidó qué es una vida normal.

Los años del chavismo nos enturbiaron el pasado, nos jodieron el futuro y nos encogieron el presente a un aquí y ahora tan estrecho como un fogonazo, una instantánea. En este segundo estamos bien, tenemos comida, tenemos luz, tenemos internet, tenemos agua, no estamos sangrando. Quién sabe qué será el segundo siguiente. Esa es nuestra normalidad, ya no nueva, sino vieja.

Pero de nuevo: en la calima del horizonte que no podemos distinguir, también hay buenas sorpresas y posibilidades de renacimiento.

O al menos tenemos que aferrarnos a esa idea.

 

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Yo no sé si los delfines volvieron a Venecia o si una parte significativa de los seres humanos aprenderemos algo de este evento global. Pero sí sé de unos pocos pequeños prodigios. 

Mi mamá y su esposo llevan más de diez años casados, pero durante casi todo ese tiempo les fue imposible estar juntos todo el tiempo: tenían que dividirse el tiempo entre Caracas y Valencia, entre Venezuela y Estados Unidos… pero ahora están los dos en el mismo lugar de Florida, se despiertan juntos cada mañana, salen a caminar cada tarde. Ambos ya cerca de los 70, es ahora cuando pueden realmente acompañarse, y esto no había pasado sino en las condiciones creadas por la pandemia de coronavirus.

Mi mujer pudo finalmente lanzar el proyecto que llevaba mucho tiempo preparando. Yo recuperé, aunque a distancia, a muchos viejos amigos. 

En este momento alguien finalmente está aprendiendo a cocinar algo que quería comer, estará tomando una decisión difícil que había pospuesto, estará finalmente desprendiéndose de una pareja o de un trabajo que no quería. En este momento se estarán completando buenas novelas, se están concibiendo niños que harán cosas buenas en este mundo lleno de miedo y de tristeza. 

Ese azar alrededor nuestro, dentro nuestro, que nos frustra los planes o nos corta el camino, también desentierra tesoros perdidos y nos despeja, aunque a bofetadas, ciertas penumbras de la cabeza. 

Ahora que nos asomamos a la ventana preguntándonos cuándo podremos volver a salir por la puerta, tratemos de recordarlo.