La peste, semana 6

Cuando la pandemia empieza a matar a gente que conoces y al mismo tiempo te reconecta con una rama dorada de tus orígenes, es que entiendes la magnitud humana de esta experiencia 

Alfredo Herrera, de la serie Pixels

Foto: GBG ARTS

Esta fue la semana en que me enteré de que tienen el coronavirus dos personas que conozco en Montreal y en que supe del fallecimiento por Covid-19 de alguien que conocí, la periodista Mariahé Pabón. 

Y al mismo tiempo, es la semana en la que me doy cuenta de que las curvas de la pandemia —que comienzan a perder velocidad en Europa, parecen acercarse a la cima en América del Norte y apenas han empezado a empinarse en América Latina— se cruzarán pronto con las curvas de la impaciencia por las medidas de confinamiento. Ahora que ya recibimos todos los mensajes que podíamos sobre cómo es el coronavirus y cómo nos podemos proteger, en países como Canadá y Estados Unidos sigue hablándose de los muertos, pero cada vez más de las decenas de millones de nuevos desempleados. La ultraderecha organiza manifestaciones en Estados Unidos para presionar por la reapertura de la economía; en las redes sociales canadienses crece la tensión entre quienes claman por el fin de la cuarentena y el gobierno federal de Justin Trudeau, que insiste en defender los argumentos de la comunidad médica en cuanto a que todavía no es hora de liberar los controles y a que el retorno a la normalidad debe ser paulatino si no queremos más brotes y más muertos.

Pero no, es normalidad lo que queremos. No solo porque el impacto económico es catastrófico, sin duda, sino porque hemos normalizado las víctimas del coronavirus, nos hemos acostumbrado a la alarma. Al menos muchos quieren pasar la página… sobre todo, supongo, quienes no han perdido a nadie a manos de esta pandemia.

Los venezolanos (los latinoamericanos, en general) sabemos de eso. Sabemos lo que es acostumbrarse a la desgracia hasta el punto de que dejas de contar los muertos, de darles nombres, de pensar en ellos. Contabilizamos esas víctimas; los “damos a pérdida”. We write them off, se dice en inglés, como si los tacháramos.  

Fue lo que hicimos con los muertos del Caracazo y de Vargas, pero sobre todo con las víctimas de la inseguridad y de la represión. A principios de los 90 dejamos de pararle al “parte de guerra” de los lunes, la cantidad de cadáveres en la morgue de Bello Monte. A medio camino de las oleadas de protestas de 2014 y de 2017 dejamos de difundir los nombres y los rostros de quienes caían bajo las balas de la GNB o los colectivos. 

Bueno, lo mismo están haciendo ahora cientos de millones de personas con la pandemia de Covid-19, y a escala global.

 

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Los jefes de gobierno serán juzgados por cómo manejaron esto, así como sus oposiciones. En Canadá, ha habido mucho consenso entre partidos y niveles de gobierno, roto ahora por el primer ministro de Alberta, que alienta los sentimientos separatistas de su provincia cuando dice que está dispuesto a introducir medicamentos o tratamientos que no hayan sido aprobados por la autoridad federal de salud. Pero en España la polarización parece haber empeorado, así como en Estados Unidos, mientras que en Venezuela la impresión que da es que tanto el régimen como la oposición carecen de margen de maniobra ante el reto colosal de manejar la pandemia.

Esto es un conflicto político, que más allá de los resultados en cuanto a pacientes infectados, muertos y recuperados, no será ninguna tontería de aquí en adelante: está estallando un enfrentamiento entre quienes defienden la cuarentena y quienes la quieren abolir de inmediato, y los líderes de cada bando. 

Y es un conflicto ético, o debería serlo, entre pensar en ti mismo o pensar en los demás, tanto en lo que respecta a la velocidad de transmisión del coronavirus como en la oleada de destrucción económica. 

Nada como las pandemias —lo muestra su antigua literatura— para crear esa clase de pruebas, para revelar de qué están hechos los individuos y, como explicó Paula Vásquez, los gobiernos, tanto en Francia como en Venezuela

 

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Nos cuenta una amiga desde Miami que hace varias semanas, cuando bajaba con su esposo desde el apartamento y el ascensor se detuvo en un piso inferior, le pidió al vecino que lo esperaba que por favor tomara otro ascensor, para que no hubiera tres personas en él al mismo tiempo. El tipo, en outfit de corredor, no abordó el ascensor, pero hizo un notable gesto de fastidio. Poco más tarde, en la calle, cuando ellos volvían a casa caminando, separados por metro y medio de distancia, el vecino pasó trotando entre ellos aunque tenía mucho espacio alrededor para esquivarlos, y justo cuando pasaba junto a mi amiga, tosió. 

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Las cosas que me he encontrado pensando: este encierro me hace sentir que todo este tiempo se está perdiendo. Nunca me ha gustado sentir que pierdo el tiempo, y además ya estoy en la edad en que me pregunto qué alcanzaré a hacer en el tiempo que me quede. Pero con esto me pregunto cuántas experiencias dejaremos de vivir por estar metidos en casa. 

También me doy cuenta de que salir no es necesariamente aprovechar el tiempo, de que ir y venir de un lugar lo consume, de que el destino puede que no valga la pena, de que muchas veces me pasa (me pasaba también en Caracas) que iba adonde en realidad no quería ir solo para ceder a la necesidad de salir, y volvía a casa pensando que solo había perdido el tiempo, que hubiera sido mejor quedarme leyendo, escribiendo, viendo una película.

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Termino de leer Casas muertas, que no había leído; estaba interesado en la huella de la epidemia en la literatura venezolana. Encontré no la epidemia sino la enfermedad crónica, el paludismo y la fiebre amarilla cayendo en sucesivas oleadas, sin irse nunca del todo. 

Me di cuenta de que si hubiera leído eso cuando tocaba, en los ochenta y los noventa, hubiera dicho “qué riñones lo que era Venezuela antes, de lo que me salvé”. Leyéndolo ahora, me parece que con cambiar el oriente petrolero por Colombia y el jefe civil por el pran o el comandante local de la GNB, esa novela de MOS de 1955 es una crónica de la Venezuela rural de hoy.

 

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Hace como un siglo los ingenieros navales dieron con una solución para los naufragios: dividir en compartimientos el interior del casco de los buques. Si se rompía por una parte y entraba el agua, se suponía que el agua se quedaría atrapada en ese compartimiento y el buque, aunque golpeado, no se hundiría, podía llegar a puerto y entrar a reparación sin lamentar la muerte de ningún pasajero o miembro de la tripulación. 

Ahora, que todos hemos sido testigos de lo conectados que estamos y de cómo un nuevo virus puede extenderse por el mundo entero en tres meses, querremos llenar de tabiques de hierro el casco del barco que compartimos todos, del que no podemos desembarcar, a ver si no nos hundimos tan rápidamente. 

 

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Me pregunto cuánto tendrá que ver la pandemia con lo mejor que me pasó esta semana: un reencuentro, por Zoom y trago en mano, con los amigos del colegio. Se pudieron conectar 17 de ellos y hablamos durante casi cuatro horas, desde Valencia, Caracas, Londres, Ottawa, Montreal, Amsterdam, Querétaro y varias ciudades de Florida. Con varios de ellos tenía al menos 20 años sin hablar. 

No sé bien cómo explicar el bien que me hizo. Una metáfora que es un cliché pero que vale: se me volvió un pelo más sólido el suelo bajo los pies. Este mundo que da tumbos recompuso un poquito su geografía. Mientras nos actualizábamos sobre matrimonios, divorcios, hijos y emigraciones (o regresos al lugar del que todos venimos), y nos volvíamos a reír con las mismas anécdotas de siempre, me sentí menos solo, menos vulnerable, menos incapaz de vivir bien cuando esto pase. 

Las grandes cosas importantes se hacen más grandes y más importantes en nuestra cuarentena planetaria. ¿No basta eso para decir que, al menos un poco, esto nos está haciendo más vivos y más fuertes?