La peste, semana 4

Nunca nos hemos enfrentado todos a la vez a la misma pregunta de una manera tan urgente. Esto es una pandemia de incertidumbre

Ricardo Arispe, de la serie Píxeles

Foto: GBG ARTS

Sabemos, como dice Feliciano Reyna, que esto nos cambió. Pero ¿cómo? ¿Qué mundo será el mundo después de esta pandemia? 

“Todo lo que parecía sólido es menos sólido que el aire”, escribe Leila Guerriero en un artículo que explica la idea del día después, en El País. “Hasta hace días hablábamos del avance de la derecha, de la xenofobia, del nacionalismo, de Trump y Bolsonaro como las bestias negras. Ahora, en un escenario de guerra química, desde los balcones de Italia se entona el himno nacional y hasta los más herejes se sienten trastornados de patriotismo, mareados de emoción, cantando ‘Estamos listos para morir, Italia ha llamado’. Los ciudadanos claman a sus Gobiernos que les impidan viajar, que los vigilen, que cierren las fronteras, que expulsen a los extranjeros, que la policía patrulle. La cuarentena obligatoria ha transformado la delación en orgullo ciudadano, la sospecha en solidaridad: ‘Denunció a su vecino porque no cumplía con la cuarentena’. El encierro se vive como alivio, el control social como deber. La distancia con el otro como ‘señal de amor’ ”.

Unas cuantas de las amargas discusiones que tienen atrapadas a muchas sociedades han tenido que suspenderse durante esta coyuntura, y ahora cambiarán de rumbo. En buena parte del mundo ahora veremos transformaciones en la percepción de la gente común y de los líderes sobre muchos dilemas que afectan millones de vidas: cuál debe ser participación del Estado en la economía y en las vidas de todos; si es mejor tener un Estado nación fuerte, una federación capaz de congregar recursos a la hora de una pandemia, o es mejor dividirnos en muchas Cataluñas o Quebecs o Albertas; si aceptamos las bondades del teletrabajo o seguimos pegados de las oficinas y por tanto de la necesidad de ir a ellas cada día. 

Algunos de esos dilemas están siendo presionados por grandes cuestiones, como la vastedad de los esfuerzos que hay que emprender para combatir una crisis de salud de esta magnitud, pero otros por los simples miedos individuales. ¿Cómo vamos a usar los buses y el metro a partir de ahora? ¿Cuándo nos atreveremos a sentarnos de nuevo en un restaurante o a subirnos a un crucero? ¿Querremos seguir manejando efectivo, saludarnos con un beso, darnos las manos?

Durante las últimas décadas, la humanidad se acostumbró a vivir apretujada: desde hace poco más de diez años, por primera vez en la historia de la especie, más personas vivimos en ciudades que en el campo. Cuando pase esta gran ola de esta pandemia, que no será tampoco la última, ¿estaremos igual de dispuestos a estar tan cerca de los otros?

 

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Por el momento, en Montreal ya sabemos que este será un año extraño. Ya suspendieron las FrancoFollies y el Festival Internacional de Jazz, pospusieron el festival de humor Juste Pour Rire, y están pensando si cancelar el Gran Premio de Montreal de Fórmula 1. Eso significa que la ciudad dejará de percibir unos cuantos millones de dólares y que este año será recordado como un gran vacío, un agujero en la identidad de esta urbe nórdica que se precia de la apretada agenda de clase mundial que tienen sus cálidos y luminosos veranos, esos meses en que pasamos al aire libre todo el tiempo que podemos y en que se hacen innumerables desfiles, conciertos, funciones de teatro en la calle, competencias de murales. 

Pero no: el verano de 2020 será de silencio, y de duelo.

Se nos pide que permanezcamos en nuestros quartiers, nuestros barrios, así que no he salido a ver el resto de Montreal, pero cuando cruzo la muy cercana calle St Denis para ir a la farmacia me parece que la ciudad ha ido siendo ocupada por un ejército de aire. Se han vuelto tan escasos los carros y las personas en una de las arterias que atraviesan la isla de sur a norte, que es como si un gas sólido y transparente los hubiera desplazado. El sol primaveral hace más visible ese vacío desde mi esquina hacia el Viejo Puerto en el borde del río Saint Laurent, a muchas cuadras de distancia. Un paisaje deshumanizado que no se ve ni en los feriados.   

 

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“La ciudad que recuerdo ha desaparecido, al igual que un sinnúmero de ciudades y pueblos de todo el mundo que se han convertido en caparazones, vacíos de vida”, cuenta la gran escritora Siri Hustvedt desde Nueva York. Tanto ella como su esposo, Paul Auster (uno de mis narradores favoritos), estuvieron enfermos y se recuperaron sin llegar saber si lo que tuvieron era Covid-19. Hustvedt dice que solo imbéciles soberbios como Trump pueden decir que no sabíamos que esto nos podía pasar, que nadie podía estar preparado para esto. Trump miente: bastante que los científicos lo han advertido. Y no es la primera pandemia que vive el mundo.

Igual que con el cambio climático: el problema está ahí, pero no lo enfrentamos, no hacemos lo que hay que hacer hasta que es demasiado tarde. Y entonces culpamos a la suerte, al azar, cuando la culpa en realidad ha sido siempre nuestra. 

 

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Uno puede decir que no se sentirá tanto en Venezuela: allá, a diferencia de aquí, la pandemia no solo es otra amenaza epidemiológica entre la malaria, el dengue y la tuberculosis; también es una conmoción entre muchas más, un mal adicional entre todos los que acosan a la población. 

Pocas horas antes de que escribiera esto, supimos que un barco de la Armada intentó embestir un buque de bandera portuguesa y terminó hundido, y que poco después Estados Unidos mencionó a Maduro al anunciar una enorme operación naval antidrogas en el Caribe. Está pasando algo extraordinario a la vez en todo el mundo que también ocurre en Venezuela, pero allá —sin gasolina, en hiperinflación, en dictadura, en emergencia humanitaria compleja— no se percibirá igual.

Si en una calle tranquila das un tiro, todos los vecinos lo escucharán, sabrán que hubo un tiro, hablarán de eso, y tal vez hasta sea fácil decir dónde se disparó. Pero si disparas un arma en un campo de batalla, no puedes distinguir ese tiro de los demás, no puedes determinar de dónde salió, ni podrás saber quién te mató si esa bala te alcanza. En Venezuela, el coronavirus es una bala más entre las muchas que están rebanando el aire, todos los días.

 

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Venezuela ha vivido esto. 

El cólera mató a unos veinte mil venezolanos entre 1854 y 1855; la gripe española de 1918 se llevó a alrededor de treinta mil personas, entre ellos un hijo de Juan Vicente Gómez. En Historia mínima, escribió Diego Bautista Urbaneja que el doctor Luis Razetti, a cargo de la respuesta gubernamental ante la epidemia, no sólo organizó hospitales y fosas comunes, sino que también observó que el principal problema era el hambre de la población, que la hacía vulnerable. Hubo entonces iniciativas de solidaridad y ollas comunitarias. Diez años antes, había ocurrido una breve y mucha menos dañina epidemia de peste bubónica (la misma de la Peste Negra) que también entró por La Guaira y que también fue manejada por otro de nuestros sabios, Rafael Rangel. Hay evidencia histórica, dice Urbaneja, de que se decidió ocultar a la población la naturaleza de la enfermedad para evitar el pánico, y de que se organizó la matanza de ratas en toda la región central.

No es que no aprendamos, es que el conocimiento que se genera —la memoria que se produce— no es aprovechado.  

 

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Hay naciones donde las instituciones se sintieron obligadas a pensar en el futuro y ahora están preparados. Es el caso de Finlandia: siempre preocupada por una invasión rusa o porque un conflicto rompa sus líneas de comercio y aprovisionamiento en el Mar Báltico, se acostumbró a acumular recursos en una red de depósitos secretos en todo el territorio, desde la Segunda Guerra Mundial, para estar lista por si se prende la tercera. Los finlandeses han pasado décadas guardando equipos e insumos para la agricultura, petróleo y muchas cosas más, entre ellas máscaras quirúrgicas. Son los preppers del mundo. Siempre tuvieron que imaginar lo peor, con la diferencia de que eso no era una conversación frente a la licorería, sino una actitud seria que condujo a tomar decisiones. Y ahí están, listos. Mientras los franceses denuncian que en un aeropuerto chino los estadounidenses les arrebataron con una bolsa de dólares en efectivo un cargamento de máscaras originalmente destinado a París, los finlandeses están sacando de sus búnkers viejas máscaras de la Guerra Fría que todavía sirven.

 

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La segunda mitad de mi vida ha estado marcada por las transformaciones a mi alrededor y las decisiones que he tomado al respecto: todo lo que le pasó a mi país desde el Viernes Negro y el Caracazo hasta ahora.

Esta pandemia pone en entredicho la estabilidad de cualquier horizonte que me pueda imaginar sobre el futuro. Incluso de la vida tal cual ha sido en un país tan sólido, tan estable, tan organizado como Canadá. Nada podemos darlo por sentado. 

Supongo que así es sobrevivir a un accidente: te concentras en lo que tienes delante, en lo que puedes tocar. En el presente.

Te concentras en hacerte más fuerte, en afilar tus prioridades y en vivir un día a la vez.