La peste, semana 1

La pandemia de COVID-19, la primera de la era de las redes sociales y de la emergencia humanitaria venezolana, pasará eventualmente. Pero dejará huellas y hay que ir buscándolas

Torso de estudio número 2, de los estudios para "El Purgatorio" de Cristóbal Rojas

11 de marzo de 2020: la Organización Mundial de la Salud declara que la epidemia del nuevo coronavirus SARS-CoV-2, que produce la enfermedad llamada COVID-19, es una pandemia. 

Para entonces, el nuevo coronavirus reportado por la OMS el 31 de diciembre en Wuhan ha dejado de ser algo que pasa en China, o en el resto del mundo; algo que le pasa a otros. Ahora es asunto hasta de los venezolanos, hoy tan poco globalizados a causa del colapso económico provocado por el chavismo y el conflicto geopolítico que está entre sus consecuencias. 

El 15 de marzo, el régimen de Maduro reporta los primeros casos en Caracas. Una semana después del primer aniversario del apagón nacional que nos reveló una nueva dimensión de la vulnerabilidad, del retroceso de la nación entera. Diez después de que ese mismo régimen conmemorara el séptimo aniversario de la muerte de su caudillo, que anunció súbitamente después de semanas asegurando que se estaba recuperando. 

Si diciembre era sinónimo de apaciguamiento y fiestas, enero de renovación y de inflación, y febrero de estallido de los conflictos, ahora marzo se consolida en nuestro calendario del trauma colectivo como el mes de las revelaciones, de la anagnórisis —ese momento de la literatura clásica en que el protagonista descubre la gravedad de su situación, la horrible verdad que le habían escondido.

 

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El chavismo suele usar a su favor las crisis sanitarias y las enfermedades. Usó el deslave de 1999 para poner en práctica tanto su músculo de abuso como un aparato asistencialista que vende salvación a cambio de lealtad total. Usó el cáncer de Chávez para profanar la tumba del Libertador y culpar a Colombia de su muerte de 1830, y para ayudar a ganar sus últimas elecciones al caudillo que nunca podría ejercer ese periodo. Usó la agonía oculta de Chávez para entregar el Estado a Maduro. Usó la emergencia humanitaria compleja que su mismo modelo creó para regir con recursos menguantes sobre una nación postrada en el umbral de la supervivencia.

¿Qué hará con el COVID-19?

   

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Es bueno tener claro el léxico indispensable de estos días. Un brote es un aumento súbito pero limitado de una enfermedad. Una epidemia es tanto el aumento del número de casos como el incremento de su extensión geográfica: ciudades, regiones, países. Y una pandemia es una epidemia fuera de control, que no se puede impedir se extienda por el resto del mundo y produzca brotes en lugares muy remotos a su origen. La palabra pandemia, que se usa al menos desde mitad del siglo XIX, es una derivación de la de epidemia y está hecha con dos palabras griegas: pan, “todo” y demos, “pueblo”. Para todo el pueblo. Tú, yo, toditos. Scarlett Johansson, Diosdado Cabello, la viejita que pide en la puerta del supermercado. Todos.

Estas son las definiciones más generales; hay un debate entre los epidemiólogos sobre los detalles. Y son palabras delicadas, sobre todo pandemia, porque usarla significa que un gobierno no pudo con la situación, que fue incapaz de mantener a la enfermedad constreñida a un solo territorio. A ningún gobierno le gusta que digan eso de él; naturalmente no le gusta a la orgullosa China, y uno puede entender entonces por qué la Organización Mundial de la Salud, que es una agencia del sistema de Naciones Unidas y por tanto es muy vulnerable a las susceptibilidades políticas y a las rabietas de sus miembros, sea tan quisquillosa para usarla. Solo la ha declarado dos veces: con la influenza de 1918, que también tocó Venezuela y mató más gente que la Primera Guerra Mundial, y en 2001 con otra influenza, la H1N1. Cuando la OMS dice que es una pandemia, está diciendo que ya no se puede contener la enfermedad, y que los esfuerzos deben concentrarse en mitigarla.

Que científicos y funcionarios de todo el mundo estén aceptando con cierta unanimidad la gravedad de la situación es lo que lleva a la extensión de las medidas de “distancia social”: mientras menos cerca estemos los unos de los otros, menos contagios habrá, y por tanto hará menos casos graves de COVID-19 que demanden los recursos siempre limitados de la hospitalización en cuidados intensivos y con respiración artificial. En esta lógica, suspender las clases y trabajar desde casa son las decisiones correctas.  

 

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Esto nos obliga a pensar en los cuerpos de los demás. Encerrarnos no se trata solo de no convertirnos en pacientes, sino de no ser portadores. De no infectar a otros más vulnerables que nosotros.

Pero también nos hace estar muy pendientes de nuestros propios cuerpos. De cualquier malestar, cualquier tosesita, cualquier estornudo.

Porque por más que leemos descripciones y entendemos que esto forma parte de una familia de gripes muy fuertes, tememos a una enfermedad tan reciente que aún no tiene vacuna.

Nos da miedo lo desconocida que es, y no nos detenemos a pensar cuánto sabemos en verdad de las demás enfermedades. ¿Cuánto se sabe del cáncer, por ejemplo, del mal de Alzheimer, la depresión o el lupus? 

 

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He leído por ahí que este el único evento verdaderamente global que hemos vivido en esta era. Sin embargo, todos llevamos décadas viviendo un mismo evento global, con la enorme diferencia de que no les prestamos la misma atención ni mucho menos tomamos las mismas medidas al respecto, porque no lo entendemos, no lo vemos como una amenaza inmediata. Es el cambio climático de origen humano y tiene más tiempo azotando nuestras vidas que el COVID-19, pero aunque al virus tampoco lo podemos ver, no ponemos en duda su existencia ni su causa. Las víctimas del coronavirus están ahí, delante de nosotros; siempre serán más cuantificables, más evidentes que los abstractos caprichos del cielo. Y estamos muy dispuestos a aceptar que los hábitos de consumo de los chinos causaron una peste que nos azota a todos, pero muchos menos a admitir que los hábitos de consumo de todos nosotros hayan puesto en riesgo nuestra presencia en este planeta.

 

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Y pensar que todo esto parece venir de un drama ambiental, la cría comercial de especies silvestres en Asia para aprovisionar mercados como el de Wuhan. Y pensar que todo esto —estas pérdidas económicas y humanas que por ahora no podemos medir— viene de una superstición: que el consumo de la carne de ciertos animales te dará potencia sexual o alargará tu vida.

Detrás de la COVID-19 han corrido, con igual velocidad, los rumores, las fantasías, las culpas, las mentiras, los chistes, los memes, las modas como el tapabocas, las compulsiones como acaparar papel higiénico; le siguen, con menor alcance, las voces del conocimiento y de la prudencia, y esa sintonía en la gestión de la crisis que resulta asombrosa en un mundo tan poco dado a los consensos.

Epidemias ha habido muchas y siempre han llevado consigo delirios, heroísmos y disrupción del orden, pero ésta es la primera que ocurre con las redes sociales instaladas a lo largo y ancho de nuestras sociedades. Habrá que ver luego cómo esto influyó en el daño que termine causando la pandemia.

 

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Gracias a las redes sociales también se riegan escenas de luz que se abren paso entre las de miedo: las calles italianas en coro desde los balcones, las calles españolas aplaudiendo al personal de salud. No es solo fake news, teorías conspiratorias o xenofobia contra los chinos, que siempre está ligada a las pestes; en la Edad Media, un clásico era decir que los judíos habían envenenado los aljibes o los ríos. 

Mucha gente se está tomando esto con calma y hace de la crisis algo productivo. Pero eso no sale en los noticieros, no solo porque no crea imágenes dramáticas, sino porque rara vez el público (el mismo público que nos acusa a todos los medios de sensacionalistas) se interesa por las historias positivas. La prevalencia de historias alarmantes en los medios, sobre todo los audiovisuales, parte de una relación simbiótica entre editores que saben que la alarma vende, y espectadores que reaccionan a ese estímulo. El niño que es llorón y la mamá que lo pellizca. 

En este contexto, hay titulares que resplandecen como diamantes en medio de la polvareda de pánico. El 12 de marzo se supo que dos equipos distintos de científicos en Canadá, uno en Toronto y otro en Saskatoon, lograron aislar el virus SARS-CoV-2, dentro de instalaciones seguras. Ya pueden criarlo en un laboratorio y están trabajando para conseguir la vacuna. Ambos equipos trabajaron con muestras extraídas de los primeros pacientes con COVID-19 que se trataron en Canadá, en el hospital Sunnybrook de Toronto. Los científicos recibieron inmediato apoyo financiero del gobierno canadiense para seguir desarrollando la vacuna. Otro equipo en Estados Unidos también aisló el virus y está buscando el mismo propósito.