La distancia es el futuro

Algunos apuntes desde la perspectiva de una médico venezolana en España, con 11.100 kilómetros recorridos en ambulancia durante el estado de alarma

El reporte de esta Unidad de Cuidados Intensivos sobre ruedas es un montón de números que esconde un montón de historias

Si ya mi trabajo era raro y lleno de incertidumbre, la pandemia cerró aún más la brecha por la cual, de vez en cuando, se colaba una que otra vez algo de normalidad. 

Es lo que tiene hacer medicina en una ambulancia. Mientras la gente se guardaba en sus casas y mis colegas multiplicaban camas en los hospitales, a mí me tocaba recorrer la geografía castellana acompañando a mis pacientes en viajes de vida o muerte en una UCI sobre ruedas. 

Decir que mi cuarentena fue inusual es decir poco. 

 

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En mi nueva sociedad, este proceso de alejarnos juntos apenas empezó, se hizo rutina. Desayuno, comida, aplausos, cena. Mis vecinos se asoman al balcón todos los días. Horarios para el confort y paz mental, o eso me dicen. 

Yo lo único que tenía programado era vigilar mi teléfono, siempre. Lo seguro era que no podía saber dónde iba a estar en la próxima hora. Así viví las restricciones del estado de alarma. Tuve la suerte de escuchar aplausos en Salamanca, Madrid y Valladolid. Vi unos cuantos amaneceres y también las estrellas en un lujo de cielo descontaminado. Fui testigo de la llegada de la primavera en los campos, ahora verdes como nunca. 

Atravesé autopistas y ciudades vacías a toda velocidad. Viví fuera de casa en las horas más intempestivas. Día a día, sentí a mi nuevo país cambiar desde una perspectiva privilegiada. Estuve adentro y fuera, en la calle y en las UCI. 

Ahora me resulta ridículo hablar de nuevas normalidades. Hablamos mucho de curvas y de números pero poco de los escombros y de lo que hay debajo: el horror, ese viejo conocido, se instaló de golpe. 

La normalidad nos dejó para no volver. Lo sé porque a mí se me ha escapado ya muchas veces. Despedirse hasta siempre de los seres queridos en la distancia, sin apenas misa. No abrazar por seguridad. Transpirar casi hasta el desmayo en trajes que además, te quitan tu identidad, enmascararse hasta para hacer mercado. 

 

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Identificar el caos y permanecer en él es una habilidad de quienes ostentamos esta nacionalidad, la de venezolanos. Muchas veces lo ordenamos para no marcharnos y así fuimos aprendiendo a estar en Venezuela. Nuestro día a día será cotidiano, pero nunca fue normal. 

Esto tampoco lo será.

Asimilarse parte del colectivo tiene una curva de aprendizaje que no hemos terminado de conquistar. Como migrantes, confiar en los gobiernos y sus medidas ha presentado desafíos particulares. ¿Podemos criticar? ¿Debemos? Ni hablar de cómo están las cosas en casa, que te lo preguntan a cada rato.

—¿Y en tu país cómo está todo? Que no hay tantos casos, dicen. 

Por si fuera poco, la sensatez ha encontrado obstáculos y oposición en todas partes. De que la política tienda a ponerse sobre el interés de las personas sabemos bastante los venezolanos, y con esta crisis volvemos a victimizarnos aún habiendo escapado, como si el horror nos persiguiera. Para muchos se esfumó la sensación de seguridad que había tomado meses construir.

Los venezolanos no paramos de aprender que siempre se puede estar peor. 

 

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Lo que nos espera es esperar. No veo sensato hablar de normalidad cuando aún no conocemos bien el alcance de la amenaza. La cautela puede diluirse fácilmente en la búsqueda del «cómo éramos». 

Hay una enfermedad mortal para la que no tenemos cura y está en todas partes. Eso, me temo que no va a cambiar pronto. 

Lo más fácil es huir de la incertidumbre, pero lo que nos toca es abrazarla. Eso he aprendido de este tiempo raro en el que quizás, gracias a la práctica, afronté de manera muy distinta a mis nuevos compañeros españoles.

Es un reto vigilar de cerca a nuestras familias que pasan días sin luz, agua o gasolina y además cuidar de nosotros mismos. 

Aceptar que esto va a cambiarnos para siempre empieza por entendernos juntos pero en muchos casos, solos. Algo en lo que tenemos ya mucha experiencia quienes dejamos atrás nuestros hogares.

«Mañana ya veremos» es lo que podemos enseñarle al resto del mundo. Siempre amanece, aunque a veces quisiéramos que no.