La ciudad desde el covid-19

Necesitaremos, aún más tras la pandemia, no solo un Plan País sino también un Plan Ciudad, porque la mayoría de los venezolanos viven —a veces muy mal— en ellas

La pandemia hizo más patentes las otras pandemias del paisaje que más usamos los venezolanos: el urbano

Foto: Claudia González

En los siglos que duró 2019 los venezolanos vivimos —de modo inédito y confuso— la lejanía, proximidad, euforia, dilución, dicha y ahogo, de vagos pero fuertes vientos de cambio. 

Y el cambio, se sabe, genera esperanza; y vértigo. Vértigo porque no sabemos si ocurrirá, ni cómo ni cuándo, o si será otro abismo. Esperanza en que lo deseado se acerca; aunque a veces se nos diluya como otra ilusión.

El Plan País buscó orientar esa esperanza y aplacar los vértigos. Como todos, lo celebré. Pero al irlo conociendo, el fraccionamiento de las secciones que lo componen me resultó simplista, y excesiva su concentración en temas económicos.

Explicaré otro día mis reservas. Las básicas: que una emergencia tan compleja como la nuestra exige también enfoques complejos, y que nuestro peor déficit no es de índices económicos sino de valores cívicos.

Y el lugar de lo cívico es la ciudad, compleja “cosa humana por excelencia” para usar la frase de Lévy-Strauss con la que Marco Negrón tituló uno de sus libros.

Allí, conviviendo e interactuando, somos ciudadanos en activa interdependencia y no sólo habitantes en mera tangencia.

Por eso un Plan País (más en el nuestro, con casi toda su población en centros urbanos) debe pensar, si no seguir, un Plan Ciudad que la postule como asunto de Estado.

Temas que parecen ahora, por la también insólita crisis del covid-19 y como la cotidianidad, suspendidos. Hiato que permite, demanda, una clara reflexión sobre la ciudad; desde lo que evidencian los espacios hoy vacíos y las tareas que los llenarán cuando superemos la emergencia de la pandemia.

Las otras pandemias de la urbe

Vista desde el covid-19, la ciudad confirma que ni siquiera ante algo tan igualador como un virus somos todos tan iguales: la cuarentena es una con provisiones y Netflix y otra hacinados, con hambre o sin casa donde quedarse. Miopes y voraces, causamos no sólo depredación ambiental sino, peor, fracturas humanas y urbanas. Desmembramientos que conocemos y sufrimos pero repetimos, sin reparar en los riesgos que implican para todos. Una bomba de tiempo inocultable. 

Nadie escapa a las brechas físicas, funcionales, simbólicas o técnicas. Sin sistemas universales de seguridad social, sin servicios aptos y limpios a los que todos tengamos acceso en todo momento, sin empleos dignos y sin comunicación que garantice la mejor defensa, los males endémicos que hoy evidencia la pandemia seguirán y crecerán. Solo una idea integral del significado de la salud nos puede proteger como sociedades.

La gravedad de este drama de desencuentros y rupturas es procaz en la ciudad venezolana. A la segregación evidente entre distintos sectores se suman el colapso de las infraestructuras, los saqueos, incendios, controles (económicos, de movilidad, militares y por pranes), opacidad y escasez. Penurias que, estas sí, consiguen igualarnos; en la rapidez con que todos parecemos prestos a urdir trucos y ceder derechos con tal de eludirlas.

Momento para pensar y hacer

Entonces, ¿qué será la ciudad desde el covid-19?

Si nos quedamos aletargados, podemos quedarnos esperando que lo virtual alivie ansias muy concretas de lo real, y reducir las muertes a meras estadísticas.

Si nos acostumbrados a las nuevas medidas, podemos limitarnos a sumar rutinas o enseres como antes lo hemos hecho con vacunas o condones; a restar abrazos; a multiplicar normas (sobre acabados, aforos, aceras o aireación); y a dividir las viviendas para alojar trabajo y estudios realizados a distancia, sin notar que la exclusión de quienes no puedan costear esos objetos, materiales, servicios o instrumentos, ni operar remotamente ni mantener distancias nos estallará en la cara, con o sin tapaboca.

Si nos rendimos al miedo, podemos terminar cediendo privacidad en busca de seguridad, a riesgo de hacer de la pulcritud un lujo, imponer modelos a quien no puede sino aceptarlos, convertir el miedo a la cercanía en más distancias e instalar así la división física, funcional y social como práctica deseable. Sumadas, la duda, manipulación, ambición, omisión y sumisión reforzarían la aplicación de fórmulas urbanas y formas de dominio que en su rechazo del otro ignoran que todos somos siempre el “otro” de otros y que sin otros no hay nosotros.

Pero si en cambio nos animamos, podemos valorar lo que la permanencia en casa y la abstinencia de calle nos están revelando sobre la importancia de ensamblar la identidad individual con la entidad ciudadana; sobre el arraigo a lo conocido y reconocido como algo propio; sobre la relevancia de la unidad sin uniformidad en lo cotidiano; sobre la necesidad de que nuestra elección de lugares, escalas y formas de vida sea por decisión y no a falta de opciones; sobre el encanto de ejercer la ciudad a pie con aceras amplias, accesibles, amables y en buen estado; sobre el calor de la proximidad, incluso mediada digitalmente, para vencer distancias con más puentes y menos muros. Hoy es más que claro el imperativo global de proveer sostenibilidad social, además de ambiental. 

En fin, esta pandemia nos anima a mirar la importancia de las complejas, incluyentes y, sí, difíciles tramas de oportunidades, seres, lugares, memorias y relatos que llamamos ciudad.

Las puertas de la posibilidad

Es inútil intentar anticipar respuestas a todas estas inquietudes cuando la incertidumbre es la única certeza. A la pandemia de hace un siglo le siguieron los alocados años veinte, que desembocaron en una recesión de la que nacieron tanto el New Deal como las tensiones que llevaron a la guerra más atroz y, después, intensos y extensos planes urbanos cuyos efectos, defectos y perversiones vivimos y sufrimos hoy con dolorosa claridad. La investigación de Fabiola López-Durán sobre la influencia de las teorías raciales en Le Corbusier y algunos de sus discípulos latinoamericanos fue un alerta muy revelador.

Pero mientras llega un antídoto, luce que esta pospandemia será también muy híbrida: con distracciones contra tensiones, con parches de normalidad sobre lo aún inestable, con escaladas populistas de carga autoritaria, con cesiones sumisas y ardides mercantiles, y también propuestas urbanas más seguras si se piensan, realizan y aseguran de modos más equitativos.

Entre vértigos, la pandemia nos viene confirmando que el ámbito de lo humano y sus vicisitudes es siempre lo urbano y sus posibilidades.

Y la esperanza de lograr ciudades y sociedades capaces de innovarse sólo será real si entendemos que el cambio no es un punto final sino varias puertas hacia muchos inicios de mejor y mayor convivencia cívica y ciudadana, y si en esos términos articulamos un nada fácil pero impostergable Plan Ciudad.

Pues si lo ciudadano es el objetivo, ¿por qué no intentarlo desde la ciudad?


Este ensayo abre la serie Notas preliminares hacia un Plan Ciudad