Gente del Centro: retratos de Caracas en pandemia

En esta serie fotográfica, Cristian Hernández se acerca a quienes enfrentan la calle a pesar del coronavirus, transformando su relación con los demás y su forma de ganarse la vida

Judith le pone mucho cariño a los helados que vende en un edificio de El Silencio. Pero extraña su oficio: maestra de escuela

Foto: Cristian Hernández

“Seguir aquí luchando, y más nada»

Antes de la pandemia, los clientes del Supermercado La Roca solían pasear por los dos pasillos del modesto local para hacer sus compras. Desde que empezó la cuarentena, Jesús José los atiende detrás de una delgada lámina de papel plástico transparente en la puerta del negocio. “Me gusta más trabajar así, es más seguro, tanto en la parte de la salud como en que no se pierde nada”, dice el comerciante de 52 años, aliviado porque la protección contra el covid-19 también sirve para los hurtos. El optimismo de Jesús José se desinfla cuando calcula la caída de sus ventas por la reducción del horario de trabajo: “No es lo mismo trabajar hasta el mediodía que hasta las siete de la noche. Se pierde mucha venta y algunos de los productos pueden llegar a su fecha de vencimiento, así que el control del inventario tiene que ser más estricto”. Junto con las farmacias, los comercios que venden alimentos son algunos de los pocos autorizados para trabajar cuando se instauró la cuarentena el pasado 17 de marzo. En esta época, otros sectores de la economía solo han podido abrir durante los breves períodos de flexibilización decretados por el gobierno. Los policías hacen sus rondas cuando llega la hora de cerrar. Jesús José baja la santamaría y desecha el plástico, mañana pondrá uno nuevo. Admite que le gustaría regresar a la normalidad, pero por lo que ha apreciado en la calle y visto en la prensa cree que lamentablemente la contingencia continuará lo que resta del año y parte del que viene. «Yo nunca bajo mi guardia. Tengo un familiar que se fue hace un año y pico pero yo no, yo continúo y aspiro continuar y seguir aquí luchando, y más nada».

Al menos en este supermercado de El Silencio, las medidas para la pandemia han reducido los hurtos

Foto: Cristian Hernández

“No tengo miedo al virus, todos los días son peligrosos en la calle”

La gran cantidad de mercaditos, farmacias, panaderías y paradas de transporte público alrededor del elevado de las Fuerzas Armadas, sobre la avenida Urdaneta, convierten la zona en una de las más transitadas del centro de Caracas. Un lugar perfecto para buhoneros y vendedores ambulantes como Jacinto Useche, que lleva varios sobres de veneno de ratas y chiripas sobre un pedazo de anime que carga para arriba y abajo. 

Jacinto gana a diario apenas lo suficiente para comprar comida, reponer su mercancía y pagar el pasaje ida y vuelta a su casa en la parroquia Antímano. De cada 100 venezolanos que trabajan, 45 lo hace informalmente según estimaciones del estudio Encovi de la Ucab. La falta de estabilidad económica hace a este sector vulnerable a la pobreza extrema y el hambre. La cuarentena perjudica especialmente a trabajadores informales como Jacinto, que ahora tiene restricciones para salir a trabajar. Nunca se quita su tapabocas. Un delgado trapo blanco manchado de saliva y humedad, atado con cordones cosidos con la misma tela. “No tengo miedo al virus, todos los días son peligrosos en la calle. No puedo dejar de trabajar”, explica.

Cada sobre de veneno vale cien mil bolívares soberanos, pero por un dólar, que al cambio de agosto se valora en trescientos mil, Jacinto entrega cuatro. Una mujer le da un billete de un dólar un poco estropeado; amablemente Jacinto le pregunta si tiene otro. Ella busca en el escote de su sostén y se lo entrega. Después de los policías, que se dedican a corretearlo, la falta de dinero en efectivo es lo que más lo incomoda. Jacinto espera por sus clientes sentado en una acera al lado de un quiosco en donde le prestan el punto de venta para que pueda cobrar. Lamentablemente, la dueña del quiosco dejó de ir a trabajar cuando los edificios de oficinas de la zona cerraron y el volumen de clientes bajó. 

Los bonos y cajas CLAP que recibe periódicamente lo ayudan a sobrevivir, pero aún así Jacinto necesita salir todos los días a la calle.

Foto: Cristian Hernández

Jacinto creció y durmió en las calles hasta que un inmigrante portugués lo invitó a trabajar como albañil cuando tenía catorce. El señor Henrique Fernandes se convirtió en su padrastro, y cuando la albañilería dejó de ser un buen sustento para ellos, decidieron trabajar por cuenta propia como buhoneros. 

Durante cuarenta años trabajaron en la calle juntos, hasta hace cuatro meses. Un día, Henrique se sentía muy débil. Jacinto lo ayudó a recoger la mercancía para llevarlo a casa y que pudiera descansar. Henrique fue a usar un baño, pero pasaron los minutos y nunca regresó. Después de pasar horas buscándolo y preguntando a todo el mundo si lo habían visto, Jacinto se desesperó. Buscó en todos lados, fue a la policía a ver si estaba detenido e intentó poner una denuncia de persona desaparecida. Lo consiguió dos días después en el Hospital Vargas. Estaba golpeado, nadie le había limpiado la sangre de la cabeza ni lo había ayudado a ir al baño. No recordaba si lo habían robado o se había caído. Le diagnosticaron neumonía. Una diarrea lo descompensó y murió varios días después. Tenía 82 años.

Jacinto pudo enterrar a su padrastro gracias a donativos. Ha buscado formas de localizar a la familia de Henrique en Portugal, pero nadie lo ha podido ayudar. Lo único que le quedó de su padrastro es su carnet de la patria, que guarda en la cartera junto al suyo, y el pedazo de anime donde lleva los sobres de veneno de ratas y chiripas que vende en la calle.

Con 62 años, Jacinto ha sido buhonero la mayor parte de su vida.

Foto: Cristian Hernández

“A las cuatro los malandros nos mandaban a cerrar”

Lo que en una época fue el primer centro comercial moderno de la capital se convirtió en uno de los lugares más peligrosos de Caracas. A mediados de los noventa, la plaza Diego Ibarra fue tomada completamente por buhoneros. El caos y el desorden emanaban del terminal de autobuses Río Tuy. Quizás fue por el abandono del gobierno, el desastre económico, o que los nuevos centros comerciales atrajeron a tiendas y clientes a otras zonas de la ciudad. El resultado fue que los laberintos oscuros y solitarios del Centro Simón Bolívar se convirtieron en sinónimo de atraco, tanto para valientes como despistados.

Javier Santana lleva 35 de sus 57 años trabajando debajo de los ministerios que funcionan en las torres de El Silencio. Empezó vendiendo artesanías, sentado en los pasillos afuera de las tiendas y restaurantes de lujo.

Javier, su esposa Samaris, su madre Gloria y su hermana Elmira son parte del puñado de comerciantes todavía resueltos a trabajar en las entrañas del fantasma del Centro Simón Bolívar.

Foto: Cristian Hernández

El pequeño local de arreglos y decoraciones tiene doble santamaría, rejas, paredes reforzadas y aseguradas, como si se tratara de la bóveda de un banco, para evitar que se metan a robar por enésima vez. Todos los días deben poner y quitar los bombillos para iluminar los pasillos frente a su tienda para no tener que trabajar a oscuras. Algunos clientes no se atreven a venir, pero se han reinventado para conseguir ventas a través de WhatsApp y redes sociales, hacen deliveries y están dispuestos a negociar precios. “Parece imposible”, pero hacen lo mejor que pueden para satisfacer y alegrar a sus clientes, y que no importe si están en el centro comercial más inhóspito que existe. Hace como año y medio tuvieron suerte. Una víctima de atraco resultó ser un funcionario importante, alguien con poder. Al poco tiempo mandaron a poner dos módulos de la policía en las entradas y la vigilancia ha mejorado.

“Esto es el centro de Caracas, hay que recuperarlo, hay que ponerlo a valer”, dice Javier Santana.

Foto: Cristian Hernández

“Mi cuerpo no se ha ejercitado como es”

En la pequeña sala de su apartamento en La Candelaria, entre muebles arrimados, Sebastián Luy practica ballet frente a su laptop. Repite los pasos y ejercicios junto a varios compañeros e instructores que se conectan a través de una videollamada online.

Sebastián estudia danza contemporánea. A principios de año estaba involucrado en varios proyectos importantes y recibió invitaciones para seguir formándose y demostrar su progreso en nuevos escenarios. Hasta que las clases se suspendieron, las salas de baile cerraron y las oportunidades por las que trabajó tan duro ahora son inciertas. 

De las siete horas diarias que pasaba practicando en un salón de baile ahora solo cumple dos o tres, lo que le ha pasado factura a su condición física. “He perdido mucho. No tengo la misma fuerza, no puedo hacer nada como quisiera que salga porque mi cuerpo y los músculos no se han ejercitado como es”. Ahora complementa sus prácticas con otros ejercicios para mantenerse en forma.

Sin su instructora, Sebastián reconoce que se le hace muy difícil mantener su nivel. Ella lo ayuda a identificar y corregir sus debilidades y pulir sus destrezas. Pero en una videollamada el feedback necesario es imposible de lograr. “Solo no puedes avanzar. Uno siente que retrocede pero no puedes hacer nada porque no sabes cómo corregirlo”, dice. 

El espacio donde practica es tan pequeño que es complicado hacer los ejercicios con comodidad. Además, siente que incomoda a sus dos hermanas y a sus padres mientras ocupa el área común del apartamento. A pesar del desánimo, de que a veces siente que perdió el norte, Sebastián está ansioso por volver al salón de baile. Extraña la mística del ambiente, la voluntad y la sincronía de sus compañeros y colegas y maestros, que comparten el mismo amor a la danza contemporánea. Pero Sebastián sabe que el riesgo de exponerse durante la pandemia sigue siendo muy grande.

Estaba seguro de que su carrera como bailarín profesional estaba por despegar. Entonces llegó la cuarentena.

Foto: Cristian Hernández

“Extraño mi escuela”

En una pequeña bolsa de tela, Judith Rumbos, de 47 años, mete dos vasitos de helados de yogurt de parchita y, con la ayuda de un mecate, los baja a la calle desde el balcón de su apartamento. Sus clientes, vecinos de su edificio, pueden comprarle entre 100 y 150 helados a la semana.

Judith es docente, pero en enero de 2018 renunció a su cargo en el Ministerio de Educación, justo cuando la hiperinflación comenzó a comerse su sueldo. Fue una decisión que tomó con mucho dolor al sentir que no valía la pena seguir con una profesión que le daba tan poco. “Extraño mi escuela, mis compañeras de trabajo y sobre todo el calor de mis niños. Pero de amor y vocación no se vive y menos le das de comer a tus hijos”, explica. Sentirse una carga para el resto de su familia la llevó a buscar qué hacer para resolver. 

Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi 2019-2020), las fuentes de trabajo del sector público, que en 2014 empleaban al 36 por ciento de los trabajadores, bajaron al 24 por ciento en 2019. El 45 por ciento ejerce algún tipo de economía informal o trabaja por su cuenta.

Judith imparte tareas dirigidas, pero su mayor empeño es la venta de helados que ofrece por WhatsApp. Cuando empezó la cuarentena, la comunidad de los bloques de El Silencio se organizó en un grupo dedicado a las ventas entre vecinos. Productos como alimentos preparados, dulces, zapatos, repuestos y electrodomésticos, hasta vehículos, se ofrecen todos los días por la plataforma de mensajería. Los helados de Judith han conseguido popularidad por su variedad de sabores.

La maestra, ahora heladera, compra sus materiales al mayor y es enfática en mantener la calidad sin subir los precios. Cuando sabe que sus clientes disfrutan sus helados se siente satisfecha, “Se parece a cuando das clases y un niño al final del día te abraza y se despide con un ¡Hasta mañana, maestra! Te quiero”.

“Quiero que el sabor sea como una experiencia parecida a la que tiene el crítico en la película Ratatouille. Que te lleve a recuerdos felices de tu infancia”, cuenta Judith.

Foto: Cristian Hernández