Estamos hechos de migraciones

Muchísimos de nosotros tenemos árboles genealógicos repartidos en mapas: nacimos de gente que se encontró gracias a que sus mayores migraron y parientes en muchas partes. Ahora solo estamos prolongando esa historia de viajes que nos trasciende

Jonidel Mendoza: Sin título (2013)

Foto: Daniel Benaim, GBG ARTS

La conversación con el historiador Tomás Straka publicada esta semana nos dejó a varios pensando en una de las muchas ideas que contiene: según Tomás, nuestra actual experiencia de migración masiva sí tiene antecedentes, la migración interna hacia los polos económicos que cambió por completo al país a lo largo de unas pocas décadas del siglo XX. 

Dariela Sosa publicó un tweet en el que enumeró los orígenes de sus abuelos; otros siguieron su ejemplo. ¿Cuántos de nosotros, nacidos en las ciudades donde viven tres cuartas partes de los venezolanos, podemos trazar hasta distintos puntos del territorio las cabeceras de los ríos de vidas humanas que desembocan en lo que somos hoy?

 

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Mis padres se casaron en Caracas. 

Mi mamá es caraqueña; mi abuelo materno era de Charallave, con muchos años en la capital y ancestros canarios, y mi abuela materna había nacido en un hato en Aragua de Barcelona, en los llanos de Anzoátegui, de la que tuvo que irse de pequeña con sus tres hermanos y mi bisabuela viuda de repente, a Barcelona, en la que pasaron algunos años de mucha necesidad hasta que se fueron todos a Caracas. Su apellido es de origen francés. 

Mi papá nació en Valencia; mi abuela paterna era de Caracas y mi abuelo paterno de Altagracia de Orituco. Por los inventos de mi abuelo, mi padre y sus hermanos crecieron entre Valencia, Caracas y San Fernando de Apure. Por los trabajos de mis padres, mis hermanos y yo crecimos entre Caracas, Maracay y Valencia. 

Mis abuelos murieron en San Fernando, Barquisimeto, Valencia y Caracas. Mi papá vive ahora en Margarita y mi mamá en Florida, cerca de mis hermanos. 

Ayer pensaba en todas estas cosas mientras me tomaba un café con mi esposa y una amiga en Montreal —una ciudad donde un tercio de sus habitantes son inmigrantes, y el resto son producto en buena parte de tres siglos de migración del campo a la ciudad. 

Los padres de mi esposa caraqueña nacieron en Caracas; su abuelo paterno era del Táchira, su abuela materna era hija de canarios; su abuelo materno nació en una hacienda en Aragua; su abuela materna era del Tuy pero creció en Italia… y parece que hay ancestros sefardíes por el lado del abuelo tachirense. Mi suegra vivió en muchos lugares de Venezuela, incluyendo campos petroleros, porque su padre instalaba antenas de radio por todo el país. 

Mi amiga caraqueña es hija de un siciliano que llegó joven a La Guaira y de una guayanesa de El Callao con ancestros corsos y carupaneros. El esposo de mi amiga, caraqueño también, es hijo de caraqueña y de un oriental de ancestros libaneses.

Nada más en el equipo de Caracas Chronicles y Cinco8 tenemos padres y abuelos españoles, italianos, andinos, tuyeros, larenses, alemanes, falconianos y del centro del país. Entre la gente que conozco, hasta donde puedo recordar ahora, casi nadie vive en el mismo sitio donde nacieron, y de donde son también sus padres y abuelos. 

 

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Tomás Straka se pregunta si la experiencia de aquellas migraciones internas de tres o cuatro generaciones atrás, que en su tiempo debieron ser tan dramáticas como las que hoy protagonizan esos cientos de miles que se van a pie a Colombia o Brasil, ha llegado hasta nosotros, en forma de know how, de consejos familiares, o al menos de relatos de los que uno pueda aprender algo para emigrar en el siglo XXI. 

Al menos en mi familia, salvo mi abuela materna, nadie me habló de eso. Mi padre registra sus muchas mudanzas dentro del país como una constante aventura, pero en su generación eso ya no significaba una epopeya de andar a pie y de perder todos los vínculos anteriores: la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX en la que él creció ya estaba interconectada por líneas telefónicas y carreteras.

Me da la impresión de que el discurso nacional de que no emigramos sino que recibimos inmigrantes sepultó la conciencia de que también fuimos —somos— migrantes internos. ¿Cuántas veces hemos leído o escuchado en estos años que fuimos una nación de acogida, que dimos refugio cuando más nadie lo daba, que ahora nos debería recibir como nosotros recibimos a los demás… etcétera? Que éramos un país receptor de inmigración foránea es indiscutible; que éramos igual de hospitalarios con el ecuatoriano aindiado que con el italiano de ojos azules ya es otra discusión y no la que quiero plantear aquí. 

Lo que nos dice Tomás es que no hablamos de que siempre hemos sido migrantes: migrantes internos. Y de que estamos hechos de historias de desplazamiento, de que esos trasplantes, esos cambios de paisaje, de redes, de acentos, de gastronomías y hasta de climas están marcados en la ecuación familiar, en nuestros apellidos, en los rasgos tangibles e intangibles con los que nacimos y crecimos. En mi forma de hablar hay dichos orientales y expresiones llaneras, cruzando mi acento urbano del centro. Están las caraotas con azúcar y el pisillo de chigüire, aparte de la hallaca caraqueña.

Las voces y los sabores de las distintas Venezuelas de mis mayores son huellas vivas en la memoria de la Venezuela en que me formé como persona, y siguen conmigo aquí en el gran norte, a miles de kilómetros de distancia.

Puede que mi familia no esté consciente de ese bagaje de la migración interna, pero igual me lo transmitió. Y algo de él quedará también en mi hija, que llegó de bebé a Montreal.

 

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Uno de los rasgos esenciales de esta etapa de la historia humana, leí hace años, es que una de cada tres personas en el mundo está viviendo en un lugar distinto al que nació. Eso no había pasado antes. Y desde hace poco más diez años, también por primera vez en la historia, hay más gente viviendo en ciudades que en el campo. La migración interna sigue ocurriendo, pero no es la misma en cada lugar. Mientras Europa Occidental consiste en países pequeños de muchas ciudades en las que hay pocas megalópolis, y regiones con pueblos ya vacíos como pasa mucho en Italia y España, en regiones “en desarrollo” como América Latina, Asia y África el interior se va vaciando a favor de ciudades inmensas: Sao Paulo, Buenos Aires, Lagos, Shanghai, Ciudad de México, Tokio. 

En Estados Unidos y Canadá, han ido cambiando los patrones. Luego de la Segunda Guerra Mundial, las clases medias abandonaron las grandes ciudades del norte a favor de los nuevos suburbios, y ahora han ido pasando de un suburbio a otro. En Estados Unidos crecen urbes emergentes en el sur; en Canadá prosperan ciudades intermedias entre Quebec y Toronto, y alrededor de Vancouver. 

En Venezuela, la migración del campo a la ciudad fue uno de los eventos centrales de la creación del país “moderno”. Y en 2019 se hizo patente un nuevo patrón que no sabemos cuánto va a durar o si es a largo plazo: la mudanza desde las ciudades de poca electricidad e Internet hacia Caracas o Puerto La Cruz.  

 

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Cuando la economía petrolera y los progresos sanitarios aceleraron el crecimiento poblacional hace un siglo, este país escasa y desigualmente poblado empezó a moverse más por dentro. Había motivos para desplazarse del sitio en que habías nacido, como empleos que realmente podían sacarte del hambre crónica, y vías de comunicación para hacerlo. En la década de 1920, en la que nacieron mis abuelos, solo una ciudad venezolana tenía más de cien mil habitantes: Caracas; en la década de 1970, en la que yo nací, había  16

Muchos hombres de aquella Margarita de contrabandistas anterior al Puerto Libre tuvieron que irse a sacar petróleo en el Lago de Maracaibo. Los barrios de Caracas son un panorama de la cultura tradicional venezolana, porque ahí se hacen tambores de San Juan, tamunangues de Lara y paraduras del Niño: comunidades enteras de la provincia se trasplantaron a ellos. Los hijos de los campesinos se hicieron urbanos, pero en el camino también hubo gente que dejó las problemáticas urbes principales para vivir a medio camino entre ellas y el campo de sus antepasados, en ciudades intermedias como San Antonio de los Altos, Cabudare o Acarigua. 

Tomás —él mismo hijo de checo y barloventeña— dice que la migración no es una empresa desconocida entre los venezolanos que no somos hijos de inmigrantes. Cuando uno mira hacia atrás, encuentra que tiene razón. Pero ahora miremos hacia adelante. ¿Cuáles cambios demográficos y culturales creará la nueva migración interna, o la reinstalación de quienes vuelven al cabo de unos años en Ecuador, Perú o Colombia? 

Habrá que ver. Una nación, igual que una persona, no puede dejar de cambiar por más que se resista. Y en el caso de Venezuela no hay manera de evitarlo: un país en crisis profunda, en la era de la migración global, necesariamente tiene que estar convirtiéndose en otra cosa. 

Y esa historia que empezó con nuestros abuelos dejando sus pueblos, y con los de ellos dejando los suyos en Mérida, Sicilia o Galicia, seguirá alargándose con los que nos movimos hacia afuera y con los que lo hacen por dentro. Estamos hechos de migraciones y así seguiremos.