Si alguien sabe lo que migrar le impone a la psique, ese es Adrián Liberman (Montevideo, 1963). Es uruguayo y venezolano, de madre argentina y nieto de judíos polacos y rusos que huyeron de Europa por las persecuciones zaristas. A nuestro país llegó en 1975, con su familia que abandonó Uruguay debido a la crisis sociopolítica que causó una dictadura militar. En 2016 él mismo fue a parar a Miami, por motivos muy similares.
El doctor Liberman estudió su bachillerato en Venezuela y se graduó de psicólogo en la UCAB en 1991. En 1996 completó el postgrado en Psicología Clínica en el Servicio de Psiquiatría del Hospital Militar Dr. Carlos Arvelo. En 2003 culminó su formación como psicoanalista en el Instituto de Psicoanálisis de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas e ingresó como Miembro Asociado y Miembro de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Actualmente es Miembro Titular en Función.
Hoy, además de analista y psicólogo, es docente, articulista y un referente en redes sociales, donde escribe sobre los lugares comunes con que se desacredita el proceso analítico con la etiqueta #ElPsicoanálisisCura.
Lo que nos dijo en esta conversación es como para reflexionar con cuidado, y en primera persona, sobre lo que velan y revelan los clichés sobre la migración venezolana.
¿Qué sucede en la mente de quien migra y qué ha sucedido específicamente en la mente del migrante venezolano, según tu experiencia como analista?
Varía según la subjetividad, pero en principio lo que hay es una superposición de duelos. Una vida llena de pérdidas, de la vivencia de tener que sentir que para ganar algo se debe perder algo también: la patria, la familia, los amigos, la profesión, los paisajes, la cultura a la que se pertenece. Las vivencias migratorias son muy variadas, pero están marcadas por el duelo generalmente.
En el venezolano he visto un duelo particular, inédito, porque aquello que suponía que no tenía interrupción pues sí la tiene. Unidades imaginarias como la familia, la patria, los hijos, los amigos, no son para siempre.
También está la sorpresa, por (influencia de) aquel mito que sostenía que el venezolano era rico y feliz simplemente por caminar por un mar de petróleo, de tener que afrontar un duelo por una identidad profundamente arraigada que resulta que ya no puede continuar siendo válida. Al duelo esperable y estudiado en el migrante se suma el duelo porque aquello que se creía, y constituía una parte medular de la identidad de esa referencia imaginaria llamada Venezuela, no puede seguir sosteniéndose.
¿Hay una manera distinta de vivir la migración en los venezolanos que se pueda generalizar y que se relacione con su cultura o con algo que pudiéramos denominar su «identidad»?
Esta pregunta es ambigua porque cada migración tiene unas marcas particulares y está hecha de personas distintas. Creo que en lo particular en los venezolanos está la marca de la catástrofe: de creerse ciudadanos a sentirse como cosas. Quizás el fenómeno que más me llama la atención en la migración del venezolano es una injuria narcisista de sentir que hay que ser bienvenido en cualquier parte del mundo, en ausencia de un esfuerzo de abrazar el país de acogida y colocarse en pie de igualdad con otras oleadas de personas que también necesitaron moverse de su lugar de origen. La migración venezolana no es un proceso que ya se ha decantado y se puede entender como algo ya fijado, sino que está ocurriendo todos los días con diferentes matices. Hasta hay personas que retornan. Es muy difícil contestar con certeza.
¿Sufren nada más los migrantes?
El migrante, sin importar su lugar de origen, sufre, pero el duelo abre la puerta a ganancias de todo orden. Pasa de la convicción de un futuro solo como trauma por advenir, a uno que puede estar imbuido de una cualidad distinta. Ganancias tangibles, en lo económico, por ejemplo, a “intangibles” pero significativas como “calidad de vida”, expresada en derechos, libertad de palabra y pensamiento, entre otras. El duelo permite ordenar la experiencia, para dar cuenta de las pérdidas, pero también para dar lugar a las ganancias. Emigrar no es ni catástrofe ni éxtasis. Es un proceso oscilante, que en muchos abre posibilidades existenciales impensadas.
Veo en muchos discursos sobre la migración y sobre la crisis venezolana una tendencia a buscar chivos expiatorios. Como analista, ¿podrías explicar el fenómeno y dar algunas recomendaciones sobre una elaboración más productiva de un acontecimiento como el que hemos vivido?
La tendencia a creer que la migración es obra de un agente externo a uno es una forma de lidiar con la tristeza y la rabia por tener que migrar o, peor aún, exiliarse. Es lo que en psicoanálisis conocemos como proyección: colocar aquello que se teme o que duele en otros agentes. Es una forma en la cual las personas, a veces inconscientemente, intentan no tener que afrontar el dolor de explicarse que la migración es un precipitado de cosas que nos hemos hecho a nosotros mismos y en el que por tanto tenemos responsabilidad —queramos o no. Mi recomendación como psicoanalista es, primero, entender que la migración duele, que la migración tiene que ser hablada, tiene que ser conversada, tiene que ser elaborada en palabras como una opción vital a la que cualquier persona no solo tiene derecho, sino también por la que paga un precio, un precio personal, al asumirla.
No importa en qué condiciones se haga, la migración es importante no simplificarla en términos generales y genéricos como: te quedas porque eres cobarde o te vas por que eres cobarde.
Lo importante es que se entienda como un ensayo de solución de un conflicto vital que duele, necesariamente duele. Es importante entender que la persona va a vivir la migración propia y de sus seres queridos como un desgarro. Lo que pasa es que a veces es más fácil sentir rabia que sentir tristeza.
¿Podrías hablarme de tu propia experiencia como analista y como migrante? ¿Qué has descubierto de ti? ¿Qué de tu profesión? ¿Qué del país del cuál vienes y donde pasaste la mayor parte de tu vida adulta?
Mi experiencia personal como analista migrante es complicada y ambigua. Me he topado con las dificultades de no solamente acomodarse a las leyes del ejercicio de la profesión, sino a la forma a veces parroquial que tenemos los analistas de agruparnos. Hay resistencias internas, gremiales, a pesar de ser todos integrantes de una organización mundial que nos reconoce, para hacernos de un lugar en el nuevo país. Licenciarse es engorroso y caro. Eso me ha llevado a que tenga la necesidad y el deseo de seguir manteniendo mi pertenencia a la sociedad en la que me formé, que es la Sociedad Psicoanalítica de Caracas. He descubierto en mí que la migración tiene consecuencias psíquicas variadas, desde el aturdimiento hasta la dificultad para comprender qué se me exige para abrazar el país de acogida.
Migrar implica hacer síntomas, de tristeza, de euforia, síntomas que se expresan en sueños que pueden ser recurrentes.
Ha sido como un redescubrimiento con mi inconsciente y mis maneras de elaborar mis experiencias vitales y mis duelos. Pero también de elaborar mi alegría por encontrar posibilidades diferentes, novedosas, que era justamente lo que sentía coartado en el país del que migré. Los analistas —como todos los seres humanos— padecemos y tenemos cosas que nos inquietan, no somos superpersonas ajenas al impacto que las experiencias emocionales tienen. Migrar me ha permitido repensar el país del cual migré, del que ya sabía que no era el mejor lugar del mundo, era un buen lugar, que venía dando señales importantes de problematicidad antes de que se encontrara en un callejón existencial del cual no halla aún la salida. Esa vivencia me permite entender que estoy en un país de acogida que valoro y que me presenta la promesa de oportunidades, de obtención de nichos de desarrollo personal, pero que igualmente me hace sentir inmerso en una sociedad problemática y problematizada. Y creo que ser migrante no implica ser ajeno a la crítica, a entender que en todas partes hay situaciones que son imperfectas y leyes que son injustas. Y que prevenirse de la idealización ayuda a estar en realidad.