El imaginario herido de la Venezuela que (se) fue

Estamos reviviendo en la explosión migratoria el doloroso desconcierto que vivió nuestra sociedad con la migración interna del siglo XX, porque los conflictos de esa gigantesca transformación se barrieron bajo la alfombra

La diáspora venezolana parece estar configurándose a sí misma como la guardiana de la modernidad perdida

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

“El desastre lo arruina todo, dejando todo como estaba”. Estas palabras de Maurice Blanchot ayudan a interpretar la migración venezolana, que hoy parece adquirir el carácter de una experiencia catastrófica, lo cual exige un esfuerzo de clarificación y comprensión. O de autocomprensión, más bien.

Me interesa sobre todo explorar cómo se relaciona o se integra la experiencia de la migración venezolana con algunos de nuestros supuestos antropológicos, y especialmente con nuestra vivencia de la modernidad. 

Lo que propongo es tratar de enmarcar lo que experimentamos como un fenómeno nuevo, a saber, la migración hacia otras tierras, en una antropología de la modernidad que se instala justamente con el mismo fenómeno: la migración, pero del campo a la ciudad. Y con la inmigración de posguerra. Y me adelanto afirmando que es precisamente la cualidad inconclusa o insatisfactoria de esa modernidad violentamente construida la que tiñe nuestra migración de un carácter apocalíptico, que la convierte más bien en éxodo y exilio. 

Y aunque es éxodo y exilio y eso apunta directamente al conflicto político, no es solamente este lo que está en juego. Venezuela no está perdiendo a su gente solamente como efecto de la catástrofe política y social que está padeciendo, sino porque esta catástrofe, en lo profundo, señala el derrumbe definitivo de un sueño de modernidad que guió la edificación de nuestra experiencia de ser venezolanos durante los últimos cien años. 

Modernidad sin conflicto

Venezuela fue excepcional dentro del proceso de modernización latinoamericano en dos aspectos fundamentales: el petróleo, y el hecho de que la brutal transformación de la geografía humana se produjo sin conflictos importantes, en apariencia. 

La población urbana pasó de ser el 34 % en 1936 al 77 % en 1971. Se duplicó en 35 años. Para 1970, más del 70 % de jefes de familia en los barrios y asentamientos informales había nacido fuera de las ciudades en las que vivían. Para 1971, se calculaba en 2,3 millones el número de personas que había migrado del campo a la ciudad. Y esto ocurrió en dos grandes etapas que definen lo que ahora podríamos llamar el corredor moderno del país, la zona norte-costera y su estribación hacia Guayana. 

Una primera etapa comienza en 1925, con las masivas inversiones extranjeras en petróleo, inaugurando el ciclo del desplazamiento de la agricultura como fuente de exportaciones y disminuyendo —en favor del Zulia y el oriente— el peso relativo de La Guaira, Maracaibo, Puerto Cabello, Ciudad Bolívar. A la vez se produce el impulso gomecista de integración nacional a través de la red de carreteras, y, en el plano político, la centralización del Estado. 

El segundo ciclo migratorio ocurre a partir de 1950 y es el de la llamada “metropolización”, el predominio de la región central, asociado a su vez a la política de sustitución de importaciones, de industrialización y de “terciarización” del empleo. El país adquiere un perfil definitivamente urbano, dándole la espalda al país agrícola, que queda atrás tanto espacial como culturalmente.

Lo que nos interesa aquí es que la “gran transformación”, como diría Karl Polanyi, parece haber tenido lugar con un bajo nivel de conflicto, o mejor, para usar la expresión de Moisés Naim y Ramón Piñango, bajo el velo de la “ilusión de armonía”. Complejos arreglos institucionales, políticos y sociales destinados a evitar los conflictos de integración social, los conflictos entre sociedad y estado, entre agentes económicos y entes reguladores, los conflictos políticos en cuanto a la construcción democrática. Nuestra modernidad, o eso que llamaban el “desarrollo” en aquellos tiempos, estuvo siempre bajo acoso, como un rascacielos construido sobre una falla sísmica. Evitar el conflicto nos impidió, al final, asumir socialmente los costos de la modernidad, una vez disminuida la capacidad de distribuir la apaciguadora renta petrolera. 

Y el gran ejemplo de ese evitar el conflicto, directamente ligado a la cohesión social y a los costos de la modernidad, es la aparición de los asentamientos urbanos que llamamos barrios. 

Los expertos en urbanismo han sabido proporcionarnos una descripción pormenorizada de este proceso de formación de las comunidades informales. La sociedad careció de un relato identitario urbano que diera cuenta de esa transformación. El relato predominante siguió siendo el de la oposición campo-ciudad. La verdadera identidad estaría en la Venezuela profunda, en el folklore y el mundo criollo tradicional, imaginados a través de emblemas llaneros más o menos arbitrarios. 

Allí entra un ethos de la autenticidad: la identidad nacional se “pierde”, queda allá atrás en el llano, mientras las personas se vuelven ciudadanos. La ciudad es “artificio”, el campo es “auténtico”.

El que llega a la ciudad abandona lo que era, pero no adquiere nada a cambio. Hay entonces allí ya una experiencia de trauma migratorio sobre la que nunca llegamos a reflexionar demasiado.

Si lo esencial de la identidad queda atrás, en ese llano imaginario que la contiene toda, el encuentro con la ciudad se vuelve contingente. La ciudad es efímera, entonces. Aparece y desaparece, se desplaza, se mueve. Se construye y se destruye. Es la ciudad-campamento de José Ignacio Cabrujas. No tiene espacio fijo, y sobre todo no tiene tiempo fijo, es decir, historia o futuro. 

Como dice Victor Fossi en su contribución al libro de Naim y Piñango, este imaginario de contradicción entre campo y ciudad estuvo en la base de la inconsistencia de las políticas de planeamiento urbano a partir de 1946. Para evitar el conflicto en la colaboración entre sector público y privado, entre la planificación tipo Le Corbusier y el emprendimiento de los mercados, el Estado reguló a posteriori, multiplicando los entes reguladores y las ordenanzas sin eficacia. El conflicto institucional se ahogó en un laissez-faire, mientras el conflicto cultural se ocultaba tras los ranchos, como una experiencia de desarraigo y orfandad. 

Hay una dimensión política fundamental en esta experiencia de lo moderno. El primer discurso democrático del siglo XX entre nosotros, el discurso adeco, se fundamenta en la creación de un sujeto político, el pueblo, asociado a la figura rural de Juan Bimba y a la inocencia del color blanco. Acción Democrática apelaba no tanto al hombre del campo sino al trasplantado a la ciudad. La democracia aparecía como una forma de arraigo y de identidad que conectaba la nueva realidad del habitante recién llegado a la ciudad con su imaginario campesino, aunque con una promesa poderosamente rupturista: dejar las penurias rurales atrás (el “país palúdico”) e insertarse en los circuitos de consumo moderno.

El orden moderno implica jerarquizar los objetivos compartidos, sacrificios para uno u otro sector social, conflicto y negociación. Pero sumida en la ilusión de la democracia abastecedora, la sociedad venezolana perdió su capacidad de dirimir el conflicto social y político. 

Como lo muestran Silverio González y Mauricio Phelan en una investigación de fines de los años ochenta, el nuestro es un ethos de aspiraciones valorativas enmarcadas en el ámbito privado y familiar, con muy poca proyección colectiva, condicionadas por la obtención de tranquilidad, de disfrute, y por la idea de “superación” y ascenso a través de la educación.

El imaginario herido del venezolano

Hasta que llegó Chávez, por supuesto. La crisis de esa modernidad comprada, como la han llamado algunos autores, precede en años la irrupción del chavismo y lo prepara. El chavismo nace a la sombra de los conflictos no declarados y es en sí mismo una declaración de conflicto. Nació en abierta rebelión ante la ilusión de armonía, pero llevándose al bebé con el agua sucia: rechaza toda modernidad. Nace de los bordes conflictuales de una sociedad con aspiraciones insatisfechas, de ese gran conflicto redistributivo que se produce a partir de los años ochenta, y lo perpetúa: el centro simbólico del chavismo es la desilusión de la armonía y del ascenso social, que son reemplazados por el horizonte agonístico de la reivindicación de la deuda histórica hacia el pueblo y el imaginario de la exclusión social. 

Y esto es lo que en mi opinión quiebra la cohesión social en torno al proyecto moderno venezolano: el encuentro con nuestra incapacidad para manejar el conflicto dentro de una crisis de expectativas, del cual el chavismo es artífice y testigo al mismo tiempo. Esto implica una crisis identitaria que el régimen chavista quiso en algún momento intervenir proponiendo primero la clásica dicotomía pueblo-élites, para luego intentar la oposición izquierda-derecha, añadiendo en el camino ingredientes de categorización étnica y un imaginario de conflicto racial. El resultado neto es la exclusión identitaria, y al menos parte del fenómeno de la migración venezolana pone en juego un drama existencial que implica el duelo por la pérdida del lugar propio en la propia tierra, a la cual ya no se pertenece, en la cual ya se es extranjero antes de irse.

¿Qué busca el emigrante venezolano? La modernidad perdida.

Las causas eficientes de la emigración son las mismas que pudieran encontrarse en tantos otros grupos: escapar de la impotencia económica, de la inseguridad personal, de la incertidumbre, de la persecución política. Pero tras todo ello, el emigrante se va con un sistema de aspiraciones y de imágenes asociado a un país moderno que aún resuena. De ahí el carácter de éxodo que a veces aparece en la experiencia o testimonio del emigrante: debe irse pero para reencontrarse con lo perdido. 

De hecho, la diáspora venezolana parece estar configurándose a sí misma, en tanto comunidad imaginada, como la guardiana de la modernidad perdida, que deja atrás la barbarie. 

Las primeras lecturas sistemáticas de la emigración venezolana daban cuenta de su peculiaridad: alto nivel educativo, flexibilidad valorativa adaptable al país de destino, rápida inserción laboral, capacidad de inversión, historias de éxito. Se hablaba fundamentalmente de fuga de cerebros. Sería precisamente la capa moderna de la población la que se iba, completando el ciclo de ascenso social truncado por el régimen chavista. Descendientes de inmigrantes pobres que se insertaron en la lógica de la “superación”, vuelven a los países de origen de sus padres o abuelos, abandonando el país-campamento. 

Hoy la historia es otra y la emigración venezolana se ha diversificado: proviene de todos los sectores sociales en proporciones cataclísmicas, y bajo condiciones que nada tienen que ver con estas imágenes. Pero parece que aquella imagen arquetipal de un emigrante “excepcional”, educado, moderno, persiste entre nosotros. Y bien vale la pena especular sobre esa “comunidad imaginada” para a la vez imaginar el futuro. La migración no implica solo al que se va sino al que se queda. ¿Con qué nos quedamos los que nos quedamos? ¿Cómo reconfigura la diáspora nuestro propio horizonte de futuro? ¿Qué lugar podrán tener las comunidades de migrantes en la reconstrucción democrática?


Este texto se basa en una contribución leída en el simposio Migración y venezolanidad, patrocinado por el Goethe Institut en Caracas y la Universidad Católica Andrés Bello, en octubre de 2017.