El hijo de Berta

Esta crónica traza un círculo en torno a una vida entera y a la herencia que deja, desde el niño que se iba a pie a la escuela hasta las cenizas que se fueron por el río

El hijo de Berta en acción, cantando desde el principio hasta el final

A un poco más de veinte kilómetros de Valencia, bajando por la autopista hacia Puerto Cabello, queda el pueblo de Las Trincheras. Algunos lo conocerán por su centro de aguas termales, que dicen que tienen propiedades curativas. No muy lejos de allí, está el caserío Las Marías, y su río.

Fui allí por primera vez hace poco menos de dos años. Apenas salimos de la autopista, mi papá me dijo: “Métete por aquí”. Él y Graciela —una prima de mi papá— eran los baquianos. Nos estacionamos en una especie de taller y gallinero, establecimientos híbridos típicos de estos pueblos donde se abren paso otras formas de supervivencia, como talleres que venden huevos y bodegas que ofrecen jarabes artesanales para la tos. Apenas nos bajamos del carro se nos acercó un señor que aparentaba ser el encargado. Mi papa improvisó una explicación: “Somos unos ingenieros que vinimos a tomar unas medidas”. El señor se nos quedó viendo con suspicacia y curiosidad.

Atravesamos caminando un cacaotal. Las plantas de cacao parecían crecer por todos lados, aunque estaban desatendidas. Pero no conseguíamos llegar a la ribera. Cuando era evidente que estábamos hechos un enredo, el señor que nos había recibido apareció por detrás de nosotros y nos dijo: “Por allá le entrarán más fácil al río”.

Habíamos ido hasta allá a esparcir las cenizas de mi tío Negro. Pero cuando ya nos alistábamos, nos percatamos que para abrir la caja de las cenizas necesitábamos un destornillador de estrías. Así que tuve que regresar a buscar uno al taller. Éramos unos “ingenieros” sin herramientas. 

A Graciela la habíamos llevado no sólo como invitada especial y porque quería mucho al Negro. Ella disponía de un repertorio de oraciones mucho más amplio que el nuestro. Graciela era la única prima contemporánea de papá que vivía en Valencia y era vecina de la casa de mis abuelos en Las Marías. Graciela tiene un rostro afable que pareciera concentrar todas las sonrisas reconfortantes que he visto en mi vida.

Hacia el final de sus vidas, tío Negro y tío Rafael vivían juntos. Mi tío Rafael tenía unas parcelas en el cementerio “Jardines del Recuerdo”, al sur de Valencia, un lugar que en mi memoria era un parque verdísimo, con las placas de las tumbas dispuestas simétricamente, y con una escultura de unas manos en gesto de oración que podía verse desde la autopista. Pero no fue inmune a la avalancha desencadenada por miles de mentiras concatenadas por tantos años, que trastocaron un país entero. Aquel pasto recién cortado ha sido reemplazado por monte que crece descuidadamente y el terreno parece abandonado a la voluntad de los saqueadores de tumbas. 

Cuando mi tío Negro murió, la familia debatió si deberían enterrarlo en “Jardines del Recuerdo”. Pero el mal estado del cementerio forzó la decisión hacia la cremación, que por falta de gas no se pudo hacer el día que culminó el velorio sino al siguiente. Mi primo Francisco Miguel me contó que mi papá no sabía qué hacer después con las cenizas de su hermano, porque mi mamá se pondría nerviosa guardando la urna que las contenía en su casa. 

Fue así que surgió la idea de llevarlas a Las Marías. Ahí transcurrió la infancia de mi papá y sus hermanos. También la de Graciela. Muchas de las historias de la niñez de mi papá comienzan o terminan en ese río.

Cuando nos escuchaba quejarnos sobre cualquier cosa, papá siempre nos repetía: “Yo tenía que caminar cinco kilómetros para ir al colegio. Cinco de ida y cinco de venida”. A mí siempre me había parecido una exageración de él. Algo que usaba para contrastar con la frivolidad de nuestras quejas. Como cuando yo me quejaba de que mi Chevette, el carro que me regaló mi papá cuando era estudiante, no tenía aire acondicionado y tenía que cruzar así la carretera vía Aragüita para llegar a la universidad. 

Me cuentan mis tías que en ese largo trayecto al colegio, en el que iban varios niños, algunos preferían quedarse lanzando piedras al río o distraerse con cualquiera de las otras diversiones que ofrecía el camino. Uno de los que se quedaba a mitad de camino era el tío Negro. Mi papá siempre llegaba a su escuela. 

Esa pasión por aprender y enseñar lo acompañaría por el resto de su vida. Su título de maestro, que obtuvo diez años antes de que yo naciera, lo acercaría cada vez más a conocer a mi mamá. Un buen día, mientras era maestro a medio tiempo de la escuela Alfredo Pietri, al frente del cementerio municipal de Valencia, llegó mi mamá a reunirse con su hermana. La directora de esa escuela era mi tía Negra, la hermana mayor de mi mamá.

Hace unos días repetimos la excursión al río, casi el mismo grupo: Graciela, mi primo Francisco Miguel, mi sobrino Carlos Gustavo. Se nos sumó mi compadre Francisco. 

Mi papá también venía, pero en nuestros pensamientos. 

El río Las Marías, en la sección carabobeña de la Cordillera de la Costa

Íbamos sin duda mejor preparados. El procedimiento que implica el uso de un destornillador lo hicimos antes, en casa de mis padres en Valencia. Con sumo cuidado, abrí la urna de madera y deposité una porción en una bolsita. El resto permaneció en la caja, pues debía luego quedar bajo resguardo en el columbario de la iglesia de El Viñedo. 

Cuando ya íbamos saliendo, mi hermana nos dijo “Ya va. No pueden llevar esas cenizas así en esa bolsa. A mi papá no le gustaría”. Mi mamá nos trajo una bombonera de cristal. Nos fuimos sabiendo que de alguna manera reconoceríamos el lugar al llegar.

Esta vez no dimos explicaciones. Nos bajamos del carro saludando como quien llega a casa de un viejo amigo. También surcamos el cacaotal con más propiedad. Hay que atravesar una zanja para llegar a la parte más ancha del río, un tramo demasiado escabroso para Graciela. Yo me adelanté para explorar alternativas. Cuando regresé para ayudar a Graciela, me la conseguí ya del otro lado. “¿Cómo hiciste para cruzar?”. “Por ahí”, me respondió, sin realmente señalar a ningún lado. Así que en esta ocasión, Graciela logró llegar hasta el borde del río. 

Habían pasado dos años, pero aquel lugar parecía suspendido en el tiempo. Ya en sus aguas, despidiendo a papá, escuchamos su último video tocando cuatro y cantando “Me voy pa’l pueblo”. Se había cerrado un círculo.

Al regresar del río, el mismo señor de la primera vez nos esperaba cerca del carro. Le dije: “Nosotros estuvimos aquí hace casi dos años”. “Yo sé”, me respondió. “¿Cómo se llama usted?”. “Antonio”, me dijo. No podía llamarse de otra manera. Antonio, como el primero o segundo nombre de todos mis tíos paternos. Antonio, como el segundo nombre de mi papá y el mío.

Mi abuela Berta era muy devota de San Antonio, y en su casa en La Michelena tenía un altar del santo. De niño mi papá me mostraba las ofrendas que los vecinos le habían hecho. Un corazón, una casita, un bebé, un brazo miniatura, todos de oro. A mí siempre me interesaban las historias detrás de esas ofrendas. “¿Papá, por qué una pierna de oro?”. “Quién sabe Carlos A. Quizás se la salvaron”. Desde que tengo uso de razón, papá me llamaba “Carlos Á.”, acentuando la “A” de mi segundo nombre. Era un método que creó desde mi nacimiento para evitar que me dijeran Carlitos. 

Fue mi abuela Berta quien también, probablemente favorecida por un milagro del santo, se empeñó en sacar a sus siete hijos de aquel pueblo condenado al olvido. Mi papá, quizás como un recordatorio de la extraordinaria voluntad de su madre, solía referirse a sí mismo como “el hijo de Berta”, cuando rememoraba situaciones que no se correspondían con sus humildes orígenes. Recorriendo en limosina las calles de Tokyo. Paseando por Central Park. Caminando por la Gran Vía. Abordando un tren en Grand Central. “No, déjate de eso. Yo soy un lord inglés, de Oxford Street”, solía responder si se le planteaba un escenario que implicase alguna chabacanería. Mi hermana tenía razón. La bombonera de cristal era imprescindible.

Antes de volver a Valencia, le pedí a Graciela que nos llevara al caserío Las Marías, donde quedaba la finca donde vivió mi papá toda su infancia. Hay que atravesar una carretera en mal estado, con algunos tramos de tierra. Algunas secciones me recordaban la ruta que surca el parque Henri Pittier para llegar a Choroní.

Graciela nos iba contando, como una guía turística del pasado. “Aquí quedaban los patios de secado del cacao”, “allá arriba quedaba la pulpería de tu tío Ramón Antonio”, “este pozo era mucho más profundo”.

Llegamos a un pozo, de más fácil acceso que la parte del río de dónde veníamos. “Hubiésemos venido directo para acá”, le dije a mi primo Francisco Miguel. “Pero el otro sitio fue el que escogió tu papá”, me respondió.

Ya de regreso, puse el odómetro en cero. Cuando llegamos a la carretera, cerca del peaje de Las Trincheras, marcaba 4.2 kilómetros. Le pregunté a Graciela: “La escuelita a donde ustedes iban caminando, ¿era por aquí?”. “No, eso era más allá, en el pueblo de Las Trincheras”.

Manejé hasta allá y vi el marcador.

Cinco kilómetros de ida. Cinco de venida.