De Guanarito a Saturno

Con esta realidad tan agobiante, la ciencia ficción, tan escasa en nuestra literatura, puede ayudarnos con presagios y nuevos sueños. El autor de Santiago se va y Fisuras propone atreverse a mirar al cielo

La luna Encélado de Saturno, fotografiada por la sonda Cassini

Foto: NASA

Ocurre con la ciencia ficción lo mismo que con las narraciones gráficas, se les suele considerar propuestas destinadas a niños, jóvenes y adultos raros, negados a crecer. Quien consuma o cultive la ciencia ficción –este pensamiento parece estar bastante arraigado y generalizado– estaría evadiendo su compromiso con la realidad. Carece pues de la madurez, la sensatez y la responsabilidad para asumir los retos realmente importantes que plantea abordar, desde la creación, la vorágine asfixiante del día a día. Es, pues, una manifestación menor, producto de un pensamiento también menor. 

Y quizás, sobre todo en el contexto de nuestros países latinoamericanos, haya un ápice de razón en quienes descrean de los adeptos y forjadores de la ciencia ficción y la ficción especulativa: ¿acaso no estamos inmersos ya en una auténtica distopía que nos arropa en tiempo real en el presente? 

¿Qué escenario horripilante proyectado hacia el mañana puede superar al de Estados represivos y paranoicos que han convertido sus estadios en monumentales cámaras de tortura y aniquilación, y sus salas de espectáculos en gigantescos centros de confinamiento para los contagiados en medio de una pandemia? 

¿Cómo hablar de guerras nucleares e invasiones extraterrestres cuando nuestros propios congéneres se entrenan con sus trajes negros y sus máscaras de calavera metálica para exterminar a la gente en nuestros barrios? 

¿No es acaso aún más espantoso el presente que nos tocó que el horror vaticinado por Orwell en 1984? El Gran Hermano no solo te vigila, sino que te odia. 

¿No son millares los padres latinoamericanos que actualmente están en una situación similar al papá de La carretera de Cormac McCarthy, intentando conservar la dignidad, ser personas decentes y buenos padres en un mundo donde el hombre –más que nunca– se ha convertido en el lobo del hombre? 

En fin, que el destino (al menos en este pedazo del mundo) ya nos alcanzó, y mientras en otras regiones del mundo se vive la distopía generalizada de la pandemia, por estos lados es la tercera o cuarta distopía acumulada, puede que todas amontonadas, hibridadas, simultáneas. No hay manera de imaginar otro mañana para alguien que está intentando sobrevivir al hoy inclemente. 

Sin embargo, sin quitarles toda la razón, los defensores a ultranza del realismo se equivocan, porque en la ciencia ficción se encuentra el virus pero también la vacuna. “Language is a virus”, aseguraba William Burroughs. Y la frase es una sentencia y una luz en la penumbra al mismo tiempo.

Porque estoy seguro, en lo personal, que de haber leído, visto, propuesto y reflexionado más sobre la ciencia ficción nos hubiéramos inmunizado contra el presente lamentable que nos tocó. 

La buena ciencia ficción (al menos la que yo admiro) extrapola los temores del presente y los materializa en un mañana posible. Sirve de alerta, funciona como advertencia: por el camino que vamos, mucho cuidado, vamos a terminar llegando aquí. 

Una literatura con los pies en la Tierra

No abundan ciertamente los escritores de ciencia ficción en Latinoamérica, y son realmente escasos en el contexto venezolano. En ningún momento pretendo decir que no haya casos realmente admirables dignos de rescatar, simplemente afirmo que son una minoría notoria ante el alud de defensores y creadores que optan por el realismo. 

Se dieron licencia para incursionar en la ciencia ficción latinoamericana Adolfo Bioy Casares, Leopoldo Lugones, Ricardo Piglia, Ana María Shúa, Elvio Gandolfo, Yuri Herrera, Bernardo Fernández, Héctor Germán Oesterheld y el mismo Borges en algunos casos; pero de resto se impuso con creces la corriente del realismo social. Y aunque sí se le ha abierto cancha al género fantástico, ha sido casi siempre trajeado con las ropas del realismo mágico, el policial negro o el relato de terror. 

Digamos que, en el caso particular de Venezuela, más que cultores y autores de ciencia ficción, contamos con creadores que indagan en el género para contar una historia en particular, se visten provisionalmente de astronautas pero no para quedarse orbitando en el cosmos, sino porque les interesa explorar un aspecto puntual de ese planeta futurístico para luego regresar a la cotidianidad que les espera en casa. Por nombrar algunos: Israel Centeno, Luis Britto García, Fedosy Santaella, Jorge De Abreu y Susana Sussmann (junto con sus aliados de la Revista Ubik y luego de la Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía), y más recientemente autores jóvenes como Jacobo Villalobos y Jairo Rojas (desde la poesía). 

Otro aspecto a considerar en esta compleja ecuación de la ciencia ficción latinoamericana es que los avances tecnológicos no suelen ser parte del paisaje cotidiano, ni desde el punto de vista de la creación artística ni mucho menos en nuestros contextos sociopolíticos. No somos países industrializados, le tememos mucho más a un malandro o a un milico que a un robot o un extraterrestre. 

Proyecto Encélado

Arthur C. Clark aseguraba que cualquier innovación tecnológica realmente avanzada sería indistinguible de la magia. De manera que colonizar un exoplaneta, terraformarlo, convertirlo en un mundo habitable para la especie humana, será ciencia ficción (un producto de la imaginación solamente posible por medio de un acto mágico similar al truco de un mago que se saca un conejo del sombrero), hasta que finalmente la tecnología lo haga posible. Es un imposible hasta que la ciencia se acuerda de –y cuenta con los medios para– hacerse hermana y sinónimo de la magia. Llegará pues el día en que lo imaginado se haga realidad y las películas de ciencia ficción se conviertan en cine documental. 

Sería realmente maravilloso que un niño de Guanarito, estado Portuguesa, se proyectara al futuro como viajero espacial rumbo a Encélado, la luna de Saturno que tiene agua líquida bajo su superficie congelada y dispara kilométricos géiseres de vapor caliente al espacio exterior desde el polo sur. Dentro del espacio conocido, en el vecindario del Sistema Solar, allí parece haber una opción para nosotros, ahí puede estarnos esperando el futuro. Pero cómo vas a estar pensando en todo eso cuando no gozas de los más elementales servicios de agua, electricidad, salud, transporte, y hace años que ni pavimentan las calles del pueblo. Nadie tampoco lo ha invitado a leer las Crónicas marcianas de Bradbury, para que pueda imaginar que a veces la gente de a pie construye un cohete y se larga a Marte. Y no sabemos cómo lo construyen ni cómo funciona ese cohete artesanal hecho por la gente común, tampoco importa realmente, simplemente sabemos que lo logran, y que una vez en Marte la tendencia será la de levantar un nuevo Guanarito, prácticamente idéntico al original, pero a más de doscientos millones de kilómetros de casa. 

Sin embargo, ni en el horizonte visual ni en el de la imaginación de ese pequeño portugueseño existe el mínimo indicio para impulsarlo a concebir otro futuro. Si parece titánica la más mínima alteración del destino del propio terruño, imaginemos cómo va a ser posible plantearse la exploración del espacio exterior para hacerse una vida distinta en otro planeta.

La salvación del lenguaje

Digamos entonces (y aquí hablo por mí mismo, en la más personal primera persona del singular) que para ser autor o cultor de ciencia ficción se requieren de dos condiciones: tener temor o fascinación por el futuro, y tener la imperiosa necesidad de construirse un mundo otro porque estás profundamente insatisfecho con la realidad que te tocó y con el rumbo que va tomando aquí. 

A la hora de escribir, de crear, de imaginar, la ciencia ficción es la única oportunidad que tienes para convertirte en un nuevo Prometeo, robar el fuego de los dioses, entregárselo, inoculárselo o transvasárselo a ese artefacto que estás inventando.

Darle vida así a esa criatura imposible dentro de esta realidad pero que sí es plausible dentro de los límites de ese dispositivo que es tu obra. 

Vuelvo a Burroughs con su frase que es sentencia y linterna a la vez: el lenguaje es un virus. Y el lenguaje al que nos tiene sometidos la realidad nos enferma tanto o más que el dichoso coronavirus. Estamos contagiados por la nomenklatura, infectados de neologismos, repitiendo los disparates pomposos, rimbombantes y carentes de todo contenido con los que nos han estado bombardeando para que pensemos, hablemos y nos comportemos tal como nos quieren (y nos necesitan). ¿Pero no es toda vacuna una cantidad dosificada del propio virus para que al ser inoculada en el organismo se active el sistema inmunológico y tengamos defensas entonces contra el mal? 

Entonces la clave para protegernos está en el propio lenguaje. 

En el lenguaje está el peligro, pero también la posibilidad de salvación. De manera que hay que tomarse seriamente la misión de proponer otro lenguaje, otro imaginario, de cultivar a manera de resistencia y persistencia lo más noble y digno de ese lenguaje que tenemos y que estamos perdiendo o nos quieren hacer perder. Y ahí en esa vacuna, en ese agente inmunizador, se halla la poesía, se halla la buena literatura, y está —sin ninguna duda y sin la mínima razón para avergonzarse de ello— la ciencia ficción.

¿Me ha salvado en lo personal la ciencia ficción? ¿Me ha servido de terapia, catarsis o balsa? No lo sé, probablemente no, pero es la herramienta que me permite construir y construirme un espacio externo y alterno, donde por fin las cosas funcionan diferente y la parte que no me gusta de la realidad (que es la mayoría) se me hace más llevadera, menos agobiante. Me ha servido de cura y de vacuna para enfrentar la vorágine cotidiana. También de fuente de otra locura, una con la que me siento más a gusto y que me hace más soportable esta a la que nos obliga el presente.